Por
Pablo Plotkin
¿Cuál
es el talento de Norman Cook, sonriente borrachín que ocupa las
cabinas más reputadas del mundo a cambio de un par de decenas de
miles de dólares? Oponiéndose a lo que muchos de sus colegas
mejor pagos suponen ser el mejor disc jockey implica pasar los discos
más raros, Fatboy Slim se contenta con ser el descarado animador
de festicholas regadas de gaseosas energizantes y música bailable
voluptuosa. Nada de gestos snobs ni guiños velados para los expertos
de la música electrónica, esos que enarcan las cejas cada
vez que suena el tema de la temporada. Cook, el inglés que se convirtió
en estrella global gracias a la astucia con que manipula su inconmensurable
colección de vinilos, demostró en su debut porteño,
tocando en la disco Pacha, que sus berretines artísticos los reserva
para el desarrollo de su carrera solista: tres discos firmados, montones
de cheques, y algunas pruebas de que su valor creativo excede la mera
intuición de poner la canción correcta en el momento oportuno.
Pero a eso se dedicó Fatboy en la madrugada del sábado,
a complacer a los más de 2 mil jóvenes que abarrotaron la
disco de Costanera Norte en una noche espantosa de un fin de semana aún
más espantoso. Una capacidad de conexión con el gusto popular
que incluso lo lleva a manejarse con cierta demagogia, como ponerse la
camiseta de la Selección Argentina con un 1 en la espalda y su
nombre estampado a la altura de los omóplatos. Pero Norman hizo
su trabajo, y lo hizo muy bien. Provisto de cigarrillos y destornilladores
(su combustible laboral), con una sonrisa permanentemente alojada en sus
facciones británicas, el DJ apeló a álbumes de funk
y soul remezclados al galope de furibundas bases de máquina. A
más de veinte años de su aparición, la música
disco parece encontrar su nueva y demoledora forma en cada uno de los
sets de este ciudadano de Brighton, ex bajista de los Housemartins, marido
de una conductora estrella de la BBC y productor del próximo disco
de Blur. De aquello que alguna vez fue bautizado big beat (subgénero
adrenalínico de la electrónica de los noventa, tildado de
grasa por buena parte de la intelligentzia dance) quedó
la desfachatez rítmica, pero las pasadas de Slim son mucho más
que un subgénero.
La síntesis más elocuente de esa desvergonzada amplitud
ocurre hacia el final, cuando Norman Cook descarga una metralla de hits
sobre una multitud de bailarines orgásmicos, que a esa altura de
la madrugada lucen el punto de adobe exacto para hincarles el diente.
Norman no lo desaprovecha. En versiones fragmentadas, intercaladas, apenas
insinuadas en algunos casos, se suceden Music, de Madonna,
Billy Jean, de Michael Jackson, Da Funk, de Daft
Punk, Super Styling, de Groove Armada, su propio Right
Here, Right Now... Mientras el triunfal Fatboy, los brazos en alto
y el gesto trastrocado por el vodka, recibe el calor de un público
habituado a la visita de pinchadiscos célebres, aunque todavía
impregnado de los códigos del rock a la hora de interactuar con
el artista: casi todos miran hacia las bandejas, responden a los mohínes
del musicalizador, aplauden e incluso algunos se abren paso hasta el límite
de la pista sólo para darse el gusto de chocarle la mano.
Con los patios externos casi desiertos y el Río de la Plata embravecido
por la tormenta, Norman abandonó su puesto pasadas las seis y media
de la mañana. Ya había amanecido y el argentino Javier Zucker
atacó con Highway to Hell, de AC/DC. La fiesta se prolongaba
y la irrupción de un rock and roll tan crudo y principista como
el de los australianos reforzaba el todo vale que había propiciado
el set de Fatboy Slim. Una noche de baile masivo, catártico, en
medio de un país quebrado. Sólo eso. Nada menos.
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