Por Cristian Alarcón
¿De qué profundidad
puede ser el oscuro pozo del pánico? ¿De que tamaño
es el temblor, el insomnio, la angustia de saberse condenado a muerte?
¿Cómo puede ser todo eso cuando cala en los huesos de dos
chicos? Sólo ellos lo saben: Damián y Joaquín R.,
dos hermanos de 15 y 17 años que, cuando se llega a buscarlos,
están escondidos bajo la cama de uno de los ranchos del fondo de
la villa Bayres porque la muerte acecha y nadie es digno de confianza.
Viven hace tres meses ocultos, guardados en la jerga de la
villa, de la saña de un escuadrón de la muerte. Un grupo
de policías de la zona norte del conurbano bonaerense los busca,
sin perder oportunidad, a plena luz, en la noche, durante las mañanas,
en las esquinas cercanas, para completar la lista de crímenes por
el que están sospechados. Damián y Joaquín, de profundos
ojos verdes y modales de señores, tardan media hora en creerle
al hombre que llegó hasta el rancho donde viven con su familia,
hasta que bajan la guardia y deciden, pausadamente, contarle al desconocido
sus historias y las de sus amigos víctimas de las balas policiales.
Amenazados ellos, sus padres, sus hermanos, golpeados y torturados en
la comisaría 3ª de Don Torcuato, conocida como la Crítica,
han denunciado esa mala vida a la que los condenan, aunque ya ni siquiera
puedan asomar la nariz a la calle por el miedo a ser fusilados. Damián
y Joaquín son los últimos y milagrosos sobrevivientes de
la saga de los escuadrones. Esta es su historia. Así vivían
hasta anoche cuando, luego de que Página/12 los contactara con
la Procuración General de la Suprema Corte, ingresaron junto con
su familia completa en el programa de protección de testigos que
les asegura vivir lejos del miedo, en un punto desconocido de la provincia
de Buenos Aires.
El camino que lleva a Damián y Joaquín ha sido de largos
meses, sinuoso como los pasillos de las villas. Desde el asesinato de
Gastón Galván y Miguel Burgos, el Monito y el Piti, el 25
de abril de este año, Página/12 ha seguido el rastro de
la relación entre los menores ladrones -técnicamente en
conflicto con la ley penal y grupos de la Policía Bonaerense.
Los once tiros del Monito, los seis de Piti, se revelaron desde el comienzo,
aunque brutales, como el orillo de una saga de la que fue muy difícil
encontrar las señas anteriores. Jamás el cronista pudo imaginar
que esa serie criminal continuaría también hacia adelante
(ver nota aparte). Grande ha sido la dificultad para comenzar a rearmar
el rompecabezas que lleva a un escuadrón de la muerte, no sólo
para este diario, sino para la joven abogada Andrea Sajnovski, de la Correpi:
es que las puertas de la Justicia de San Isidro han estado para estos
excluidos entre los excluidos cerradas a cal y canto.
Chamamé en la
crítica
Son casi las cinco de la tarde al llegar a la casa de la familia R. Los
perros afuera ladran. Joaquín cuenta con la amabilidad con la que
se le habla a una directora cuando está por asestar amonestaciones
al alumno bonaerense, que los primeros días de agosto, poco antes
de que su amigo Juan Salto fuera acribillado cayó preso porque
lo agarraron con un dinero que dijeron era robado. No tenía armas
y lo levantaron a las trompadas, lo tiraron en la lancha la
camioneta de la 3ª, lo bajaron como a un bulto en el mercado.
Su hermana, P, un chica con cuerpo de niña, de tono más
vehemente que los varones, dice que llegó corriendo a la seccional
de la ruta 202. Y vio las huellas de la golpiza; enfureció, increpó
al oficial: ¿por qué le pegaste? Y él: ¡Correte
negra de mierda!. Ella tenía a su hija en brazos, como ahora,
al costado de la cadera. Igual el policía le quiso pegar. ¡Pegame
le gritó ella y vamos a tribunales! Sí
desafió él, vamos donde quieras, seguro,
impune.
Pero fue peor: adentro continuó la pateadura a Joaquín.
Recién a la madrugada llamaron al padre, un correntino que se las
rebusca con changas de albañil, y lo hicieron pasar a una oficina.
Me empezaron a dar conpalos. Mi papá lloraba y ellos lo insultaban.
Y le dijeron que me iban a devolver pero en un cajón la próxima
vez. Mirá que en cualquier momento te los matamos a los dos,
decía el oficial, cuenta Joaquín. La silla en la que
habla se destartala, hay niños de la casa y de las casas vecinas
que pasan, la beba de P. que habla de fondo, una cama, una prolijidad
obsesiva en el rancho. Aun cuando la madre de los chicos cuenta la humillación
a su marido cuando los valerosos agentes sospechados en casi todos
los casos de asesinatos pero jamás citados por un fiscal a declarar-
lo obligaron a cantar un chamamé para liberar a Joaquín.
