Por Daniel Goldman*.
La lucha contra
los prejuicios
Cuando una figura pública utiliza el término judío
como insulto, es obvio que el resto de la sociedad debe repudiar
sus palabras. Y evidentemente ha habido muestras de ello en diversos
sectores. Pero sin duda alguna no alcanza con las evidencias. Independientemente
del repudio formal debería haber algo más profundo.
Parte de la tarea inherente a los organismos de derechos humanos
radica en la lucha contra los prejuicios. Sin embargo ¿no
será que también existe un solapado antisemitismo
en algunos militantes, personas de honrada conciencia que lamentablemente
a veces se expresan en actitudes y palabras con determinados preconceptos
y que surgen como parte raigal de una cultura argentina discriminatoria?
Soy militante en el movimiento de derechos humanos, y nunca dejaré
de activar a pesar de haber sido testigo y hasta confidente de actos
prejuiciosos que algunos casos rozaban con la violencia. Como anécdota,
siempre recuerdo que un alto dirigente de uno de los organismos
(de quien me reservo su nombre hasta la eternidad) me ofreció
comprar un autoplan. ¿Y por qué a mí?,
pregunté. Porque ustedes tienen plata y la picardía
de saber que cuando el otro está apretado, pueden comprar
una ganga, me respondió con un tono cómplice,
como creyendo que conocía el secreto de los Sabios
del Sion. Esta anécdota es una de las tantas que he
escuchado en mi andar. Pero por supuesto que hubo más graves,
como por ejemplo el de los familiares de desaparecidos a quienes
en ciertos círculos no se los acompañaba en sus demandas
porque eran judíos. O el tema de Israel (que necesariamente
es motivo de discusión) y que siempre ocupó un lugar
hiperdesproporcionado en algunos debates. Hace un par de años
atrás llegué a escuchar si no era que Israel
había infligido torturas a terroristas palestinos como venganza
a lo que les había ocurrido en Auschwitz y Birkenau.
Por eso creo que el tema no es simplemente Hebe Bonafini. Lo mismo
acontece en voz baja y hasta en un lenguaje secreto en partidos
democráticos y populares, en gobiernos y municipios, en templos,
sindicatos y universidades. Porque en definitiva ¿qué
es lo que hace que en muchas mesas de usuales familias argentinas,
a la hora del almuerzo y después de dos bombas, todavía
sigan utilizando judío como insulto?
Sin disquisiciones teológicas y sin pretender hacer de esto
un ensayo, creo que valdría la pena recordar que en la civilización
occidental si hubiera una graduación del sufrimiento al
decir de Leopold Sunz el judío tendría uno de
los lugares destacados sobre el resto de los pueblos. Yo mismo soy
hijo de sobrevivientes de la Shoá, palabra que no tiene traducción
a ninguna lengua porque el nivel de eliminación sistemática
y metodológica resulta incomparable con nada de lo que se
haya visto en la historia humana. Y mi familia (abuelos, tíos,
primos) fue eliminada sencillamente por ser y no por
pensar de un modo diferente. Simplemente el prejuicio
conduce a desterrar el ser que va mucho más allá
del hacer. Y a pesar de esto, mis padres, con toda esa
carga de dolor, me educaron a que jamás debería sentir
alegría con la muerte de un alemán, porque no puede
darme placer ver la muerte absolutamente de nadie, y porque eventualmente
si el alemán fuese un nazi (hay que discriminar entre alemanes
y nazis, solía decir mi padre) merece juicio previo, y la
justicia, como producto de un juicio, debe ser un valor y no un
acto de gozo. Aprendimos de nuestras fuentes que donde hay lágrimas
el judío debe estar presente. Y sobrevivimos porque amamos
la vida y escuchamos la denuncia de los profetas por encima de las
voces de los dirigentes.
Por lo tanto en este país en el que ha corrido tanta sangre,
y cuyas heridas llevarán todavía mucho tiempo hasta
cicatrizar, deberíamos ayudarnos a superar los pensamientos
perniciosos, que van más allá de las expresiones de
Hebe Bonafini y que son producto de la licencia cultural en la que
nos hemos educado y que se encuentran desparramados en muchos núcleos
de nuestra sociedad.
* Rabino. Comunidad Bet-El.
|
Por LeOn Rozitchner*.
