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INVESTIGACION ESPECIAL: EL ESCUADRON BONAERENSE.
HABLAN CHICOS CONVERTIDOS EN TESTIGOS PROTEGIDOS
“Ellos nos bajan como pajaritos”

La semana pasada, la Suprema
Corte bonaerense denunció la muerte de menores a manos de la policía; al día siguiente caía Ramón Verón. Página/12 cuenta aquí cómo mataba
el escuadrón policial. Dos chicos que vivían escondidos y amenazados fueron contactados con la Procuración General y desde ayer son testigos protegidos. Ahora relatan su historia.

Por Cristian Alarcón

¿De qué profundidad puede ser el oscuro pozo del pánico? ¿De que tamaño es el temblor, el insomnio, la angustia de saberse condenado a muerte? ¿Cómo puede ser todo eso cuando cala en los huesos de dos chicos? Sólo ellos lo saben: Damián y Joaquín R., dos hermanos de 15 y 17 años que, cuando se llega a buscarlos, están escondidos bajo la cama de uno de los ranchos del fondo de la villa Bayres porque la muerte acecha y nadie es digno de confianza. Viven hace tres meses ocultos, “guardados” en la jerga de la villa, de la saña de un escuadrón de la muerte. Un grupo de policías de la zona norte del conurbano bonaerense los busca, sin perder oportunidad, a plena luz, en la noche, durante las mañanas, en las esquinas cercanas, para completar la lista de crímenes por el que están sospechados. Damián y Joaquín, de profundos ojos verdes y modales de señores, tardan media hora en creerle al hombre que llegó hasta el rancho donde viven con su familia, hasta que bajan la guardia y deciden, pausadamente, contarle al desconocido sus historias y las de sus amigos víctimas de las balas policiales. Amenazados ellos, sus padres, sus hermanos, golpeados y torturados en la comisaría 3ª de Don Torcuato, conocida como “la Crítica”, han denunciado esa mala vida a la que los condenan, aunque ya ni siquiera puedan asomar la nariz a la calle por el miedo a ser fusilados. Damián y Joaquín son los últimos y milagrosos sobrevivientes de la saga de los escuadrones. Esta es su historia. Así vivían hasta anoche cuando, luego de que Página/12 los contactara con la Procuración General de la Suprema Corte, ingresaron junto con su familia completa en el programa de protección de testigos que les asegura vivir lejos del miedo, en un punto desconocido de la provincia de Buenos Aires.
El camino que lleva a Damián y Joaquín ha sido de largos meses, sinuoso como los pasillos de las villas. Desde el asesinato de Gastón Galván y Miguel Burgos, el Monito y el Piti, el 25 de abril de este año, Página/12 ha seguido el rastro de la relación entre los menores ladrones -técnicamente “en conflicto con la ley penal”– y grupos de la Policía Bonaerense. Los once tiros del Monito, los seis de Piti, se revelaron desde el comienzo, aunque brutales, como el orillo de una saga de la que fue muy difícil encontrar las señas anteriores. Jamás el cronista pudo imaginar que esa serie criminal continuaría también hacia adelante (ver nota aparte). Grande ha sido la dificultad para comenzar a rearmar el rompecabezas que lleva a un escuadrón de la muerte, no sólo para este diario, sino para la joven abogada Andrea Sajnovski, de la Correpi: es que las puertas de la Justicia de San Isidro han estado para estos excluidos entre los excluidos cerradas a cal y canto.

Chamamé en “la crítica”

