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LAS OPCIONES ANTITERRORISTAS BAJO ESTUDIO EN LA CASA BLANCA
Cuando el Imperio piensa en usar la tortura

Cuatro tipos de tortura contra sospechosos de terrorismo están siendo analizados al más alto nivel del gobierno norteamericano, según pudo averiguar el enviado de Página/12 a Washington. Aquí, las escabrosas discusiones tras las bambalinas, y la tensión en Pakistán.

El poderoso vicepresidente Dick Cheney (der.) tiene algunas ideas para hablar
con Paul O�Neill.

Por Gabriel A. Uriarte
Enviado especial a Washington

”Imagínese que tiene en sus manos a alguien que sabe que en unas horas se va a cometer un atentado con miles de muertos en Nueva York.” Que el autor de un planteo que ahora resulta espantosamente profético fuera el tenebroso general argentino Albano Harguindeguy es quizá lo que mejor sintetiza la barbarie y la violencia del debate que se libra en el seno del gobierno norteamericano acerca de los costos y beneficios, en la lucha contra el terrorismo, de la tortura. “Tortura”, claro, no sería como lo llamarían quienes la proponen en Estados Unidos, al menos no la gran mayoría. Rich Lowry, subeditor del ultraconservador National Review, habló de “tácticas de presión”, definición usada desde hace más de una década por Israel, país que muchos norteamericanos ahora toman como modelo para la lucha antiterrorista. Las alternativas más moderadas prevén el uso de los “sueros de la verdad”, como el sodium penthotal. Todo esto se enfrenta a una oposición cerrada de organizaciones de derechos humanos, tales como Amnesty International, y de los pocos medios que dedicaron editoriales al tema, que ayer incluyeron al Houston Chronicle. Sin embargo, lo más probable es que, como en Medio Oriente, la supuesta “funcionalidad” de la tortura será lo que decidirá el debate. Esta repugnante discusión es lo que decidirá si George W. Bush seguirá el consejo del ministro del Interior del Proceso.
En principio, hay que notar que la situación a la que se enfrenta el presidente norteamericano es casi exactamente inversa. La tortura puede tener dos propósitos básicos: la “extracción” de información, y la pura propagación del terror. Muchas veces estos dos objetivos se combinan, pero no es el caso en la guerra contra Osama bin Laden. No hay ninguna comunidad que podría ser intimidada, ya que los miembros de Al-Qaida son expatriados de todas partes del mundo árabe sin ningún arraigo en el país de turno donde viven. Mohammed Atta, líder de los grupos que destruyeron las Torres Gemelas, nació en Egipto, estudió en Alemania, viajó a Afganistán para ser entrenado con los “árabes-afganos” de Osama bin Laden, y tras unos años, y con varios viajes posteriores a Europa, se asentó en Estados Unidos para alistar el plan ejecutado el 11 de setiembre.
La estructura de Al Qaida es un perfeccionamiento absoluto de la vieja teoría celular. Muchas organizaciones clandestinas la adoptaron para minimizar daños por la captura de cualquiera de sus miembros, pero, al venir de grupos sociales o étnicos muy definidos, seguían siendo vulnerables al terrorismo de Estado. Históricamente, cualquier máquina represiva que implementara la tortura, Alemania en 1933 o Argentina en 1976, arrasó cualquier tipo de disidencia política a gran escala. Las diferentes células eran parte de una sociedad que seguía estando dentro del ámbito de acción de un Estado nacional que podía tornarse terrorista. Pero contra un terrorismo verdaderamente globalizado la única alternativa sería el terrorismo contra toda la población musulmana en Medio Oriente, si no en todo el mundo. Sería poco práctico, por lo menos, y definiría el conflicto en los términos que desea Bin Laden. Estados Unidos no tiene ningún motivo para hacerlo.
