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Humorismo y terror
Por José Pablo Feinmann

Somos grandes ya para andar teorizando sobre la naturaleza de los chistes, más aún si la sombra de Freud asoma por detrás con ese empeño por remitir todo a las geografías enigmáticas del inconsciente. Tiene sus motivos y son todos fascinantes, salvo cuando exagera, situación que el maestro vienés se encargó de señalar al decir eso que dijo del cigarro o de la pipa: que a veces eran solamente eso y nada más que eso, un cigarro o una pipa. Sucede que si Borges dijo que la metafísica es parte de la literatura fantástica, nos atreveremos a decir aquí que el psicoanálisis -al remitirlo todo a esa zona recóndita, oculta, misteriosa, que se filtra por todas partes, que nos posee, que nos envía sueños inquietantes, indeseables, que nos divide como Hyde dividía a Jeckyll, que nos somete, que nos habla porque habla por nosotros un lenguaje que nos es ajeno, que es el discurso del Otro, que es nuestro ser oscuro, negado, protegido por tinieblas perpetuas que se resisten a la humillada razón, que es, en suma y para decirlo de buena vez, el inconsciente que habita en nosotros siendo todo eso que acabamos de decir que es–, el psicoanálisis, entonces, al remitirlo todo a ese escenario tenebroso, es parte de la literatura de terror, tal como el Drácula de Stoker o Carmilla de Sheridan Le Fanu o El color que cayó del cielo de Lovecraft o cualquiera de las vertiginosas narraciones prefreudianas de Edgar Poe, quien, sin más, inventó el psicoanálisis porque inventó la novela policial, donde, según todos saben, el asesino es siempre el inconsciente disfrazado de mayordomo o asesino serial, lo mismo da. No es casual que Slavoj Zizek se haya hecho célebre traduciendo a Lacan por medio de la cultura popular, centrada en Stephen King o en Hitchcock. Si lo hizo (si pudo hacerlo), es porque algo o mucho tienen que ver. Y tienen que ver por lo que acabo de decir: si la metafísica es una rama de la literatura fantástica, el psicoanálisis es una rama de la literatura de terror. Así, nuestra lectura de los chistes post Torres Gemelas no consistirá en remitirlos al inconsciente sino a la filosofía política, ya que nadie duda que son, en su esencia, parte de la literatura de terror, de ese insuperable terror que es la historia humana.
Primer chiste: Un niño y su padre, en el año 2031, pasean por Manhattan. El padre le dice: “Aquí estaban las Torres Gemelas”. El niño pregunta: “¿Qué son las Torres Gemelas?”. El padre dice: “Unos rascacielos que destruyeron los árabes”. El niño pregunta: “¿Qué son los árabes?”. Es el chiste del genocidio árabe. Dos torres por una entera civilización. El chiste adelanta la “venganza infinita” (éste debió haber sido el nombre de la campaña guerrera de Bush) que llevará adelante la CIA en Oriente. Que el niño haya olvidado qué eran unos rascacielos es grave, sobre todo porque en ellos había mucha gente que murió por las bombas del terrorismo. Que el niño no sepa qué era una civilización milenaria es mucho más grave, ya que implica la efectividad arrasadora de una venganza que la humanidad no logró impedir.
Algo más: el chiste revela y denuncia el tipo de campaña que Bush necesariamente deberá llevar a cabo en Afganistán. Los talibanes son inasibles. En una formidable película de John Milius (que espero analizar en una próxima nota para Radar que llevará por título “Hollywood y el Lejano Oriente”) se enfrentan dos titanes: el sheik Mulay el Raisuli y el presidente Theodore Roosevelt. Los avatares son infinitos y las interpretaciones de Sean Connery y Brian Keith, inolvidables. Pero hay algo definitivo. Se lo dice Mulay el Raisuli a Roosevelt y es también el título de esta película de 1975: “El viento y el león”. Raisuli le escribe una carta al hosco, duro presidente de la política del garrote y le dice que jamás podrá derrotarlo, detenerlo, “porque aunque usted es el león, yo soy el viento”. ¿Qué otra sino la del viento es la estrategia del inhallable Osama? De este modo, el “león” Bush, buscando matar al viento,se verá condenado a arrasar con una entera civilización. Y el niño, en 2031, en Manhattan, hará su pregunta porque, antes, millones de árabes fueron aniquilados por un león que buscaba lo imposible: atrapar el viento. Del genocidio sólo un árabe saldrá vivo: Osama bin Laden. Para empezar otra vez.