Y lo tuvo que cantar él porque ya era demasiado como le pegaban.
El guía de este cronista en la villa Bayres, el chaqueño
Oscar Ríos, era padre de José, un chico de 16 que el 11
de mayo de 2000 cayó con tres tiros disparados por Hugo Alberto
Cáceres, el Hugo Beto y el oficial Marcelo Puyo de
la 3ª cuando supuestamente iba en un auto robado, aunque nunca
supo manejar. El mío venía y me decía papi,
voy a un velorio. Pasaba una semana, papi tengo que ir a un
velorio. Ríos, que no sabía que su chico robaba
de vez en cuando con otros de la villa San Pablo y de la bandita de los
Petaca, no se explicaba cómo tanto joven muerto. Hasta que lo mataron
al suyo y comenzó a desandar el camino de esas bajas en lo que
él mismo dice es una guerra campal. Los chicos de la
familia R lo dicen a su manera. Es como una cadena, primero con
uno, después, cuando ya eliminaron a ese siguen con el otro,
según Joaquín. Como si fuera que nosotros, así
como ellos quieren y nos amenazaron tanto, ya fuimos, ponele, y entonces
ya no estamos más, y ellos seguirían con los de al lado,
y después con los de más allá, suma su hermano.
Claro aclara P.-, para ellos somos pajaritos que bajan, y
así siguen con el otro, con el otro, con el otro. Sí,
ellos agarran la gomera y entran a bajarnos, dice Joaquín.
Una cruz en la espalda
Primero fue José Ríos, el 11 de mayo de 2000, con un balazo
en la espalda. El 1 de noviembre este jueves se cumplió un
año llegó, también anunciada, la muerte para
Fabián Blanco, íntimo amigo de los hermanos R. y cuyo caso
fue revelado hace una semana en Página/12. Lo habían perseguido
disparándole y gritando que tenían orden de un juez
para matarlo los policías Horacio Icardo, Marcos Bressán
y Miguel Angel Lemos de la 3ª, justo seis días antes de que
lo bajaran de un árbol con cuatro tiros por la espalda. En el funeral
de Fabián, la noche que los deudos lloraban al chico, llegó
un grupo de uniformados con armas largas. ¡¿A ver quién
va a disparar?, dijo uno blandiendo la escopeta recortada y acompañado
por una mujer policía. Esa escena fue entonces denunciada ante
la UFI 1 de San Isidro, del fiscal Mirabelli. Allí, y cumpliendo
con la teoría de los pajaritos, comenzó la persecución
a Juan Salto, de 16, otro de los amigos de los R., un chico de orejas
como las de los gnomos, testarudo y famoso en su villa como El Duende.
Desde entonces vivió condenado a muerte. Primero le hacían
llegar las amenazas a través de un conocido, preso en la 3ª,
al que en cada golpiza, en cada tortura, le recalcaban que la vida del
Duende no valía nada. Decile al Duende que tiene la cruz
más grande que la espalda, era la muletilla. Después
lo buscaban. Le preguntaban a la gente, daban los números
de las taquerías para que les avisara si andaba por ahí
pero no tenía captura. Estuvo nueve meses que parecía preso,
como ahora nosotros, acuerdan los hermanos. Cómo no tomar
en serio las amenazas de la patota si el mismo día que aparecieron
los cadáveres del Monito y El piti, Icardo y Bressán llegaron
a la puerta de la casa del Duende y le dijeron a su madre que buscara
el DNI y la partida de nacimiento porque lo habían bajado, aunque
él todavía estaba vivo. Deben haber matado a otro
que lo confundieron, pensó ella. Pero el Duende duró
poco. Cayó el 15 de agosto cuando le dieron dos disparos por la
espalda y uno de adelante en un supuesto enfrentamiento. ¿Figura
en las silenciosas investigaciones esta evidente conexión entre
los crímenes?
El 16 de agosto cerca de las dos de la tarde Damián R. junto a
dos amigos, también menores, caminaba cerca de su casa haciendo
la colecta para comprar el cajón de su amigo Juan. Entonces aparecieron,
cuenta, dos hombres de seguridad privada que trabajan para el Hugo
Beto (Cáceres),mandamás y sheriff de la zona de clase
media de Don Torcuato, el barrio Los Dados. Damián sintió
que su resto de vida, tan enorme a sus 15 años, se estrechaba.
Ya lo había amenazado Icardo, cuando estaban a punto de trasladarlo
a un Instituto, del que luego escapó. Estaba en la oficina de la
3ª a solas con él. Mirame, sucio le dijo apuntando
a sus ojos, de cerca. Vos sos otro que no llega a los 17, como el
finadito Fabián, por Blanco. Entonces, cuando los dos vigiladores
de Cáceres bajaron del auto con Itakas en la mano, corrió.