Si el terrorismo no es viable para intimidar a los espíritus autónomos que siguen a Osama bin Laden, lo que se discute en EE.UU. ahora es en qué medida la tortura podría ayudar al desmantelamiento de la organización y la prevención de atentados. El caso testigo que los norteamericanos están observando más de cerca es el del Estado de Israel. A lo largo de su larga lucha contra diferentes terrorismos, las fuerzas de seguridad israelíes refinaron, por llamarlo de alguna manera, una serie de “medidas de presión” que ahora resultan muy atractivas para sus colegasnorteamericanos que buscan cómo torturar sin torturar. Son “presiones” que no implican daño físico permanente, al menos no en la mayoría de los casos. Golpes relativamente ligeros para intimidar al sospechoso, quien no podría dormir por largos períodos de tiempo (táctica clásica, que aparece descripta en la admirable novela El Cero y el Infinito de Arthur Koestler), o estaría cegado con una capucha hedionda sobre la cabeza mientras se le pasa música a volúmenes altísimos. Según lo que se sabe hasta ahora, si estas tácticas se prolongan por más de 48 horas no hay persona que no se quiebre. Aplicar el modelo israelí a Estados Unidos, sin embargo, presenta una dificultad: Estados Unidos no es Israel. Estas sutiles variaciones sobre la tortura no resultarían muy evidentes a una nación donde jamás se la practicó de forma sistemática, y que siempre se enorgulleció de no rebajarse a emplearla.
La misma objeción –una opinión pública que no está dispuesta a hacer distinciones entre distintos grados de tortura– se aplica al uso del “suero de la verdad”. El sodio penthotal (también llamado sodio thiopental) es básicamente un anestético, y es usado como tal en operaciones médicas. Su efecto es básicamente el de un narcoléptico, deprimiendo drásticamente la actividad en el cerebro e induciendo un estado de relajación tan completo que quien está bajo sus efectos podría comenzar a decir la verdad, al haber perdido toda inhibición. Esto es todo lo que hace, y clínicamente no es demasiado distinto a forzar al sospechoso a tomar muchas botellas de whisky. La pérdida de inhibiciones puede hacer que diga la verdad, o que diga las mentiras más absurdas ya que no tiene miedo a la inverosimilitud o al castigo. O bien podría dejar de temer al interrogador que busca extraerle información y no decirle nada.
Es cierto que podría haber drogas mucho más efectivas en poder de la CIA. Desde los 50 la agencia investiga diferentes psicofármacos para ese propósito, investigaciones que produjeron como derivados varias de las drogas más famosas de los 70, tales como el LSD. Pero por casi el mismo período de tiempo hubo innumerables rumores sobre siniestros accidentes y secuelas, casos de locura o psicosis entre quienes fueron expuestos a las drogas. Así, el uso de cualquier “suero de la verdad” no podría ser presentado como moralmente muy superior a la tortura física. Y la CIA nunca fue brillante en ocultar sus operaciones clandestinas.
La última alternativa discutida es simplemente enviar a los sospechosos a países con opiniones públicas menos susceptibles. Un ejemplo muy citado en los últimos días fue el de un terrorista asociado al grupo de Bin Laden, un ciudadano de los Emiratos Arabes Unidos que, confrontado con la posibilidad de ser expatriado a su país de origen y probablemente ser decapitado, decidió decir todo lo que sabía a sus captores franceses. La estrategia puede tener éxito, o bien fracasar: las posibilidades son de 50-50. Estados Unidos, sin ir más lejos, intentó esto con un saudita sospechado de participar en el atentado de 1996 contra las Torres Khobar en Arabia Saudita, donde murieron 16 norteamericanos. El hombre fue debidamente extraditado a Arabia Saudita, donde el gobierno pasó a retenerlo sin ejecutarlo ni extraerle información. Ahora mismo sigue sentado en una celda de Riad.
Así, hay dos factores que permiten predecir que Estados Unidos no implementará la tortura en estas circunstancias: una opinión pública que no está dispuesta a tolerarla como la continuación de la guerra contra el terrorismo por otros medios y unas agencias de seguridad crónicamente incapaces de ocultarle sus acciones. No es muy probable que esto último cambie, pero los ataques con ántrax hacen posible que lo primero pueda cambiar en un futuro para nada lejano. Si el gobierno pudiera argumentar, y la opinión pública creer, que la tortura es la única forma de impedir un inminente atentado con ántrax, viruela, peste bubónica o gas Tabun, en esecaso, la alternativa completamente falsa que Harguindeguy planteó para la Argentina se tornaría peligrosamente verosímil. Y en Nueva York.