Son casi las cinco de la tarde al llegar a la casa de la familia R. Los perros afuera ladran. Joaquín cuenta con la amabilidad con la que se le habla a una directora cuando está por asestar amonestaciones al alumno bonaerense, que los primeros días de agosto, poco antes de que su amigo Juan Salto fuera acribillado cayó preso porque lo agarraron con un dinero que dijeron era robado. No tenía armas y lo levantaron a las trompadas, lo tiraron en “la lancha” –la camioneta de la 3ª–, lo bajaron como a un bulto en el mercado. Su hermana, P, un chica con cuerpo de niña, de tono más vehemente que los varones, dice que llegó corriendo a la seccional de la ruta 202. Y vio las huellas de la golpiza; enfureció, increpó al oficial: ¿por qué le pegaste?” Y él: “¡Correte negra de mierda!”. Ella tenía a su hija en brazos, como ahora, al costado de la cadera. Igual el policía le quiso pegar. “¡Pegame –le gritó ella– y vamos a tribunales!” “Sí –desafió él–, vamos donde quieras”, seguro, impune.
Pero fue peor: adentro continuó la pateadura a Joaquín. Recién a la madrugada llamaron al padre, un correntino que se las rebusca con changas de albañil, y lo hicieron pasar a una oficina. “Me empezaron a dar conpalos. Mi papá lloraba y ellos lo insultaban. Y le dijeron que me iban a devolver pero en un cajón la próxima vez. ‘Mirá que en cualquier momento te los matamos a los dos’, decía el oficial”, cuenta Joaquín. La silla en la que habla se destartala, hay niños de la casa y de las casas vecinas que pasan, la beba de P. que habla de fondo, una cama, una prolijidad obsesiva en el rancho. Aun cuando la madre de los chicos cuenta la humillación a su marido cuando los valerosos agentes –sospechados en casi todos los casos de asesinatos pero jamás citados por un fiscal a declarar- lo obligaron a cantar un chamamé para liberar a Joaquín. “Y lo tuvo que cantar él porque ya era demasiado como le pegaban.”
El guía de este cronista en la villa Bayres, el chaqueño Oscar Ríos, era padre de José, un chico de 16 que el 11 de mayo de 2000 cayó con tres tiros –disparados por Hugo Alberto Cáceres, el “Hugo Beto” y el oficial Marcelo Puyo de la 3ª– cuando supuestamente iba en un auto robado, aunque nunca supo manejar. “El mío venía y me decía ‘papi, voy a un velorio’. Pasaba una semana, ‘papi tengo que ir a un velorio’.” Ríos, que no sabía que su chico robaba de vez en cuando con otros de la villa San Pablo y de la bandita de los Petaca, no se explicaba cómo tanto joven muerto. Hasta que lo mataron al suyo y comenzó a desandar el camino de esas bajas en lo que él mismo dice “es una guerra campal”. Los chicos de la familia R lo dicen a su manera. “Es como una cadena, primero con uno, después, cuando ya eliminaron a ese siguen con el otro”, según Joaquín. “Como si fuera que nosotros, así como ellos quieren y nos amenazaron tanto, ya fuimos, ponele, y entonces ya no estamos más, y ellos seguirían con los de al lado, y después con los de más allá”, suma su hermano. “Claro –aclara P.-, para ellos somos pajaritos que bajan, y así siguen con el otro, con el otro, con el otro.” “Sí, ellos agarran la gomera y entran a bajarnos”, dice Joaquín.

Una cruz en la espalda

Primero fue José Ríos, el 11 de mayo de 2000, con un balazo en la espalda. El 1 de noviembre –este jueves se cumplió un año– llegó, también anunciada, la muerte para Fabián Blanco, íntimo amigo de los hermanos R. y cuyo caso fue revelado hace una semana en Página/12. Lo habían perseguido disparándole y –gritando que tenían orden de un juez para matarlo– los policías Horacio Icardo, Marcos Bressán y Miguel Angel Lemos de la 3ª, justo seis días antes de que lo bajaran de un árbol con cuatro tiros por la espalda. En el funeral de Fabián, la noche que los deudos lloraban al chico, llegó un grupo de uniformados con armas largas. “¡¿A ver quién va a disparar?”, dijo uno blandiendo la escopeta recortada y acompañado por una mujer policía. Esa escena fue entonces denunciada ante la UFI 1 de San Isidro, del fiscal Mirabelli. Allí, y cumpliendo con la teoría de los pajaritos, comenzó la persecución a Juan Salto, de 16, otro de los amigos de los R., un chico de orejas como las de los gnomos, testarudo y famoso en su villa como “El Duende”. Desde entonces vivió condenado a muerte. Primero le hacían llegar las amenazas a través de un conocido, preso en la 3ª, al que en cada golpiza, en cada tortura, le recalcaban que la vida del Duende no valía nada. “Decile al Duende que tiene la cruz más grande que la espalda”, era la muletilla. Después lo buscaban. “Le preguntaban a la gente, daban los números de las taquerías para que les avisara si andaba por ahí pero no tenía captura. Estuvo nueve meses que parecía preso, como ahora nosotros”, acuerdan los hermanos. Cómo no tomar en serio las amenazas de la patota si el mismo día que aparecieron los cadáveres del Monito y El piti, Icardo y Bressán llegaron a la puerta de la casa del Duende y le dijeron a su madre que buscara el DNI y la partida de nacimiento porque lo habían bajado, aunque él todavía estaba vivo. “Deben haber matado a otro que lo confundieron”, pensó ella. Pero el Duende duró poco. Cayó el 15 de agosto cuando le dieron dos disparos por la espalda y uno de adelante en un supuesto enfrentamiento. ¿Figura en las silenciosas investigaciones esta evidente conexión entre los crímenes?
El 16 de agosto cerca de las dos de la tarde Damián R. junto a dos amigos, también menores, caminaba cerca de su casa haciendo la colecta para comprar el cajón de su amigo Juan. Entonces aparecieron, cuenta, dos hombres de seguridad privada que “trabajan para el Hugo Beto” (Cáceres),mandamás y sheriff de la zona de clase media de Don Torcuato, el barrio Los Dados. Damián sintió que su resto de vida, tan enorme a sus 15 años, se estrechaba. Ya lo había amenazado Icardo, cuando estaban a punto de trasladarlo a un Instituto, del que luego escapó. Estaba en la oficina de la 3ª a solas con él. “Mirame, sucio –le dijo apuntando a sus ojos, de cerca–. Vos sos otro que no llega a los 17, como el finadito Fabián”, por Blanco. Entonces, cuando los dos vigiladores de Cáceres bajaron del auto con Itakas en la mano, corrió. “Dijeron que me quedara quieto, porque me querían llevar. Había muerto el Duende, seguíamos nosotros. Yo asustado, porque me apuntaba, salí para la calle de tierra. Ese día estaban mis dos amigos que andaban ayudando para la colecta. Y los dos hermanitos chicos de Fabián.” Todos dicen que uno de los hombres le disparó a matar un escopetazo hacia la espalda. La marca de los perdigones quedó en una pared de la villa, a dos cuadras de su casa, como si hiciera falta a esta altura una muesca para señalar la muerte que los persigue. Ni los chicos ni sus padres pueden contar con las manos las veces que los autos de la 3ª han pasado frente al rancho. Pero solo ellos saben cuál es el tamaño del temor, la profundidad del oscuro pozo del pánico.
Desde anoche, puede que tengan nuevos sueños, si en un punto menos violento de la provincia consiguen volver a caminar por las calles sin la persecución del escuadrón de la muerte, que acecha.

