Por Luciano Monteagudo
Hace 26 años, en la
madrugada del 1º al 2 de noviembre de 1975, en la playa de Ostia,
en las afueras de Roma, el poeta y cineasta Pier Paolo Pasolini caía
asesinado por el adolescente Giuseppe Pino Pelosi. Pelosi
fue el brazo que mató a Pasolini escribió entonces
su amigo Alberto Moravia, pero los mandatarios del crimen son una
legión y, en la práctica, la sociedad italiana entera.
Pocos días antes, Pasolini había concluido Saló o
los 120 días de Sodoma, un film que parecía llevar en sí
el peso de esa muerte violenta y que se convertiría en la creación
más controvertida de toda su obra, lo que no es decir poco para
un autor que desde cualquier campo poesía, cine, ensayo
siempre puso al mundo en cuestión. De una circulación siempre
muy restringida, acosada siempre por el fantasma de la censura, Saló
nunca tuvo estreno comercial en la Argentina, por lo cual la exhibición
esta noche, a las 0.20 por la señal de cable Europa, Europa*
debe ser saludada como un auténtico acontecimiento.
Es difícil ver hoy Saló un film pensado para ser irrecuperable
por el público sin ponerlo en el contexto de su tiempo y
en el de la obra toda de Pasolini. Su admiración por el principal
teórico marxista italiano, Antonio Gramsci, a quien le dedicó
uno de sus poemas más famosos, Las cenizas de Gramsci
...Me acerco a tu tumba / tu espíritu aún vive
/ aquí entre los libres..., había llevado a
Pasolini a creer en un principio en la posibilidad de realizar un arte
nacional-popular, al que poco a poco fue considerando una ilusión.
Los espectadores de cine ya no eran ese proletariado idealizado sino la
odiada burguesía, a la que Pasolini no consideraba una clase social
sino una enfermedad. Por lo tanto, su cine y ahí
está la hermética El chiquero (1969) para probarlo
se vuelve cada vez más intransigente, más difícil
de ser consumido como producto industrial.
Una nueva ilusión, sin embargo, lo mueve a concebir la llamada
Trilogía de la vida, integrada por los films El Decamerón,
Los cuentos de Canterbury y Las mil y una noches (1971-1974), una declaración
de amor a la vida y una exaltación del sexo como último
refugio de un pasado incontaminado, como emblema de la corporalidad popular.
Las películas son un éxito pero, según su director,
por motivos equivocados. Pasolini siente que ha caído en su propia
trampa, que lo que imaginó como un acto de liberación ha
sido utilizado como un mecanismo de embrutecimiento, de explotación
comercial. Descubre que la libertad sexual no ha sido deseada ni
conquistada desde abajo sino que ha sido más bien concedida desde
arriba, a través de una falsa concesión del poder consumista.
Su reacción será brutal: enfurecido, Pasolini realiza Saló
o los 120 días de Sodoma, inspirado en el Marqués de Sade,
que no es otra cosa que su abjuración de la Trilogía
de la vida. Esta vez, como nunca, su película resulta imposible
de asimilar por el mercado de consumo. Y no es difícil advertir
el porqué. Saló es una suerte de desesperado grito moral,
una imprecación feroz, que se propone llegar al límite de
lo decible y lo mostrable, en una operación que se equipara a la
de Sade, en tanto viene a subvertir la relación del lector-espectador
con la obra. La transposición que hace Pasolini del texto de Sade
(escrito hacia 1785) no es menos polémica. Esas 120 jornadas de
claustrofóbica lujuria transcurren ahora en la llamada República
de Saló, un enclave fascista erigido al norte de Italia, que entre
septiembre de 1943 y enero de 1944 fue el refugio de Benito Mussolini.
Hasta allí llega un numeroso grupo de prisioneros del ejército
nazi, chicas y muchachos muy jóvenes, que son sometidos a las más
abyectas vejaciones por el poder de turno, que es el poder de siempre,
representado por cuatro grandes señores: un duque, un banquero,
un juez y un monseñor. Sade ha sido el gran poeta de la anarquía
del poder. En el poder en cualquier poder, legislativo o ejecutivo
hay algo de inhumano, explicaba Pasolini durante el rodaje de Saló.
De hecho, en su código y en su praxis no se hace otra cosa
que sancionar y volver actualizable la violencia más primordial
y ciega de los fuertes contra los débiles, es decir, digámoslo
de nuevo, de los explotadores contra los explotados. La anarquía
de los explotados es desesperada, idílica, eternamente irrealizada.
Mientras que la anarquía del poder se concreta con la máxima
facilidad en artículos jurídicos y en la praxis. Los poderosos
de Sade no hacen otra cosa que escribir reglamentos y aplicarlos.
A partir de esta línea de pensamiento, el film de Pasolini que
a su modo prefigura el funcionamiento de los centros clandestinos de detención
durante la última dictadura militar argentina opera por acumulación,
siguiendo paso a paso los distintos círculos denigratorios
y de exterminio que atraviesan sus víctimas: el de las Pasiones,
el de la Mierda y el de la Sangre. Lo perturbador de Saló es la
manera en que el film registra este infierno. Es imposible identificarse
con los personajes y, al mismo tiempo, es imposible también permanecer
indiferente, porque el espectador se encuentra comprometido por la potencia
revulsiva de las imágenes. Hay una cierta objetividad de la cámara,
una cierta indiferencia, una austeridad de la forma que, combinada con
el horror que presenta, hacen imposible operar una distancia.
Para la misma época en que filma Saló, Pasolini publica
en el periódico Corriere della Sera una serie de artículos
que luego serán reconocidos como proféticos: allí
denuncia el estado de corrupción que predomina en la dirigencia
política italiana y que estallaría recién dos décadas
después, con los operativos Mani Pulite. Se los debería
juzgar penalmente escribe por indignidad, desprecio de los
ciudadanos, robo de la propiedad pública, fraude, connivencia con
la mafia, traición, por la pasmosa situación de hospitales
e instituciones públicas... Pocos días después,
Pasolini era asesinado, por Pino Pelosi, o por una sociedad que según
él estaba dispuesta a jugar el juego de la masacre: Ganar,
poseer, destruir.
* Repite el lunes 12 a la 1.50 y el lunes 26 a la 1.54.
|