 


 

AYER SE DESCUBRIO UN NUEVO FOCO DE ANTRAX EN EL CONGRESO
Y mañana serán 20.000 los medicados

Por G.A.U.
Desde Washington DC

Ayer la “nación-CIPRO” dejó de serlo, pero no porque hayan terminado las infecciones con ántrax en Estados Unidos. Todo lo contrario. Su expansión diaria obligó a las autoridades a introducir un nuevo actor: la “doxicyclina”, presumiblemente la DOXI cuando se le invente un diminutivo, antibiótico menos devastador que el CIPRO, pero aparentemente igual de efectivo. El empleo masivo de estos medicamentos para tratamientos “profilácticos” (para el lunes podría haber 20.000 personas medicadas) no bastó para calmar a los empleados postales en Nueva York, muchos de los cuales rehusaron ayer trabajar en la central de Manhattan donde se descubrieron cuatro focos de ántrax. Su amotinamiento podría ser ratificado de forma legal si el tribunal local da lugar a la querella presentada por el sindicato contra la orden de que sigan trabajando en el edificio contaminado.
La CIA y el FBI, mientras tanto, filtraron ayer al Washington Post que no pensaban que el autor de las cartas-ántrax estuviera asociado a Osama bin Laden, y que probablemente era “un extremista individual en Estados Unidos”. El artículo donde apareció esto era una colección notable de lo que en latín se denomina non-sequiturs. “La CIA no piensa que Osama bin Laden es responsable de estos ataques... Y la CIA teme que la opinión pública norteamericana pierda de vista el peligro de un segundo ataque de Bin Laden tras el 11 de setiembre”, comenzaba esta nota publicada en la tapa de ayer del Post, que parecía estar diciendo que la opinión pública norteamericana compartía la teoría de la CIA de que las cartas-ántrax no eran el verdadero “segundo ataque de Bin Laden tras el 11 de setiembre”. Otro párrafo de esta nota de Bob Woodward, héroe de Watergate que desde hace algún tiempo parece ser el corresponsal de la CIA en el Washington Post, afirma que “los elementos anti-israelíes de las cartas enviadas al Senado tienen ecos con declaraciones de grupos antisemitas en Estados Unidos”. Es cierto, pero no es claro por qué esto implica hayan sido esos grupos los que mandaron el ántrax. Usando el mismo razonamiento podría afirmarse que el bioterrorismo es obra de los igualmente anti-israelíes Alejandro Franze y sus skinheads de Parque Rivadavia. El gobierno norteamericano, por lo menos, reiteró ayer que si bien no es seguro que un Estado extranjero haya sido responsable, los aditivos químicos empleados en el ántrax (que lo hacen mucho más capaz de causar la muy letal variante pulmonar de la enfermedad) sólo pudieron ser producidos por un científico especializado en microbiología y con mucho dinero detrás.
Algo que refuerza esta teoría son las cantidades considerables de ántrax usadas hasta ahora, cantidades que están creando una proliferación de zonas de exclusión en todo el Distrito de Columbia. Ayer se descubrieron nuevos focos de ántrax en el edificio Longworth, cuya clausura se extenderá así de forma indefinida. La única respuesta que pueden dar las autoridades es un suministro de 10 días de CIPRO. Los jueces de la Corte Suprema ya la están tomando luego de que el viernes se descubriera ántrax en su oficina de correos, como también varios senadores y representantes. Amen, claro, de unos 16.000 empleados postales y federales menos distinguidos.

 


 

“Los norteamericanos no nos dejan
opción, es o la jihad o la muerte”