Dijeron que me quedara quieto, porque me querían llevar.
Había muerto el Duende, seguíamos nosotros. Yo asustado,
porque me apuntaba, salí para la calle de tierra. Ese día
estaban mis dos amigos que andaban ayudando para la colecta. Y los dos
hermanitos chicos de Fabián. Todos dicen que uno de los hombres
le disparó a matar un escopetazo hacia la espalda. La marca de
los perdigones quedó en una pared de la villa, a dos cuadras de
su casa, como si hiciera falta a esta altura una muesca para señalar
la muerte que los persigue. Ni los chicos ni sus padres pueden contar
con las manos las veces que los autos de la 3ª han pasado frente
al rancho. Pero solo ellos saben cuál es el tamaño del temor,
la profundidad del oscuro pozo del pánico.
Desde anoche, puede que tengan nuevos sueños, si en un punto menos
violento de la provincia consiguen volver a caminar por las calles sin
la persecución del escuadrón de la muerte, que acecha.
El juego perverso
Por C. A.
Lo perverso puede asumir muchas formas. Aquel chamamé acaso,
que obligaron cantar al padre de Joaquín para dejarlo libre,
o la manera en que los chicos dicen que les han pegado en la 3ª,
como cuando a Damián lo tuvieron dos horas arrodillado en
el pasillo; o en la cocina mientras los policías ponían
la pava y tomaban mate; o en la oficina de los golpes: porque la
coincidencia entre los testimonios de los niños presos no
sólo los hermanos R. es que la Crítica,
tal el nombre también perverso de la seccional, era toda
ella una sala de torturas. Y sus efectivos, amantes del deporte
de golpear. Estás arrodillado, en el pasillo y el que
pasa te pega, hasta las mujeres policías. Además saben
pegar, con la mano abierta, que no te queden tantas marcas, pero
vos sentís las orejas que las tenés así,
describe Joaquín, y se las inflama con la mano como las de
un dibujo animado, marcando con el cerrar de puños el latido
sordo que deja el golpe. A Damián, dice, sentado, desgarbado
en sus 15 años en pleno desarrollo, preocupado porque en
la foto le salgan las zapas nuevas que le quedaron de cuando todavía
podía salir a la calle a hacer unos pesos, lo tuvieron desnudo,
también de rodillas, con las marrocas, las esposas,
bien arriba, y su campera nueva en el piso a un costado. Mirá
este sucio, lo que tiene, le dijeron. Y entonces se dedicaron
a fumar y a apagar las colillas en ella, quemándola de a
poco, ante sus ojos.
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LOS
CRIMENES, CASO POR CASO
Asesinatos de chicos que nadie investigó
Por C. A.
La primera vez que este diario habló de la existencia de un escuadrón
de la muerte fue apenas aparecieron los cuerpos de Gastón Galván
y Miguel Burgos, en abril. La policía divulgó la versión
de un ajuste de cuentas entre banditas rivales, historia decenas de veces
repetida cuando un menor aparece baleado por la espalda. La otra gran
versión es la de los enfrentamientos, sobre
los cuales la Corte Suprema de Justicia emitió la acordada que
le costó el cargo al ministro de Seguridad, Ramón Verón.
En el funeral los ladroncitos amigos de los dos chicos de Don Torcuato
aparecidos en un descampado de José León Suárez le
dijeron a este cronista que ésos no eran los primeros, y que no
serían los últimos porque ya había llegado la amenaza
del escuadrón: Ahora les toca a los que quedan. Una
investigación de Página/12 reveló que esas muertes
no eran casuales, sino un hito más en una serie de crímenes,
tras los cuales hay un sistema de eliminación física.
En una primera ojeada por los resultados de las investigaciones judiciales
de los crímenes, algunos precedidos por amenazas denunciadas, aparece
también la sombra de la complicidad judicial, en lo que una altísima
fuente de la Procuración General de Suprema Corte, describió
como el gorilismo de los que quieren a los chicos muertos
y una de la Corte, como la idea de que es correcto dejar que sean
eliminados porque así se limpia la sociedad. En estas líneas,
un resumen de los casos relacionados con el escuadrón de la zona
norte.
