Por Hilda Cabrera
El soporte de esta historia
es un momento de trance en la vida de un hombre y una mujer, representados
por un cafishio y su pupila. Harta de tanta paliza y sometimiento, Juana
enrolla su bagayito de ropa dispuesta a abandonar la pieza que comparte
con su hombre. En esas pocas cosas esconde el retrato del pebete, como
le llama al hijo que tuvo con ese Garabito vago y ladrón que se
anima a dejar. El pebete vivió poco, tres años, pero ella
lo recuerda precozmente habilidoso para algunas artes. Se emociona memorando
cómo imitaba al padre, robando monedas y dándole al escabio,
igual que ese fioca orgulloso de tener una mujer a expensas de la cual
vivir.
Sobre una situación captada a la manera de un entremés orillero
por su autor, el rosarino José González Castillo, el director
Miguel Guerberof amplía en esta puesta el imaginario del espectador
sobre un mismo conflicto dramático. Lo desarrolla en primera instancia
en forma asainetada, retratando con natural comicidad el impulso rebelde
de Juana, movida por el deseo de una vida mejor. Atento a la circularidad
de la historia que se cuenta, el director se atreve a más y conjuga
dos nuevos estadios. En los tres, oficia de atadura el recuerdo de aquel
hijo tan tempranamente muerto, escrachado en ese retrato que ni la madre
ni el padre están dispuestos a ceder. El pibe le pertenecía,
hasta por esos síntomas genéticos que lo habilitaban para
el hurto y el escabio.
Es así que en este montaje, a aquella primera forma asainetada,
cómica y enfática, le siguen otras construcciones, algo
grotescas y melodramáticas. Se hace consciente tal vez la soledad
abismal que recorta, sin posibilidad de unión, a las figuras de
uno y otro. Los personajes pierden palabras: el texto adquiere un ritmo
menos florido, más seco y fragmentado. Se percibe que detrás
de estos personajes hay individuos a punto de estallar. En esos reiterados
acercamientos al conflicto, Guerberof instala además el paso del
tiempo, tanto en la manera de expresar el texto como en la actitud corporal
de los protagonistas.
La queja de la mujer se ha quebrado, pero queda en el recuerdo como un
resto de penuria de aquella vida pobre y sainetera enlazada a elementos
tangueros. Tampoco podía ser de otra forma, tratándose de
un trabajo de González Castillo, quien además de autor de
unas 80 obras, guionista de cine y periodista (cronista del diario La
República de Rosario, donde conoció a su admirado Florencio
Sánchez), fue un destacado letrista de tango, creador entre otros
temas de Sobre el pucho, Silbando, Griseta
y Organito de la tarde, algunos con música de su hijo
Cátulo.
El retrato..., fechada en 1908, recoge un lenguaje popular, mezcla de
rural y urbano, aún no influido por el inmigratorio, como sucede
en obras posteriores y en su poesía tanguera. Ese criollismo respecto
del lenguaje está presente en la relación de Garabito y
Juana, que es la del cafishio criollo y su compañera, no insertos
en la prostitución organizada. De ahí también la
fuerte interdependencia entre ambos personajes. El retrato del pibe (o
su recuerdo) funciona como nexo emotivo e instrumento de supervivencia
económica. La circularidad está a la vista, y Guerberof
la utiliza a pleno, junto a los excelentes María Ibarreta y Horacio
Acosta. El retrato... es una de las primeras piezas de Castillo y una
de las más celebradas de la etapa anterior a la emigración
a Chile en 1910, donde llegó perseguido por sus ideas libertarias.
Regresó al año siguiente, cuando estrenó en Buenos
Aires La serenata, dedicándose luego a la actividad gremial. A
partir de entonces estrenó, entre otras piezas, sus celebradas
Los invertidos (1914), Acquaforte (1917), Los dientes del perro (1918)
y El pobre hombre (1920), desempeñándose como director de
la Universidad Popular de Boedo, y creando, en 1932, el Teatro de Arte
Independiente.
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