Por Eduardo Febbro
Desde Peshawar

Apenas el auto pasó el límite prohibido, la ráfaga de Kalachnikov detuvo al vehículo en seco. Con el arma apuntando hacia delante, un hombre flaco y de barba generosa se acercó gritando: “Es peligroso, es muy peligroso, no vengan por acá”. El conductor se bajó del auto de un golpe y empezó a gritarle en urdu. Discutieron un rato a gritos y regresó al auto.
Arrancó sin siquiera cerrar la puerta y dijo en inglés: “Es un tonto, pretendía asustarnos para que no pasáramos. Lo único que quería era llevarnos al negocio de su jefe para que compráramos haschisch”.
El grupo de refugiados afganos esperaba unas calles más adelante. No tenían la misma expresión de los primeros que cruzaron la frontera cuando comenzaron las represalias norteamericanas. Estos eran de otra especie. Habían venido a Pakistán para luego regresar. El primero dijo: “Los bombardeos son insoportables, los chicos lloran de miedo, es un horror. Vine a poner a mi familia a salvo y regreso. Voy a defender mi país y el Islam. Los norteamericanos no nos dejaron otra alternativa: la guerra santa o la muerte”. EL segundo intervino y dijo: “He oído que cuentan puras mentiras. A pesar de los bombardeos, los talibanes no tienen ningún problema. La administración funciona sin dificultades. Lo único inquietante es la muerte de los civiles”. De hecho, ayer la cancillería informal de la Alianza del Norte confirmó la muerte de 10 civiles en zona controlada por los rebeldes por un error de un bombardero norteamericano. Los demás hombres del grupo aprueban con la cabeza. Aunque seguramente no se conocían, todos deben tener el mismo rango: son “anónimos” comandantes de la milicia fundamentalista talibán que viajaron a Pakistán para proteger a sus familia y después volver. En las últimas dos semanas han llegado por decenas, ocultos en el flujo continuo de “auténticos” refugiados, los que huyen de verdad. “Los aviones norteamericanos están ciegos –dijo el primer comandante–. Ya no saben ni adónde bombardean. Ahora destruyeron dos depósitos de comida del CICR (Comité Internacional de la Cruz Roja). ¿Hasta cuándo van a seguir?”.
“20 rupias a que usted es un comandante talibán”. El sexto hombre escucha la traducción de la frase, parece molesto, después sonríe y admite: “Sí. Traje a mi familia a Peshawar y vuelvo a unirme a mi base militar”. Otro de los hombres que no había abierto la boca se entromete en la conversación. Habla con gestos violentos y coléricos: “Yo soy comandante de una unidad militar en Jalalabad. Vine a Peshawar por algunos días. Por suerte, mi familia salió de Afganistán apenas cayeron las primeras bombas. Regreso el lunes, pero como ahora no hay combates ni bombas en Jalalabad tengo que cambiar de región”. Cuando se les pregunta si Bin Laden está vivo todos dicen que sí con la cabeza. Entre una pregunta y otra la verdad alcanza a surgir. Un cuarto refugiado afirma “por el camino no vi a nadie que fuera hacia Kabul, ni tampoco a nadie que llevara armas. Nadie se dirige a la capital”. La afirmación es falsa. Las redes de Ben Laden y los combatientes pakistaníes acuden por centenares a Kabul. Pero el hombre dice que no. Los relatos se repiten. Hay que cambiar de lugar.
El jefe del destacamento policial de Bara está nervioso. “Váyase -sugiere con amabilidad–. Hay mucha gente que viene y va y hoy hubo una
manifestación islamista adentro de la zona tribal. Si empiezan a tirar contra usted desde otro lado no estoy seguro de que seamos suficientes para defenderlo”. Este sábado por la tarde el clima está realmente denso. En el limite entre Peshawar y la inaccesible zona tribal se nota mucho movimiento. A pesar de la amenaza, el jefe acepta y pide que sepermanezca adentro de un patio “al resguardo de los tiros de Kalashnikov. No quiero que ni usted ni mi hombres salgan lastimados”. El patio no está vacío. Adentro hay hombres armados y tres tipos jóvenes y amables que aseguran ser “el profesor de inglés y sus alumnos”.
En realidad son policías, miembros de algún servicio especial encargado de promover una imagen de la guerra algo diferente de la que detallan los refugiados. Los afganos que huyen a Bara llegan por centenares. El mismo jefe del destacamento fronterizo que había advertido del peligro se encarga de detener a los autos con refugiados y traerlos hasta el patio. Llegan dos y el “profesor” y sus dos “alumnos” los rodean. La información del día es importante. Se dice que entre 10 y 15 mil voluntarios pakistaníes cruzaron la frontera para combatir a los “infieles norteamericanos” junto a los talibanes. 10 o 15 mil es mucha gente para que pase desapercibida. Alguien debe haberlos vistos por el camino: “No -dice uno de los dos hombres–. No hay ningún pakistaní que participe en la guerra santa. Son todos afganos que defienden su país”. No suena verídico. Los hombres salen del patio y el jefe del puesto trae otros tres más. El profesor y sus dos alumnos vigilan cada movimiento, hablan con el traductor e interrogan disimuladamente a los refugiados. Nadie vio ni la sombra de milicias pakistaníes viajando hacia Kabul. Pero todos vieron la muerte pasar muy cerca, vieron las explosiones iluminar el cielo de noche, vieron las casas hechas añicos, vieron niños heridos y muertos, vieron y vieron muchas cosas y sintieron miedo.
De golpe, en el patio hay mucha gente. Un refugiado recién llegado entró con una hermosa nenita en los brazos. Tiene tres años, se llama Ahminia y está entre feliz y asustada con esta historia del viaje. El profesor y los alumnos se distraen un momento. El hombre con la niña cuenta: “Hay muchos pakistaníes que van a hacer la jihad a Afganistán. El punto de encuentro es Jalalabad. Una vez que llegan a la ciudad, al día siguiente los vienen a buscar con camiones y se los llevan a Kabul. Ahí se unen a los árabes de Al-Qaida. Alguien me dijo que son ellos quienes defienden la ciudad”. Antes de que el hombre terminara se acercó el profesor. Debió entender de qué estaba hablando y le apretó el brazo, dos veces. El refugiado cambió a la nenita de brazo y dijo: “... yo jamás me crucé por el camino con un pakistaní armado, ni supe de que estaban llegando a Afganistán”.

 

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