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Pasen y vean la fábrica de armas más rara del mundo

En Pakistán, unos 300 talleres conforman una red que replica armas de cualquier tipo y que escupe 1000 �Kalashnikov� por día. El bazar de Darra los ofrece por apenas 300 dólares.

Un niño paquistaní levanta
un arma de juguete en una manifestación protalibana
en Quetta.

Por Eduardo Febbro
Desde Darra

El azar quiso que la cita fuera dada en la puerta de la oficina del Jihad. Una decena de personas esperaba en la vereda para aportar su contribución a la guerra santa contra Estados Unidos. Ahmid vino a la hora indicada. Como dicen los islamistas, si para un “cristiano infiel” llegar y penetrar en Darra es casi imposible, permanecer demasiado tiempo en la calle es un suicidio. Argentino, francés, italiano, español o checo, da lo mismo. Son todos enemigos del Islam. En esta zona tribal situada a 45 kilómetros de Peshawar, la población de la etnia pashtún no quiere saber nada con “los infieles”. “Es curioso –dijo Ahmid–: mientras todo el mundo habla de guerra, acá la gente trae plata, cabras, joyas o gallinas. Armas no.” A nadie se le ocurriría venir a los locales de los partidos islamistas que recolectan fondos para los talibanes con una Kalashnikov o una 9 milímetros. Darra es a las armas lo que la manzana fue para Adán y Eva. El bazar de Zarghun Khel, conocido como Darra Bazaar, es la fábrica de armas más grande del mundo. En Darra Bazaar se encuentra de todo porque todas las armas de mundo se producen en las centenas de talleres instalados en las incontables callejuelas y los patios internos. Darra es el reino de la copia. “En estas zonas, la gente es tan evolucionada técnicamente que hasta se podrían fabricar piezas de aviones de combate”, dice Iqbal, el dueño de uno de los talleres.
Darra Bazaar no es un mercado sino un sistema de producción artesanal único en la historia. No existe pieza ni arma que no pueda ser reproducida en uno de los 300 talleres que fabrican entre 600 y mil Kalashnikov por día. “Acá usted puede encontrar el modelo que se le antoje, cualquiera sea el lugar del mundo de donde provenga. Nosotros recuperamos el diseño y después lo reproducimos pieza por pieza”, dice Ahmid levantando en el aire una Kalashnikov calcada de un original chino. El taller de Ahmid es como una gruta: oscuro, de no más de una habitación abarrotada de piezas, tornos y limas. Cuatro empleados van y vienen llevando de un lado a otro las piezas de las armas mientras otros tres, sentados en el piso de tierra, lijan los cañones como si fueran diamantes. En Darra todo se forja a mano y en el piso. Sin la más mínima protección, los empleados derriten el acero y lo vierten en el crisol que contiene la matriz. “Hacen falta unas 1500 operaciones para producir una ametralladora. Como puede ver, no hay ni una sola que no pase por la mano de un hombre”, explica Iqbal. Los fabricantes de Darra tienen el orgullo de la tradición pegado a los labios. Saben que sus armas son inimitables, que, de generación en generación, su cultura les ha transmitido el secreto de la copia perfecta. Son capaces de reproducir artesanalmente hasta el más ínfimo resorte, e incluso fabricar “a pedido un fusil especial para que usted lo esconda en el motor de su auto”. Los expertos más finos no llegan a detectar la copia y sólo las constantes faltas de ortografía en los grabados de la marca “denuncian” el carácter “manual” de la fabricación.