Con todo respeto
Sin entrar en interpretaciones psicológicas, la polémica
que se ha producido en torno a las declaraciones de Hebe de Bonafini,
merece, creo, algunas reflexiones. Quienes hemos tomado una posición
crítica frente a sus afirmaciones también tenemos
el deber de comprender qué nos ha sucedido (y qué
le pudo haber sucedido a Hebe de Bonafini para que tan tozudamente,
asumiendo todos los riesgos, dijera todo cuanto ha dicho).
¿Cómo no darnos cuenta que lo que las madres haceny
piensan depende de lo que nosotros hacemos, pensamos y sentimos?
Es como si la sociedad hubiera delegado en las madres el sentir
el dolor más intenso del mundo. Y quedarnos cuerdos y racionales,
con buenos sentimientos,como perfectos ciudadanos de la democracia.
Porque si así no hubiera pasado, sería difícil
que los asesinos circulen todavía por nuestras calles: que
fueran votados y ocupen el lugar que ocupan. ¿Eso, acaso,
no nos vuelve también locos?
Hebe de Bonafini fue una de aquellas figuras que tuvo, junto con
las otras madres, el coraje de enfrentar a la dictadura en la época
donde el terror barría a los argentinos y los acobardaba,
y que las convirtió en un modelo nuevo en la historia de
la resistencia contra la barbarie, y que hizo que la Argentina recuperara,
por interpósito coraje, el que la población había
perdido, entregada como estaba a la complicidad con el terror y
el desprecio.
El lugar que ocuparon las madres las llevó a tener también
la cabeza bien fría allí donde millones la habían
perdido, y movidas por la desesperación y el pensamiento
tomar la decisión de enfrentar a los asesinos. Aquella desmesura
trágica, que llevó a los militares en cambio a calificarlas
de locas, reservándose para sí la cordura
asesina, también esa cordura hizo presa a la población
argentina. Y habría que seguir preguntándose si este
lugar empecinado que ahora una de ellas ocupa no es el resultado
de la defección de esa misma sociedad que hizo posible que
la injusticia y la impunidad triunfara. Que las madres no hayan
encontrado la reparación necesaria de una justicia social
que las consolara, y que dependía de todos nosotros para
alcanzarla.
De alguna manera, al acogerlas en su seno y reivindicarlas, era
también en democracia, para muchos, una forma de aquietar
la propia conciencia: ocupaban el lugar de la denuncia y de la resistencia
que los demás se daban el lujo de abandonar de sí
mismos, puesto que las había depositado en ellas. Las madres
eran el lugar humano donde el máximo dolor que ellas sentían
ahorraba el nuestro: que no nos volviéramos locos
como ellas. Razón puramente razón, sin dolor como
fundamento. Donde el dolor de estas solitarias hubiera sido acogido
por la sociedad toda y les hubiera dado el cobijo que como madres
locas locas de amor por sus hijos necesitaban. Eso se llama justicia:
el esfuerzo y la pasión que la sociedad pone en juego para
quela justicia se haga. Sería la única forma de acompañarlas
en el sentimiento.
Uno puede explicarse sin acompañarla en sus ideas ni justificarla
por qué Hebe de Bonafini piensa lo que piensa y siente lo
que siente. Cuando esa reparación no ha existido, cuando
el doloroso afecto no se ha expandido para transformar ese dolor
en razón y en justicia, es pensable que en ella esos sentimientos
desbordantes, no acogidos como propios en cada ciudadano, permanezcan
actualizando su pasión enardecida en algo parecido a lo que
significa el retorno, aunque imaginario,al ojo por ojo y diente
por diente de las sociedades donde la venganza ocupaba el
lugar de la justicia ausente.
Este ensimismamiento de Hebe de Bonafini, sin otros (hasta separarse
del pensamiento de tanta gente de izquierda que la respetan y que
la acompañó siempre) debe ser comprendido, aunque
no lo aceptemos.
Cuando Verbistky dice: No la he elegido como enemigo ni me
alegra este debate ineludible plantea algo muy cierto. Hay
un debate ineludible queviene postergado desde el fondo del recurso
a la violencia extrema de algunos grupos de izquierda en los años
70. Y también el de si un judío podía defender
la existencia del Estado de Israel y ser al mismo tiempo revolucionario
y judío. Este antisemitismo es anterior a la defensa de los
Derechos Humanos. Mejor dicho, de ese debate postergado depende
la diferencia de lo que llamamos derechos humanos, los supuestos
de los cuales cada uno parte. Debemos plantear entonces el lugar
obturado en la izquierda sobre su propio pasado. Al hablar de la
violencia de los talibanes sobre las torres es como si se repitiera
ese mismo interrogante sobre la violencia y sobre los judíos
que quedó planteado en los años 70. Y esto no nos
remite a la teoría de los dos demonios.
