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La 100.3
Por Roberto Cossa

Entre mis hábitos cotidianos tengo el de escuchar música de la llamada clásica. Admito que no es una costumbre muy extendida, pero tampoco es una extravagancia.
En mi caso personal la música es una compañía, un bálsamo que me produce calma y placer. No soy un experto ni mucho menos. Apenas un gustador de sonidos que incorporé en mi infancia, desde el día que mi tío Arturo vino a vivir a mi casa paterna, allá en el barrio de Villa del Parque y trajo consigo un armatoste de madera y una buena cantidad de discos de pasta. Mi tío Arturo solía llegar del trabajo y pasar discos y así los atardeceres en mi casa paterna se cargaban de melodías que poco a poco me fueron reconocibles.
Con los años conservé el placer por esa música que suelo escuchar, sea a la hora de leer el diario o un libro, sea a la hora de escribir.
Durante muchos años tuve como aliadas a Radio Nacional y a Radio Municipal. Mi colección de discos (ahora de compactos) fue siempre exigua, de manera que las discotecas de aquellas emisoras me permitían acceder a un repertorio más amplio. Cumplían, además, con el objetivo para las que habían sido creadas: pasar música. A veces dedicaban algunos minutos a propalar servicios o informaciones que el funcionario de turno consideraba necesarias, pero la voz de los locutores ocupaba poco espacio.
Pero llegó el tiempo del menemshopping y las dos emisoras prácticamente desaparecieron. Radio Nacional derivó la música a una FM que confinó a los arrabales del dial. Radio Municipal fue regalada al peor postor.
En la banda de las FM aparecieron dos emisoras, Radio Clásica y Radio Cultura, pero perdieron rápidamente su identidad. El repertorio musical fue gradualmente fracturado por programas paraculturales anodinos, por espacios otorgados a señoras que lo que más les gusta en la vida es hablar o directamente por magazines de propaganda encubierta. Y lo que es peor, las copó la publicidad desembozada.
Durante mucho tiempo me quedé sin una emisora que satisficiera mis necesidades de oyente, con la añoranza de aquellas radios propiedad del Estado y preguntándome cómo era posible que en una ciudad como Buenos Aires, la París de América latina, la tan orgullosa de su nivel cultural, no hubiera una emisora dedicada exclusivamente a emitir música clásica.
Hasta que a comienzos de agosto de este año tuve noticias de la existencia de Cultura Musical, una emisora ubicada en el 100.3 del dial. Fue una bendición. Finalmente contaba yo con la radio que cubría mis necesidades: una programación absolutamente musical, de música clásica, apenas interrumpida por breves separadores dedicados a recibir mensajes de los oyentes o algunos servicios solidarios. Más la excelencia de un locutor con una voz y un estilo que parecen un instrumento más y cuya tarea se limita a aportar los dos únicos datos necesarios, título de la obra y nombre de los intérpretes.
Debo admitir que durante muchos días me mantuve expectante, con el temor de que el encanto se rompiera, que la 100.3 corriera la misma suerte que sus antecesoras. Me enojé el día que un oyente pidió que la radio incorporara los datos del tiempo. Pensé que podía ser el principio de la decadencia. Me dije: primero será la temperatura, después el estado del tránsito y algún día se dedicarán a pasar recetas de cocina. Y de ahí a la aparición de los laboratorios Bagó hay sólo un paso. No. La 100.3 debía conservarse como estaba. La habíamos esperado mucho tiempo.
Hasta que llegó el martes 11 de setiembre. Ese día comencé la jornada de una manera rutinaria. A las siete de la mañana encendí la 100.3, leí el diario hasta las nueve y luego me puse a trabajar en la computadora. Hasta que a las 12.30 sonó el timbre de casa, abrí la puerta y me encontré con mi amiga Mónica que me miraba con ojos de espanto.
–¿Te enteraste de lo que está pasando?
Me arrojé sobre el televisor y durante horas quedé atrapado por las imágenes reiteradas del infierno. Los días subsiguientes fueron de zapping constantes entre la CNN, los canales locales y las radios de AM. Hasta que poco a poco retomé mis hábitos. Volví a la 100.3 pero desde entonces con un oído puesto en los noticieros. Soy periodista de alma y por lo tanto no sólo tengo la necesidad de estar informado, sino que debo enterarme de los hechos cuanto antes. En definitiva, el 11 de setiembre yo me había pasado dos horas y media ensimismado con la música clásica mientras el mundo entero veía cómo estallaban las Torres Gemelas.
Esta circunstancia me lleva a pedir a los directivos de la 100.3 que estén atentos para el caso de que un hecho como éste se repita. ¿Qué debieron hacer el 11 de setiembre a las 10 de la mañana? A mi juicio, esperar que se generara una pausa en la obra que estaban transmitiendo (obviamente no recuerdo de cuál se trataba, pero hagamos de cuenta de que era la emblemática Novena de Beethoven); esperar, digo, la finalización del movimiento, detener la música y que un locutor informara sin dramatizar:
–Interrumpimos la transmisión para informarles que están bombardeando Nueva York. Seguimos escuchando la Novena Sinfonía de Beethoven.
Y así cada oyente hubiera podido elegir. Algunos nos hubiéramos precipitado sobre el televisor. Otros se dirían “y a mí qué” mientras recuperaban el encanto de una obra inmortal.

 

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