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A las trincheras

Por Julio Villar *

“Vamos a incorporar al Presupuesto los 660 millones de pesos del Fondo de Incentivo Docente. Se incorporaron. La verdad que ésa fue nuestra cruz, el déficit permanente de este año fueron 660 millones.” (Frase del presidente, Fernando de la Rúa, recogida por Página/12 en su edición del 8 de setiembre.)

Si hay frases desafortunadas, ésta lo es. Y los motivos son varios. En primer lugar, violenta el contrato electoral con los ciudadanos que votaron por el programa de la Alianza centrado en restaurar el trabajo, la justicia y la educación. En segundo, agrede a la sociedad toda: cada alumno, desde el jardín de infantes a la universidad, representa a una familia y la suma de éstas, a la sociedad argentina. Martín Varsasky sostenía en los momentos de donar 11 millones de dólares para fundar el portal Educ.ar que el monto obedecía a un peso por alumno. En suma el sistema educativo involucra a 11 millones de alumnos y, en una aritmética simple, se agregan un padre, una madre y un hermano; así se alcanzan los 33 millones.
Las obligaciones del Estado con la educación pública son un atributo de la modernidad. El incumplimiento o sacrificio de este mandato por razones presupuestarias excede la ruptura de un pacto electoral y cuestiona los principios fundantes de nuestro sistema constitucional de derecho. La educación como un bien público garantizado por el Estado nace con la Revolución Francesa: el artículo 22 del texto de la Declaración de los Derechos del Hombre de agosto de 1789, incorporado al preámbulo de la Constitución, define la educación como una necesidad, como un servicio público nacional y como un medio para formar a los ciudadanos. Dos años más tarde, en la reforma constitucional de 1791, Talleyrand fortalece el mandato: “Se creará y organizará una instrucción pública común a todos los ciudadanos, gratuita respecto de las partes de la enseñanza indispensable para todos los hombres”.
Sin embargo, el mérito de extender el concepto de educación al de instrucción le cupo a Condorcet. En su obra Bosquejos de una tabla histórica de los progresos del espíritu humano, sostenía que desde la instrucción el ciudadano podía “conocer sus derechos, defenderlos y ejercerlos; juzgar sus acciones y la de los demás según sus propia luces”. Es más, los extendía a la mujer. La suma de estos conceptos –educación e instrucción– constituyó la centralidad de la idea de progreso de la Argentina institucionalizada que inicia sus pasos al caer Rosas.
En una reconstrucción sumaria del pasado, Sarmiento y Alberdi concentraron las múltiples voces que emergieron de la Francia revolucionaria, que desvelaron a la generación de Mayo y absorbieron las energías de Mitre a Roca. Sarmiento confió, por igual, en la educación y la instrucción como poleas potentes para construir ciudadanía. Y no confundió ciudadanía con modernidad: a ésta sólo se llegaba sumando los conocimientos del humanismo a las prácticas de la técnica con base en los saberes de la ciencia. En cambio Alberdi, su eterno rival, confiaba en que el nuevo paisaje creado por el telégrafo, el ferrocarril, la potencia silbante del vapor creaban, de por sí, ciudadanía y modernidad. A su entender la educación y la instrucción ayudaban; solas no echaban a andar la compleja maquinaria del progreso.
Las tensiones del debate se diluyeron en el despacho de Julio Argentino Roca, un pragmático que, más allá de las críticas, vinculó la educación y la instrucción a los requerimientos de la economía. Lo que sobrevivió al roquismo, a sus prácticas fraudulentas, a sus zigzagueantes caminos entrelos bienes públicos y los privados fue la suma de los valores de la ilustración en un programa de crecimiento que distinguió a la generación del 80.
Las luces y sombras que las luchas políticas derramaron sobre los valores de la educación y la instrucción no impidieron su ingreso al ideario nacional de progreso. Un siglo después, garantizar las fuentes de financiamiento, mejorar el gasto, controlar a las empresas de servicios públicos privatizados, redefinir el sistema de jubilaciones y pensiones, jerarquizar al Estado siguen siendo tareas de la política, de la sociedad civil toda.
Es parte de una democracia activa hacer público el voto de los legisladores que, violando los programas por los cuales fueron electos, adhieran a arancelamientos o recortes presupuestarios. Así es justo manifestar en las calles y regalarles flores de papel maché a los automovilistas nerviosos por llegar a ver “Gran Hermano”. Y para que la democracia se vincule a las necesidades cotidianas es vital mejorar la calidad docente y dar buenas clases. Ambos, la protesta y el trabajo, son parte del arsenal de lucha de los ciudadanos de a pie y de aquellos que a la vera del camino esperan volver a la vida. Norberto Bobbio fue más lejos. En su trabajo La duda y la elección, el viejo docente de la Universidad de Turín decía que “para deshacer nudos es necesaria la inteligencia, para cortarlos basta con la espada”. De lo primero hay poco, de lo segundo, 30 mil muertos y algunos votos en blanco.
* Rector de la Universidad de Qilmes.

 

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