El sueño de los talleres de Darra sería poder vender armas a otros Estados del mundo pero Pakistán lo prohíbe porque para sacar las armas hay que atravesar el territorio paquistaní. La fama de Darra Bazaar se remonta a finales del siglo XIX, cuando se abrió el primer taller que produjo la copia del fusil británico Lee Enfield, que aún se sigue fabricando. Desde entonces, la zona vive de la fabricación de armas. “Es una suerte de supermercado donde todo el mundo viene a abastecerse”, señala un periodista local. Ahmid dice: “Cuando hay crisis como las de Kashmir y Afganistán, más aumentan los precios”. Sin embargo, la guerra en Afganistán no propulsó el mercado en la medida que se esperaba. “El mercado no es floreciente. Los talibanes heredaron las armas compradas por Estados Unidos para luchar contra la invasión del Ejército Rojo y hoy parece que no necesitan cantidades astronómicas, el menos por el momento.”
Al principio, el principal negocio de Darra Bazaar no fue la guerra sino la tradición. Las tribus pashtunes tienen un marcado gusto por las armas. En las zonas tribales de Pakistán, que escapan totalmente al control del Estado, no existe la vida sin un fusil. “Acá no hay problemas de poder porque cada persona tiene un fusil. Las armas son el equilibrio del poder. Cada habitante de la tribu posee una Kalashnikov, incluidas las mujeres. Es nuestra cultura. Un hombre que no tiene armas no es un hombre”, dice Ahmid. La Guerra Fría, las guerrillas y los sucesivos conflictos regionales hicieron florecer el mercado. Según explicó Iqbal a Página/12, “durante el conflicto de 1979 contra los soviéticos, todas las armas venían de las zonas tribales. Trabajábamos sin descanso para suministrar Kalashnikovs a la Alianza del Norte y al Frente Nacional de Liberación de Afganistán. Pero claro, cuando Pakistán y los países árabes empezaron a entregar armas y municiones a la oposición afgana, el negocio bajó bastante. Después vinieron los norteamericanos y las cosas cambiaron todavía más. Pero no podemos quejarnos”. Ahmid sonríe y agrega: “Ahora el problema lo tienen los norteamericanos. Los talibanes les hacen la guerra con las mismas armas que ellos les suministraron”. Darra tiene sus secretos bien guardados. Muchas de las armas, los aviones y los helicópteros que los soviéticos dejaron cuando se retiraron de Afganistán siguen funcionando “porque los artesanos de los talleres las dotaron de una nueva vida. Hay helicópteros que, más de 20 años después y a pesar de las guerras, siguen funcionando como nuevos”, explica un periodista local.
La nueva dimensión del conflicto afgano y la situación en Kashmir repercutieron en el mercado artesanal de las armas más de lo que los artesanos están dispuestos a reconocer. Las decenas de miles de voluntarios pashtunes que parten a hacer la Guerra Santa en Afganistán se abastecieron en Darra. Iqbal asegura que “a los talibanes no les hace falta venir a comprar armas en persona. Son sus agentes los que tratan con nosotros, es decir, los partidos religiosos de Pakistán las compran en nombre de ellos”. El precio de las armas es casi similar al de otros bazares como el de Karkhano, donde se venden armas y opio. “Por estos días, una Kalashnikov sale costando un poco menos de 300 dólares. También hay pistolas que cuestan entre 15 y 50 dólares”.
Los empleados de los talleres aseguran que por estos días “se trabaja con orgullo”. En las zonas tribales pashtunes, el 99 por ciento de la población apoya al régimen talibán. “Los talibanes son pashtunes. Nuestros códigos comunes no son una cuestión de geopolítica sino de sangre y de valores ancestrales. Si me apuran, hasta estoy dispuesto a bajar el precio para que los talibanes se defiendan de las bombas del infiel Bush”, afirma Iqbal con su hijo de cinco años en los brazos. El niño conoce de armas “más que un soldado norteamericano”. A los tres años y medio empezó a separar tornillos y arandelas y hoy “ya sabe distinguir una buena parte de las piezas de una Kalashnikov”. Todo es cuestión de familia. En Darra, el que no pertenece a la familia no pasa la frontera así nomás. Para ingresar en el reino de la copia hay que ser pashtún, amar las armas y estar dispuesto a jugarse la vida para lavar una afrenta. En Darra Bazaar, por poco menos de 50 dólares el honor puede quedar a salvo.

 

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