Quizás debamos ahora hablar de lo más penoso, pero
es preciso hacerlo. ¿Quién tiene el monopolio del
dolor más hondo como para elevar a lo absoluto la verdad
que le asigna a su propia conducta? Muchos de nosotros tambiénhemos
perdido amigos del alma cuyas muertes seguimos llorando. Así
como el perdón no existe para el asesinato, porque son los
asesinados los únicos que podrían hacerlo y ya no
están vivos, tampoco tenemos derecho nosotros nadie lo tienea
hablar por losmuertos. ¿Estamos seguro que ellos apoyarían
hoy el atentado a lastorres? Yo no sé qué dirían
ellos si pudieran tener la perspectiva que nosotros tenemos sobre
lo acertado o fracasado de su propio empeño. Pero si sólo
nos quedamos aferrados al instante del horror asesino que les suprimió
la existencia, y ocupamos el lugar de los muertos siendo que somos
nosotros lo que estamos vivos ¿qué culpa nutrida por
el dolor más intenso nos impide permanecer pensando nuestra
realidad actual desde nosotros mismos? ¿Y hasta discutir
quizás, porque los quisimos tanto, la conducta que ellos
tuvieron? Esto no significa dejar de sentir el odio más profundo
contra los asesinos. ¿Pero repetiremos necesariamente la
concepción política que les arrancó la vida?
¿Preservar la vida y seguir luchando no es un requerimiento
también de la izquierda?
Nosotros tenemos sólo un privilegio:sabemos aquello que los
muertos no sabrán nunca de sí mismos, porque no han
podido sufrir el dolor que nosotros sentimos al perderlos. Y ese
querer que estén vivos nos corroe el alma. Querríamos
corregirlos, es cierto, como si creáramos las condiciones
donde ese sacrificio no hubiera ocurrido y no siga ocurriendo. ¿Qué
nos daríamos por sentirlos nuevamente a nuestro lado gozando
la belleza de sus vidas idas? Y esto lo decimos compartiendo con
Hebe de Bonafini el dolor que ella ha sentido, cada uno con sus
propias imágenes, sus cercanías y sus propios recuerdos.
¿Pero es amarlos menos pensar que desde ellos otra política
es posible?
|
Por David Viñas.
Derecho a réplica
La ley de la gravedad como usted, Verbitsky, sabe muy bien,
no la formulan los cuerpos que caen, sino un espectador lateral
que la enuncia críticamente. Y que, como en mi planteo frente
a los acontecimientos sin palabras producidos el 11
de setiembre, se abre como una hipótesis. Y subrayo la palabra
hipótesis (con la que empezaba mi participación
en la mesa redonda organizada por la Universidad de las Madres),
porque usted, en su artículo de Página/12 la elude
sin más explicaciones cuando esa apertura, precisamente,
denegaba cualquier bajada de línea más o menos oportunista
o vaya a saber usted qué ademán dogmático.
Sobre todo que esa entonación hipotética apelaba a
la categoría de lucha de clases. Para cuestionar, desde el
vamos, tres variantes de interpretación tan confusas como
falaces e inoperantes. Variaciones que han predominado, hasta ahora,
en un peculiar periodismo cuyos ejemplos más obscenos son
La Nación en la Argentina y la CNN en todas partes. Las variantes
que cuestiono, sobreimpresas con el discurso canónico del
centro imperial y de sus serviciales corifeos locales, dibujan una
secuencia que va de la teología, pasando por lo policial,
hasta incurrir en un presunto psicologismo.
A la variante teológica pertenece la lectura
es un decir que hace el doctor Grondona: de acuerdo
a las sutilezas de ese crooner televisivo, el inspirador del ataque
al Pentágono y a las Torres Gemelas es el mismísimo
ángel caído, genial y perverso discípulo
de Maquiavelo. La Biblia y el príncipe. La escuálida
interpretación teológica que, en su momento, postuló
la teoría de los dos demonios se encarna ahora en Lucifer.
Es que para la demonología siempre fue una especialidad de
informantes, proxenetas y familiares de la Inquisición.
