La
rúcula y la lechuga
Por
Sandra Russo
|
|
El
martes a la noche, en Belgrano, un nuevo restaurante abrió sus
puertas a todo trapo, si por todo trapo pueden entenderse trapos muy bien
cortados. El riesgo país estaba por encima de los 2000 y el paquete
ómnibus o micro de larga distancia todavía no arrancaba
y, sin embargo, por un efecto burbuja indescriptible, en el enorme y magnífico
local de la calle Sucre algún tout de unas trescientas personas
circulaba con copas de buen vino en la mano, mientras los mozos perfectamente
informales hacían sus recorridas con bandejas en las que se ofrecían
deliciosos bocados de guacamole con anchoas, rissoto con chorizo o salmón
crudo.
En los rincones semioscuros del restaurante, entre las conversaciones
breves e inocuas de rigor, obstaculizadas o, en realidad, facilitadas
por el alto volumen de la música, muchos invitados felicitaban
a los dueños por su coraje. El código se daba
por sobreentendido: cualquier emprendimiento en estas fechas implica una
buena cuota de bravura, ya que la realidad indica que lo único
recomendable es quedarse aferrado a la propia silla, si la hubiere, o
de lo contrario hacer la plancha dejando que la corriente decida si uno
dirige su alma hacia el este o el oeste.
Alguien propuso imaginar una especie de rapto experimental y, haciendo
un alto en la degustación de exquisiteces, dijo: Si agarrás
a un turista en Ezeiza, le vendás los ojos y lo traés directamente
acá, esta noche, ¿creería que este país se
viene abajo?. Otro le contestó: Ese caminito lo podés
hacer en todas partes, en Colombia, en Nigeria, hay países que
se vienen abajo, pero siempre hay mil tipos que se salvan.
No todos los tipos que estaban esa noche en el nuevo restaurante tenían
aspecto de salvados. Hay muchos que todavía parecen a flote porque
en lugar de subirse a una balsa se suben a sus agendas, y en tiempos como
éste no sé si mucha gente revaloriza el amor o la lealtad,
pero mucha otra, estoy segura, revaloriza los contactos.
En los corrillos de los salones, elegantes pero notablemente apretujados,
unos y otras departían sobre los flamantes nuevos hábitos
que, apenas adquiridos, muchos argentinos deberemos archivar. Por
fin un menú sin rúcula, decía una mujer. Qué
cosa la rúcula, cómo se impuso, corroboraba otra.
Todos coincidían en que, al mismo tiempo en que decayó la
popularidad del presidente De la Rúa, decayó también
el buen nombre del sushi. El anodino de Antonio Idem tuvo mucho que ver.
Ya no es chic el pescado crudo, sino más bien sinónimo de
aristocratela facilonga, arribismo y refinamiento made in Taiwan.
Como fuere, en unos pocos años de menemismo tardío y delarruismo
inerte, ciertos sectores de clase media pimpante pimpante más
por una cuestión de cultura y estilo que por tarjeta gold y vacaciones
en Miami abandonaron para siempre la lechuga y adoptaron la rúcula
que, como bien decía la señora de facciones apenas alteradas
por una cirugía, ha invadido las ensaladeras porteñas como
una plaga fina y semiamarga. Justo cuando habíamos advertido la
tajante diferencia entre el jamón serrano y el de Parma, justo
cuando nuestros paladares distinguían el choque de un malbec y
el de un cabernet sauvignon, justo cuando el brie nos resultaba más
inquietante que el Mar del Plata de toda la vida, el techo se vino abajo
y nos volvemos a tutear con las goteras.
Hasta es probable que ahora empiecen a escasear estas brutales inauguraciones
y eventos en los que se pica de arriba y surtido. Ya con el paladar negro,
ya iniciados, deberemos volver a la lechuga, el postre vigilante, los
guisos de mondongo y la sandía.
|