Por
Daniel Guiñazú
Fue el choque frontal de dos fuerzas de la naturaleza sobre el ring de
la FAB. A tanto llegó la energía y la vitalidad, la pasión
y el drama puestos de manifiesto que cuesta encontrar antecedentes más
o menos cercanos. Es más, después de la pelea hubo que consultar
a los que vieron mucho boxeo y a los que no vieron tanto, a los veteranos
y a los memoriosos. Y todos coincidieron: desde aquella batalla campal
que Tito Yanni y Horacio Saldaño protagonizaron en marzo del 80
en el Luna Park, que no se ve en Buenos Aires (y posiblemente en toda
la Argentina) un espectáculo tan excepcional como el que protagonizaron
el cordobés Diego Rocky Giménez y el colombiano
Jaime Javier Rangel por el título OMB latino de los ligeros.
Ganó Giménez por nocaut técnico al minuto y once
segundos del tercer round. Pero en esos 7 minutos y 11 segundos que duró
el pleito, hubo cinco caídas: dos de Giménez en el primer
asalto y las tres que decretaron la derrota del colombiano en el tercero.
Y en el medio, un derroche multiplicado por dos de coraje y de técnica,
de guapeza y calidad, de corazón y de cerebro que electrizó
al estadio y a todos los que aguantaron la madrugada del domingo pegados
a los televisores con los ojos abiertos de incredulidad.
Saltaron chispas en cada cruce. Hubo adrenalina de principio a fin. Y
todo porque el habitual talento ofensivo de Giménez (61,100 kg)
coincidió con otro tanto que Rangel (61,100 kg) volcó para
sorpresa de la mayoría. No era un bulto el colombiano: campeón
ligero de su país y del Caribe, había logrado 22 de sus
26 victorias por la vía rápida, mantenía desde 1993
un invicto de 23 peleas consecutivas y figuraba 25º en el ranking
del Consejo. Y peleó en consecuencia, sin complejos. No se dejó
arrinconar por el avance de Giménez, dominó rápido
el centro del ring y en dos minutos desnudó la vulnerabilidad defensiva
del inquieto cordobés.
Cuando Rangel, un diestro con guardia de zurdo, combinó una izquierda
y una derecha a la mandíbula, Giménez acusó los golpes
y retrocedió tembloroso. Otra derecha del colombiano a la sien
terminó de derretir las piernas de Giménez. Y una tercera
derecha, profunda y penetrante, lo dejó colgado de las sogas. La
vi venir, pero no pude hacer nada. Estaba lúcido, pero las piernas
no me respondían. Por primera vez me dolió una piña,
le dijo el cordobés a Líbero. Y fue así. Después
de la cuenta del árbitro Luis Guzmán, el colombiano se abalanzó
en busca de la definición y derribó otra vez a Giménez
con un golpe al pecho. Un caída más hubiera significado
su victoria por KOT. Pero no tuvo tiempo Rangel: la campana llegó
antes que su última mano.
¿Qué dictaba la lógica para el segundo round? Trabar,
congelar, abrir el ring, especular, cualquier cosa que permitiera ganar
tiempo y evitar cruces. Pero Giménez no hizo nada de eso. Oyó
el llamado de su sangre ardiente y guerrera, desoyó el consejo
de su técnico Alcides Rivera de que no se plantara a pelear y ahí
fue a todo o nada. Volvió a pasarla mal en los dos primeros minutos.
En los 60 segundos finales, colocó buenos ganchos al cuerpo de
Rangel, conectó ascendentes y cruzados a la cabeza, desbordó
al colombiano y acabó ganando a punta de corazón y orgullo
un asalto que tenía perdido.
Rocky Giménez abrió el tercer round con una derecha recta
que mandó a Rangel a la lona. Y con el colombiano conmovido y el
estadio encendido de pie, el noqueador cordobés no dejó
pasar la oportunidad. Volvió a derrumbarlo con una sucesión
de golpes furiosos, no sin antes volver a zapatear por una derecha en
contra de Rangel. Y lo terminó con una descarga infernal: seis
derechas y tres izquierdas a la cabeza y dos izquierdas que se hundieron
en el plexo del colombiano. Habían pasado poco más de siete
minutos. Poco tiempo para tanto desparramo de emoción.
No podía perder. Me tenía fe, estaba entero. Si no
hubiera estado tan bien preparado como estaba, no sé lo que hubiera
pasado, dijo Giménez, excitado después de su victoria
más extraordinaria. Y es cierto: un organismo joven e intacto y
un temperamento indomable le permitierontrocar una derrota inesperada
en un triunfo lleno de gloria y zozobra. Pero no siempre ha de ser así.
Y detrás del alivio de la angustia, asoma una conclusión
que recién vio la luz después de una pelea tan tremenda:
la mandíbula de Rocky no resiste. Si le pegan, el cordobés
se cae. Si para llegar a ser campeón del mundo, primero hay que
saber sufrir, Rocky aprobó la materia con las mejores calificaciones.
Ahora, si para alcanzar esa meta que tanto pretenden Giménez y
su equipo es necesario, por ejemplo, ser más inteligente, no ofrecerse
tanto en cada cruce, no ir tan al frente, la nota de Rocky baja. Y lo
obliga a seguir repasando las viejas lecciones del gimnasio en busca de
ese sueño de campeón que tanto le hace hervir la sangre.
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