La variante interpretativa policial se obstina, por su lado mucho
más extenso, en echar mano de la tradicional criminalización
que carga la palabra terrorista. Pretendiendo olvidar
que esa arcaica connotación por parte del discurso del poder,
a lo largo de la trayectoria del capitalismo, sirvió en sus
diversos momentos para descalificar a grupos que resistían
la usurpación de sus tierras y al genocidio. Fueron llamados
terroristas, a la bartola, las tribus indias eliminadas en los actuales
territorios norteamericanos, y terroristas fueron, también
de acuerdo al discurso liberal victoriano las gentes
de Vicente Peñaloza, los paraguayos en la guerra de la Triple
Alianza y los indios de la Patagonia y del Chaco. Y qué le
cuento, Verbitsky, para el coronel Ramón Falcón, máximo
héroe militar de la gentry argentina: los malones
indios se le habían convertido en malones rojos.
No me olvido, en tercera instancia, de los argumentos presuntamente
psicologizantes que emplea el discurso del poder imperial y de sus
voceros argentinos: el atentado del 11 de setiembre (fecha coincidente
para los terroristas chilenos de la Unidad Popular),
es atribuido a locos y degenerados. Pero
los que ejecutaron la violencia del Pentágono y de las Torres
Gemelas no dispararon sobre la multitud como postulaba
el delirio surrealista de 1934, ni como ese soldado
norteamericano, veterano de Vietnam, realmente enloquecido por la
vertiginosa y ramplona cultura exitista y de consumo beatificada
en su propio país.
Ni explicaciones teológicas entonces, Verbitsky, ni explicaciones
policiales ni explicaciones que se disfrazan de psicológicas.
Prefiero las explicaciones históricas. Objetivas, como solía
decirse. Por eso postulé y postulo una explicación
apelando a la lucha de clases.
Usted propone como contraejemplo que el movimiento impugnador
que, desde Seattle a Génova, había comenzado a echar
arena en el engranaje del pensamiento único. Dice usted
bien: arena en Seattle y en Génova. Pero, Verbitsky, en el
Pentágono y en las Torres Gemelas: un volcán. Saltos
cualitativos. Aquel primer movimiento, legítimo, es la expresión
mediada de granjeros, estudiantes, comerciantes, militantes incluso
y profesionales de Europa y de América del Norte; esas gentes
contestatarias, rebeldes, sin duda, padecen agravios y golpizas.
Distinga, Verbitsky: el 11 de setiembre es la respuesta mediada
también de unas poblaciones que a lo largo de siglos
han sido sometidas, humilladas y aniquiladas; la relación
entre causas y efectos, para nada lineales en ambos casos, son el
resultado de niveles diversos: medianos en Seattle y en Génova;
de profundidades seculares, insondables en el Pentágono y
en Nueva York. Hace a las diferencias de grado: movilizaciones
o patear el tablero. Mutaciones también. Y, sí, Verbitsky:
reformas o revolución. En distintas etapas y lugares diversos:
yo, alma sensible, tironeado en la calle Corrientes/un obrero incinerándose
vivo en Neuquén; los Girondinos o la Montaña; Saavedra
o los jacobinos porteños; Kerensky o Lenin, gradualismos
o un antes y un después.
No quiero sobresaturar mis críticas ni mis hipótesis,
como hace usted, Verbitsky, con las citas. Ese es un estilo eclesiástico.
Me intimida con parrafadas de Marx y de Trotsky, que se convierten
en píldoras que a gatas coagulan, con sus esencialismos ahistóricos,
la categoría de la lucha de clases. No bolilla cuatro
del programa de ideas políticas, sino una dramática
en devenir; nada de santos y señas, sino tragedias
en movimiento. Por favor, Verbitsky. Sea bueno. Historia cuestionadora
y no fofa metafísica. Textos exasperadamente encuadrados
en sus contextos. Y eso se llamaba dialéctica; ese fluir
concreto, sin fin, como usted quizá lo recuerde. Con sus
mutaciones y contradicciones inscriptas en la estructura global
de dominación. (¿No la extraña a veces?) Categoría
que el discurso liberal imperialista y sus monaguillos locales han
pretendido enterrar. Los muertos que vos matáis...
Ni Marx ni Trotsky se maquillaban antes de entrar al set de la política.
Reflexionaban al pie de los acontecimientos; ya fuera con las revoluciones
de 1848, frente a las heterodoxias y fracasos de la Comuna o en
relación al gran ensayo de 1905. Y jamás se olvidaban,
jubilosamente, de las mutaciones que se producían entre los
de abajo, ya fuera en 1871 o alrededor del pope Gapón.