Gastón Galván
y Miguel Burgos: Es el único caso de la lista en la que los sospechosos
son los posibles miembros del escuadrón de San Isidro, que se tramita
en otro distrito, San Martín. La investiga el fiscal Héctor
Sceba, quien en su momento le comunicó a la subsecretaria de Derechos
Humanos de la Nación, Diana Conti, que las versiones periodísticas
que señalaban como sospechoso a un grupo de policías de
la comisaría 3ª de Don Torcuato, o sea la información
de este diario, tenían asidero. Sin embargo, Página/12 pudo
conocer un documento en el que Sceba le respondió un pedido de
informe al ex ministro Verón, el 4 de octubre del 2001. Allí
le dice lo contrario: En respuesta a sus notas de fechas 5/7/01
y 5/9/01 a fin de hacerle saber que, en principio, identificados individualmente,
no se encuentra empleado policial alguno imputado en forma concreta del
hecho que origina lo actuado. Sin embargo, apenas asumió
el nuevo ministro, Juan José Alvarez, paso a disponibilidad preventiva
a los policías de la 3ª acusados de torturar y amenazar a
los chicos antes de que los mataran.
José Guillermo Ríos:
Los policías que lo mataron son Hugo Alberto Cáceres el
Beto Cáceres y Marcelo Anselmo Puyo, de la comisaría
3ª. Aseguran que el chico se bajó de un Monza para robar.
Lo persiguieron hasta el patio de una casa, donde le dispararon por la
espalda. Sostienen que los combatió con un pistolón, que
no servía. Una testigo escuchó sólo tres disparos.
Cáceres tiene otro hermano policía, Mario Juan Cáceres.
Es, según coinciden las fuentes, el capo de la zona de Don Torcuato,
está vinculado con el negocio de la seguridad y una mujer de nombre
Irma es su recaudadora. El padre de Ríos, Oscar, pegaba
carteles el último enero escrachándolo, cuando
junto a Puyo e Irma, se le acercó, lo amenazó, y arrancó
los afiches. Lo maté yo y voy a matar muchos más,
les dijo. Luego el policía denunció por amenazas al padre
del chico. Lo sorprendente en la causa es, según los abogados de
Correpi, que primero el fiscal adjunto, Federico Schumacher, de la UFI
1 archivó la causa, pese que tanto el juez de garantías,
Juan Mackintach, como la Cámara, negaron el sobreseimiento de los
policías. Luego la Fiscalía General reabrió la investigación,
pero no ha avanzado en más de un año y medio. El policía
denunció a Ríos por amenazas. Esa causa, en la UFI 2, de
John Broyar que conocía la situación porque tuvo la
causa por el homicidio, es la única que prosperó:
al padre del chico le tomaron declaración indagatoria. En cambio
la denuncia de Ríos por amenazas contra Hugo Cáceres fue
archivada.
Fabián Blanco: Su madre
denunció en diciembre de 2000 amenazas, violación de domicilio,
abuso de armas, contra los policías Horacio Icardo y Marcos Bressán,
de la patrulla de calle de la Tercera. Lo mataron el 1 de noviembre de
2000, cuando estaba arriba de un árbol y por la espalda, los policías
Hugo Alberto Cáceres y Gallardo. Ella tuvo en su poder los casquillos
de las balas del supuesto tiroteo durante diez meses sin que el fiscal
de la UFI 7, Daniel Márquez, los pidiera. Las lesiones que tienen
delatan una golpiza. Los abogados de la Correpi denunciaron que en septiembre,
y porque el expediente fue solicitado por el fiscal general adjunto de
San Isidro, doctor Cámpora, se pidieron las medidas solicitadas
en marzo. La jueza de menores que la evaluó, del Tribunal 3, consideró
que el chico no representaba un peligro para terceros y que había
que investigar a los policías, pero no se hizo.
Juan Teodoro Salto: A pesar
de que su madre denunció tres veces ante la Justicia amenazas al
chico, El Duende, nada se investigó hasta que lo mataron,
el 14 de agosto, después de decenas de advertencias a lo largo
de nueve meses durante los que vivió encerrado porque su muerte
era la que continuaba a la de Blanco en la lista. Los policías
que lo amenazaban eran Icardo y Bressán, de la tercera. Los autos
que pasaban por su casa eran casi todos propiedad de los miembros del
servicio de calle, incluido Martín Ferreira, que trabaja con los
otros dos en la 3ª de Don Torcuato.
El fiscal Lino Mirabelli la mandó a archivar, pero el fiscal general
adjunto revocó la medida.
David Vera Pinto: El caso es
emblemático por dos motivos. El primero, su madre, alertado de
que el chico iba a robar, avisó al juzgado de menores, al Consejo
del Menor, y por último a la comisaría de Boulogne. Su preocupación
fue fatal. Su hijo murió, según una testigo cuyo testimonio
fue soslayado por el fiscal de la UFI 2, Mario Kohan, cuando tenía
los brazos levantados en actitud de rendirse y estaba desarmado. Los dichos
de la testigo, según la Correpi, no fueron plasmados por el fiscal
en el acta y está dispuesta a volver a declarar. El fiscal archivó
la causa.
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