 

El juego perverso
Por C. A.

Lo perverso puede asumir muchas formas. Aquel chamamé acaso, que obligaron cantar al padre de Joaquín para dejarlo libre, o la manera en que los chicos dicen que les han pegado en la 3ª, como cuando a Damián lo tuvieron dos horas arrodillado en el pasillo; o en la cocina mientras los policías ponían la pava y tomaban mate; o en la oficina de los golpes: porque la coincidencia entre los testimonios de los niños presos –no sólo los hermanos R.– es que “la Crítica”, tal el nombre también perverso de la seccional, era toda ella una sala de torturas. Y sus efectivos, amantes del “deporte” de golpear. “Estás arrodillado, en el pasillo y el que pasa te pega, hasta las mujeres policías. Además saben pegar, con la mano abierta, que no te queden tantas marcas, pero vos sentís las orejas que las tenés así”, describe Joaquín, y se las inflama con la mano como las de un dibujo animado, marcando con el cerrar de puños el latido sordo que deja el golpe. A Damián, dice, sentado, desgarbado en sus 15 años en pleno desarrollo, preocupado porque en la foto le salgan las zapas nuevas que le quedaron de cuando todavía podía salir a la calle a hacer unos pesos, lo tuvieron desnudo, también de rodillas, con las “marrocas”, las esposas, bien arriba, y su campera nueva en el piso a un costado. “Mirá este sucio, lo que tiene”, le dijeron. Y entonces se dedicaron a fumar y a apagar las colillas en ella, quemándola de a poco, ante sus ojos.

 

LOS CRIMENES, CASO POR CASO
Asesinatos de chicos que nadie investigó

Por C. A.