En cambio, su adiposa versión del proletariado, Verbitsky,
me recuerda las melancólicas cristalizaciones postuladas
por el doctor Nicolás Repetto en 1945. Tenía de todo
ese paradigma de socialista-liberal. Menos imaginación. Siempre
creyó que las únicas manifestaciones populares legítimas
tenían que estar formadas por hombres con overol, cantando
La Internacional y encabezados por banderas rojas. Hoces, uníos:
no funcionaba.
O a veces, sí, Verbitsky; y la mayoría de las veces,
no. Los más auténticos revolucionarios mexicanos,
en 1810, los de Hidalgo y de Morelos, marchaban detrás de
la única bandera que les permitía recuperar su identidad
más elemental. Y cuando digo elemental me refiero
a los elementos de Neruda. Excúseme: fuego, tierra, agua
y aire.
No me excuse. Ni yo me excuso cuando usted se mete en mi relación
con mis hijos. Y opina lo que se le frunce, Verbitsky. Sobre todo
que si lo repitió en la radio y en otros medios, a usted
que es todo un caballero le hubiera correspondido exigir
(sic) que me invitaran para polemizar públicamente. Como
en un duelo. En cambio, se atuvo a la referencia a mis hijos
María Adelaida y Lorenzo Ismael alegando que
mi mención es infiel. Qué palabra. Me parece, para
decirlo de algún modo, que es usted excesivamente desenvuelto.
Ni siquiera advierte que, en esa mención, prescindí
cuidadosamente de todas las entonaciones particularizadas. Nada
de chantajes ternuristas, Verbitsky. Aludí a mis hijos inscribiéndolos
donde deben estar: en la serie de otros miles de compatriotas
asesinados por el terrorismo de generales y de almirantes adiestrados
por el Pentágono y sustentados por Wall Street.
¿Quién es usted, Verbitsky?.
Ay, Horacio, Horacio, Horacio, me parece que usted se abusa de su
ingenio. Habrá que atribuirlo a que como es un periodista
estrella suele confundirse con las nebulosas. Con el suicidio.
Nada menos. Antes de afeitarse, ¿nunca se contempló
en el espejo y se acarició el cuello? Porque al apelar a
su copioso archivo, cita usted, una frase mía de hace
seis años respecto de ese problema. Discutía
ahí, en efecto, el espacio de decisión personal
que ese acto significa, pero su contexto, Verbitsky, operaba con
un ensayo de Albert Camus quien considera al suicidio el tema mayor
de la literatura.
Referencia que, a su vez en aquellos escritos, me permitía
comentar la última decisión de Paco Urondo. No para
equiparar el suicidio con la militancia. De ninguna
manera. No como estrategia general. Sino como drama individual que
conjuraba, en ese caso concreto, la posibilidad de ser apresado,
torturado y exhibido en la televisión (previamente drogado)
para que hiciera declaraciones totalmente contrarias a sus principios
éticos.
Y, por último, Verbitsky: introduce usted, de manera arbitraria
la figura de Rodolfo Walsh. Desdichadamente confunde usted la literatura
de ficción con lo documental. En este caso, el teatro. Y
no se trata de una cuestión de géneros, sino de economía
libidinal. Otro esfuerzo, Verbitsky, ¡han!, e imagínese
usted qué tan ficcional es Rodolfo Walsh y Gardel que el
protagonista de esa pieza se la pasa dialogando con su canario que,
simbólicamente, es mudo.
Verbitsky, no para usted de dar puntadas certeras, cada vez más
sofisticadas. Llegará usted a ser un virtuoso. Escribe: Viñas,
en forma implícita, equipara todo recurso a las armas al
terrorismo o el suicidio. Lo implícito, Verbitsky.
Lo sobreentendido. Lo tácito. Lo subyacente. Bien. Hemos
entendido: usted confunde la metonimia con el paspartú.
Pero lo que no resulta implícito, Verbitsky, sino muy explícito
hablando concretamente de Walsh es lo que he escrito
en un libro que anda por ahí: Si Rodolfo Walsh era
un cristiano primitivo, Verbitsky es un católico. Para
quien sepa leer: Walsh era un aguafiestas; usted ha llegado a ser
políticamente inobjetable. Otro tipo de mutación:
se trata de dos niveles profesionalmente correlativos, pero cualitativamente
antagónicos. Walsh era un artesano de la información
que trabajaba en solitario; usted, Verbitsky, notoriamente se ha
convertido en un empresario de la información que trabaja
rodeado de computadoras y de informantes.
De donde se sigue, privilegiadamente, que tiene usted la última
palabra.
|
|