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Perplejidades
Por Juan Gelman

Susan Sontag es una estadounidense de 68 años y pensamiento libre, capaz de calificar al entonces régimen soviético de “fascismo con rostro humano” y de apoyar con entusiasmo los bombardeos estadounidenses en Kosovo. No es precisamente pacifista y así lo reconoce. Se encontraba en Berlín cuando aconteció el 11 de setiembre y después de estar clavada 48 horas seguidas frente al televisor recibiendo “una sobredosis de CNN” –confiesa–, escribió un texto breve que publicó The New Yorker el 24 de setiembre.
Criticaba acerbamente allí a los gobernantes y los medios de EE.UU. por la ancha desconexión existente entre la realidad y lo que aquéllos decían sobre la realidad, tratando de convencer al país de que todo estaba bien y deseosos de no perturbar la visión del mundo supuestamente infantil del pueblo norteamericano. Entonces llovió palos sobre la escritora.
Se la acusó de “odiar a los estadounidenses”, de “idiota moral” y “traidora”, se propuso confinarla en “el desierto” y hasta se opinó –un tal Todd Gaziano, de la Heritage Foundation, en el programa televisivo de Ted Koppel– que en adelante había que prohibirle “hablar en círculos intelectuales honorables”, ya que merecía “ser deshonrada y despreciada por sus absurdos puntos de vista”. Un artículo en The New Republic –revista para la que alguna vez escribió– comenzaba así: “¿Qué tienen en común Osama bin Laden, Saddam Hussein y Susan Sontag?”. Nada menos que la destrucción de EE.UU. Pero la escritora sólo piensa que “revisitar la guerra del Golfo no es la manera de enfrentar a ese enemigo (el terrorismo)”.
Susan Sontag se refirió en una entrevista reciente al terror desatado por la amenaza del ántrax: “Las autoridades responden al miedo al ántrax –y estoy un 99 por ciento convencida de que se debe a la acción de émulos locales locos que siguen su propia guerra– propagando más miedo aún. Ahí está el vicepresidente Cheney diciendo: ‘Bueno, esta gente (la que remite cartas contaminadas) puede ser parte de la misma red terrorista que produjo el 11 de setiembre’. Bueno, que me disculpen, pero no tenemos razón alguna para pensar eso”. No seguramente en el caso de las 170 clínicas del país que llevan a cabo abortos bajo el lema del “derecho a la elección”: el 16 de octubre último todas recibieron cartas con aviesos polvos blancos. Las misivas fueron despachadas desde Virginia, sede de una filial del militante grupo antiabortista Ejército de Dios, y anunciaban: “Ya están expuestos al ántrax. Los mataremos a todos”. El examen preliminar de uno de los sobres reveló la presencia de ántrax, aunque los resultados definitivos del análisis se conocerán la semana entrante. El hecho pasó inadvertido con tres muertos ya por el bacilo, su aparición en el Senado, la Cámara de Representantes, las oficinas de correo y el departamento militar encargado de clasificar la correspondencia destinada a la Casa Blanca. Pero habla a las claras del terrorismo interno de EE.UU., en el que estos grupos ocupan un lugar destacado. No se limitan a arrojar bombas contra tales clínicas: en 1998 uno de sus militantes, James Charles Kopp, asesinó a tiros al Dr. Barnett Slepian, médico que practicaba el aborto en Buffalo, estado de Nueva York. Kopp logró huir a Europa y hay evidencias de que tanto su fuga como su estadía en el Viejo Continente fueron cobijadas por un movimiento antiabortista que contaría con una red internacional semejante a la de Bin Laden.
The Wall Street Journal del 18 de octubre afirmaba que “de lejos, el proveedor más verosímil (del bacilo de ántrax que se propaga en EE.UU.) es Saddam Hussein”. Lo repiten en Washington miembros de la administración interesados en “terminar la guerra contra Irak”. Pero el 23 de octubre Bush hijo señalaba que “no le sorprendería” que Bin Laden estuviera detrás de los ataques con ántrax y Ari Fleischer, vocero de la Casa Blanca, explicaba que ésa era “la sospecha operante”. Tampoco sorprende la errancia del discurso oficial del mandatario yanqui, que primero habló de que se trataba de capturar a Bin Laden vivo o muerto y luego de barrer al régimen talibán, que un día afirma que su objetivo es Afganistán y al día siguiente que esta guerra será larga y podrá extenderse a los países que a su juicio alberguen terroristas. Susan Sontag, por su parte, reflexiona que mientras “esos idiotas del FBI dicen que tienen ‘evidencias plausibles’ de la posibilidad de otro ataque este fin de semana... nuestro ridículo presidente nos dice que salgamos de compras, que vayamos al teatro y que llevemos una vida normal. ¿Normal? Pude caminar 50 cuadras de un extremo a otro de Manhattan en minutos porque no había nadie en las calles, nadie en los restaurantes, nadie en automóvil. No se puede aterrorizar a la gente y decirle luego que se comporte con normalidad”.
“El presidente no sabe dónde está parado. Es un hombre confundido, atolondrado y miserablemente perplejo. Quiera Dios que pueda mostrar que en su conciencia no hay algo más deplorable que su perplejidad mental.” No lo dijo Susan Sontag: son palabras que Abraham Lincoln dirigió al onceavo presidente de EE.UU., James Knox Polk. Pertenecen al discurso que el entonces diputado por Illinois pronunció en 1848 ante la Cámara de Representantes en apoyo de una resolución presentada por los whighs, su partido, en que se aseveraba que la guerra en curso contra México “fue iniciada por el presidente de los Estados Unidos de manera innecesaria e inconstitucional”. Es verdad que Bush hijo inició su guerra de la misma manera, pero quién sabe si la frase de Lincoln le es del todo aplicable. Pareciera que la conciencia del hoy presidente de Estados Unidos más que a perplejidad huele a petróleo.

 

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