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Pensamientos

Por Antonio Dal Masetto

El boliche, que era nuestro segundo hogar, se está poniendo cada vez más mustio. Desaparecieron la jarana y el espíritu de camaradería. La malaria general nos sacudió duro y logró que cada uno de nosotros, aislado del resto, pensativo frente a su copa, mastique y digiera sus problemas en soledad.
–Queridos clientes –nos dice el Gallego–, los vengo observando y me parece que llegó la hora de que les cuente la historia de la fundación de mi pueblo en Galicia. Los habitantes originales eran gente muy primitiva, hosca, cerrada, no se hablaban entre ellos; cada cual se ocupaba de lo suyo, cada uno en su casa y si algo le pasaba al vecino no se daba por enterado. Era además, hay que decirlo, gente a la que le costaba mucho pensar, tardaban un montón en construir un pensamiento. Eso sí, una vez que conseguían tenerlo armado no se lo derrumbaba ni una bala de cañón. Allá por los comienzos, el único pensamiento al que habían llegado todos, sólido como una roca, era: “Primero yo, segundo yo, después mi familia y nadie más”. Imagínense cómo sería el trato con los de afuera. En general la naturaleza era generosa; las lluvias llegaban puntualmente; la tierra respondía y le daba a cada uno cosechas razonables. Pero según cuenta la historia en algún momento hubo una serie de cataclismos que dejaron a mis pobres antepasados temblando. Primero sequías que quemaban todo, después lluvias que no paraban más y pudrían hasta las piedras. Resulta que un hombre de la aldea se había caído en un pozo en el medio del pueblo y ahí quedó sin poder salir durante días. Todos pasaban al lado y seguían de largo. No es que fueran mala gente, pero darle una mano a un tipo caído en un pozo era un pensamiento que todavía no habían pensado. Hasta que cruzó la aldea un caminante, vio al tipo allá en el fondo, le tiró una soga y lo sacó. Los demás se acercaron curiosos y uno preguntó: “Oiga, ¿por qué hizo eso?”. Y el hombre contestó: “Porque si algún día yo me caigo en un pozo me gustaría que alguien me saque”. Y siguió su camino. Mis antepasados se quedaron en silencio mirándose unos a otros y después se fueron a sus casas a tratar de pensar. Tuvieron que trabajar mucho con la cabeza. Hasta que un día una mujer le dijo a otra: “Vecina, me di cuenta de que hace tiempo que usted se quedó sin harina para hacer pan, a mí todavía me quedan un par de tazas, así que podemos compartirla”. Uno de los hombres estaba arreglando su granero que se había quedado sin techo en la última tormenta y otro se acercó y le dijo: “¿No quiere que le dé una mano?, entre dos es más fácil”. Después se arrimó otro: “Entre tres es todavía más fácil”. Ahí fue cuando todos miraron el puente sobre el arroyoque la correntada había hecho de goma hacía como un año y marcharon a reconstruirlo. Mientras trabajaban se pusieron a considerar las calamidades que habían estado sufriendo y tuvieron una idea todos juntos: “¿Por qué no nos ponemos a trabajar para prevenir las épocas de malaria?”. Y bueno, una cosa trajo la otra; cavaron canales para traer agua, levantaron defensas contra las inundaciones, construyeron un depósito colectivo para almacenar los cereales. ¿Se acuerdan de la señora de la taza de harina? También ella tuvo otro pensamiento nuevo, ya a esta altura le venían solos los pensamientos, y le dijo a la vecina: “¿Y si en vez de hacer pan cada una por su cuenta nos juntamos y hacemos pan para todos?”. Ya les dije que tardaban, pero cuando tenían una idea bien agarrada no se la volteaban ni cincuenta cañonazos. Como se podrán imaginar, a partir de ese momento la vida en el pueblo cambió totalmente. Mis ancestros instauraron el Día del Caído en el Pozo, festividad que todavía se celebra con gran pompa y que es una ceremonia lindísima: delante de una estatua que está en la plaza y representa al caminante que les trajo aquella idea, se hace un pozo bien profundo, uno de los vecinos se tira adentro de cabeza y después entre todos lo ayudan a salir del agujero.

 

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