La primera vez que este diario habló de la existencia de un escuadrón de la muerte fue apenas aparecieron los cuerpos de Gastón Galván y Miguel Burgos, en abril. La policía divulgó la “versión” de un ajuste de cuentas entre banditas rivales, historia decenas de veces repetida cuando un menor aparece baleado por la espalda. La otra gran “versión” es la de los “enfrentamientos”, sobre los cuales la Corte Suprema de Justicia emitió la acordada que le costó el cargo al ministro de Seguridad, Ramón Verón. En el funeral los ladroncitos amigos de los dos chicos de Don Torcuato aparecidos en un descampado de José León Suárez le dijeron a este cronista que ésos no eran los primeros, y que no serían los últimos porque ya había llegado la amenaza del escuadrón: “Ahora les toca a los que quedan”. Una investigación de Página/12 reveló que esas muertes no eran casuales, sino un hito más en una serie de crímenes, tras los cuales hay un sistema de eliminación física.
En una primera ojeada por los resultados de las investigaciones judiciales de los crímenes, algunos precedidos por amenazas denunciadas, aparece también la sombra de la complicidad judicial, en lo que una altísima fuente de la Procuración General de Suprema Corte, describió como “el gorilismo de los que quieren a los chicos muertos” y una de la Corte, como “la idea de que es correcto dejar que sean eliminados porque así se limpia la sociedad”. En estas líneas, un resumen de los casos relacionados con el escuadrón de la zona norte.
Gastón Galván y Miguel Burgos: Es el único caso de la lista en la que los sospechosos son los posibles miembros del escuadrón de San Isidro, que se tramita en otro distrito, San Martín. La investiga el fiscal Héctor Sceba, quien en su momento le comunicó a la subsecretaria de Derechos Humanos de la Nación, Diana Conti, que las versiones periodísticas que señalaban como sospechoso a un grupo de policías de la comisaría 3ª de Don Torcuato, o sea la información de este diario, tenían asidero. Sin embargo, Página/12 pudo conocer un documento en el que Sceba le respondió un pedido de informe al ex ministro Verón, el 4 de octubre del 2001. Allí le dice lo contrario: “En respuesta a sus notas de fechas 5/7/01 y 5/9/01 a fin de hacerle saber que, en principio, identificados individualmente, no se encuentra empleado policial alguno imputado en forma concreta del hecho que origina lo actuado”. Sin embargo, apenas asumió el nuevo ministro, Juan José Alvarez, paso a disponibilidad preventiva a los policías de la 3ª acusados de torturar y amenazar a los chicos antes de que los mataran.
José Guillermo Ríos: Los policías que lo mataron son Hugo Alberto Cáceres –el Beto Cáceres– y Marcelo Anselmo Puyo, de la comisaría 3ª. Aseguran que el chico se bajó de un Monza para robar. Lo persiguieron hasta el patio de una casa, donde le dispararon por la espalda. Sostienen que los combatió con un pistolón, que no servía. Una testigo escuchó sólo tres disparos. Cáceres tiene otro hermano policía, Mario Juan Cáceres. Es, según coinciden las fuentes, el capo de la zona de Don Torcuato, está vinculado con el negocio de la seguridad y una mujer de nombre Irma es su “recaudadora”. El padre de Ríos, Oscar, pegaba carteles el último enero “escrachándolo”, cuando junto a Puyo e Irma, se le acercó, lo amenazó, y arrancó los afiches. “Lo maté yo y voy a matar muchos más”, les dijo. Luego el policía denunció por amenazas al padre del chico. Lo sorprendente en la causa es, según los abogados de Correpi, que primero el fiscal adjunto, Federico Schumacher, de la UFI 1 archivó la causa, pese que tanto el juez de garantías, Juan Mackintach, como la Cámara, negaron el sobreseimiento de los policías. Luego la Fiscalía General reabrió la investigación, pero no ha avanzado en más de un año y medio. El policía denunció a Ríos por amenazas. Esa causa, en la UFI 2, de John Broyar –que conocía la situación porque tuvo la causa por el homicidio–, es la única que prosperó: al padre del chico le tomaron declaración indagatoria. En cambio la denuncia de Ríos por amenazas contra Hugo Cáceres fue archivada.
Fabián Blanco: Su madre denunció en diciembre de 2000 amenazas, violación de domicilio, abuso de armas, contra los policías Horacio Icardo y Marcos Bressán, de la patrulla de calle de la Tercera. Lo mataron el 1 de noviembre de 2000, cuando estaba arriba de un árbol y por la espalda, los policías Hugo Alberto Cáceres y Gallardo. Ella tuvo en su poder los casquillos de las balas del supuesto tiroteo durante diez meses sin que el fiscal de la UFI 7, Daniel Márquez, los pidiera. Las lesiones que tienen delatan una golpiza. Los abogados de la Correpi denunciaron que en septiembre, y porque el expediente fue solicitado por el fiscal general adjunto de San Isidro, doctor Cámpora, se pidieron las medidas solicitadas en marzo. La jueza de menores que la evaluó, del Tribunal 3, consideró que el chico no representaba un peligro para terceros y que había que investigar a los policías, pero no se hizo.
Juan Teodoro Salto: A pesar de que su madre denunció tres veces ante la Justicia amenazas al chico, “El Duende”, nada se investigó hasta que lo mataron, el 14 de agosto, después de decenas de advertencias a lo largo de nueve meses durante los que vivió encerrado porque su muerte era la que continuaba a la de Blanco en “la lista”. Los policías que lo amenazaban eran Icardo y Bressán, de la tercera. Los autos que pasaban por su casa eran casi todos propiedad de los miembros del servicio de calle, incluido Martín Ferreira, que trabaja con los otros dos en la 3ª de Don Torcuato.
El fiscal Lino Mirabelli la mandó a archivar, pero el fiscal general adjunto revocó la medida.
David Vera Pinto: El caso es emblemático por dos motivos. El primero, su madre, alertado de que el chico iba a robar, avisó al juzgado de menores, al Consejo del Menor, y por último a la comisaría de Boulogne. Su preocupación fue fatal. Su hijo murió, según una testigo cuyo testimonio fue soslayado por el fiscal de la UFI 2, Mario Kohan, cuando tenía los brazos levantados en actitud de rendirse y estaba desarmado. Los dichos de la testigo, según la Correpi, no fueron plasmados por el fiscal en el acta y está dispuesta a volver a declarar. El fiscal archivó la causa.

 

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