Segundo chiste: un comercial de American Airlanes. Dice: “American Airlanes, la única empresa de aviación que lo lleva directamente a su oficina”. El chiste juega con dos elementos: 1) La efectividad del tecnocapitalismo. La competencia de mercado exige ofrecer cada vez más al cliente. Eso es, precisamente, competir. Así, American Airlanes habría superado a todas sus competidoras, ya que realiza la idea total del confort y la efectividad: deja al financista, al hombre de Wall Strett, en su misma oficina. 2) La “efectividad” de American se ve deteriorada en un punto: lo deja en su oficina, pero muerto, ya que el avión embiste la oficina del Wall Strett man. O sea, en manos de los terroristas, la efectividad del tecnocapitalismo llega a un punto exquisito de precisión (“lo dejamos en su misma oficina”), pero al costo de una destrucción doble: la de la oficina y la del ejecutivo. “Lo dejamos en su misma oficina, pero muerto”.
Tercer chiste: es el de los superhéroes. Juega con el más genuino de los objetos de la cultura pop norteamericana: el comic. El género que alimentó nuestra infancia, el género que deslumbró a Roy Lichtenstein, a Andy Warhol, a Oscar Masotta y los ditellianos de los sesenta. “Superman se arroja volando desde los edificios”. Claro que sí: desde Steve Reeves (que se suicidó porque lo condenaron sólo a hacer de Superman) hasta Christopher Reeve (que vive paralizado en una silla de ruedas, curioso y trágico destino el de los Superman de la pantalla), todos hemos visto al “hombre de acero” volar desde las más altas cumbres de la ciudad de Metrópolis en busca de sus archivillanos, Lex Luthor sobre todo. Sigue el chiste: “Spiderman trepa por los edificios”. Claro que sí: ese hombre que despliega sus telas adherentes vive en busca de las alturas con la pasión de la justicia, ya que el mundo, muy sencillamente, se divide entre buenos y malos y él está de parte de los buenos. Y el chiste encuentra su remate: “Musulman los atraviesa”. O más exactamente (ya que los aviones no atravesaron las Torres): “Musulman los destruye”. O más popularmente (ya que también se cuenta así): “Musulman los hace mierda”.
La eficacia del chiste es demoledora. No sólo los norteamericanos tienen ahora superhéroes. Hubo un superhéroe que pudo más que los suyos, de aquí la tragedia de las Torres. Muchos, al ver la espectacularidad hollywoodense de los derrumbes, se preguntaron por qué no trabajó Bruce Willis en esa película de la CNN. Muy simple: el héroe de esa película de fabuloso rating no era Bruce, sino un nuevo superhéroe, Musulman, que hacía su estruendosa aparición en el mundo del comic universal. Así las cosas, los norteamericanos eran derrotados en su propio terreno, por su propia estética, por un nuevo héroe surgido de su más genuino arte pop, el comic, pero que ahora se rebelaba y luchaba para el enemigo. Una situación nueva, sorprendente, absolutamente inesperada. “¿Cómo?”, se preguntan absortos en el Departamento de Estado, en la CIA, en la Casa Blanca, “¿no era que los superhéroes son todos nuestros?”. Ya no. Musulman (que aprendió a volar no de Superman sino de Mulay el Raisuli, que era el viento) es de otros. Acaso radique aquí esa insólita imagen de fragilidad que por primera vez EE.UU. exhibe al mundo. Un imperio que no tiene a todos los superhéroes de su lado, peligra.

 

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