Por
Esteban Pintos
Pensar
en los últimos diez años de la brillante carrera de Charly
García obliga, necesariamente, a detenerse y repasar una serie
de incidentes de corte policial, actos espectaculares (su clavado
del noveno piso, el show de las 250.000 personas), graciosas apariciones
mediáticas (sus encuentros con Susana Giménez, el mensaje
vía Televisión abierta para Andrés Calamaro),
el inconcebible recital-banquete en la quinta de Olivos para el detenido
ex presidente Carlos Menem, un fallido regreso de Sui Generis (¿alguien
recuerda Sinfonías para adolescentes?) y una larga lista de pequeñas
historias que reavivaron el mito de un hombre que bien podría merecer
el calificativo si es que puede aplicarse a la música
de prócer.
Seguro que lo es. Claro, todos estos elementos accesorios al mito no tendrían
razón de ser de no haber construido antes una enorme obra. Pero
en los últimos diez años saturaron los accesorios y faltó
contenido: casi no hubo canciones. Sobraba morbo en cada show. Saber qué
iba a pasar, porque con Charly nunca se sabe. El riesgo de
la imprevisibilidad escénica superó, en este tiempo, cualquier
mérito musical. No casualmente, el ruido mediático a su
alrededor creció en esta era del descontrol, e incluso se renovó
el público, tal como puede comprobarse en cada show, con adolescentes
provistos de remeras con su rostro y cierto fresco fervor.
Ahora bien: ¿Qué
era mejor? ¿Aquellos recitales caóticos pero seductoramente
inciertos de mitad de los noventa? ¿O un show como el del sábado,
sobrio y limitado? El modelo 01 de Charly García luce bien, metido
en la música, concentrado en ofrecer un buen show y no una performance
de aquellas perpetradas en los noventa. Eso se notó, por ejemplo,
en la elección de una porción del repertorio (Dos
edificios dorados, Oye Dios que me has dado, ambas de
David Lebón, No soy un extraño, No te
animas a despegar, de lo mejor de la noche), en una sencilla pero
agradable escenografía y en las evidentes ganas de todos los músicos,
él y su banda, por hacerlo bien, sin descontrol. Pero no puede.
Aunque suene a ejercicio de vana nostalgia, lo bueno de verdad era ver
al mejor Charly García, loco y genial, que dominó los setenta
y ochenta en el rock argentino. Eso no volverá a suceder, simplemente
porque el tiempo pasa y el descontrol de la mano de la sequía compositiva
dejan sus huellas, tarde o temprano.
Lo que se vio el sábado a la noche en el Coliseo fue una sucesión
de buenas intenciones pocas veces concretadas, un pequeño desfile
de algunos músicos-amigos (no estuvieron ni Mercedes Sosa ni Gustavo
Cerati, entre otros) potenciada por la enérgica aparición
de León Gieco cantando Los Salieri de Charly y un par
de buenos momentos. Uno de ellos, dejó en claro de qué va
la cosa hoy con Charly García. Su hijo Miguel, hasta ahora músico
de bajo perfil y apenas un par de proyectos grupales concretados sin gran
exposición mediática, apareció en el escenario para
cantar El karma de vivir al sur. Compartió piano y
voz con su padre, y logró recuperar algo de aquel espíritu
que existía cuando esa canción fue compuesta a fines de
los ochenta. Lo mismo sucedió al momento de Necesito tu amor
o Buscando un símbolo de paz, aunque el entusiasmo
general de la banda y el aporte de los invitados Fabián Quintiero,
Fernando Samalea e Hilda Lizarazu, parte de una de las mejores bandas
que lo acompañaron no superaron del todo al desorden sonoro.
El desorden resulta atractivo,incluso excitante en el rock y de ejemplos
así está llena la historia del género. Pero no debería
abusarse de él. La banda que acompaña a Charly, una formación
más o menos estable de cuatro músicos (Serra, Epumer, Cintalo,
Murray), no tiene más para ofrecer que lo visto el sábado
y en los últimos cinco años. Es lo que hay. Lo mismo con
Charly. ¿Habrá algo más en el futuro? La historia,
las canciones y el personaje lo merecerían.
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