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Cómo es el plan de acción que el Pentágono está imponiendo ahora

Página/12
en Estados Unidos
Por Gabriel A. Uriarte
Desde Washington D.C.

La importancia de los B-52 radica no en los aviones sino en el propósito con que los superbombarderos norteamericanos están siendo empleados: el ataque contra las fuerzas de tierra de los talibanes. La destrucción de esas fuerzas es el comienzo y el fin de la campaña. El poder del mullah Muhammad Omar y su aliado Osama bin Laden nace literalmente de la boca del fusil. Excepto en los pueblos del sur donde se originaron, los talibanes no parecen contar con apoyo popular ni con una red suficiente de colaboradores locales dispuestos a ser usados como su policía secreta en el resto del país. Su control sobre Afganistán se debe en gran medida a su éxito en desarmar a una población inundada de rifles y cañones durante la guerra contra la Unión Soviética. Tras lograrlo, no hacían falta muchos soldados para retener el control. Una fuerza rebelde no tenía nada con qué rebelarse, lo que hace improbables las esperanzas que ciertos funcionarios en Washington siguen manifestando sobre “rebeliones en las tribus del sur del país”. Históricamente, lo único capaz de derrotar a un ejército es otro ejército, tanto mejor si cuenta con apoyo desde el aire. Ese es el plan de acción que el Pentágono está imponiendo a los comandantes que dirigen el ataque, especialmente al convencionalista general Tommy Franks del Comando Central.
El primer obstáculo es la insistencia de la Fuerza Aérea, apoyada (a raíz de motivos propios) por Franks, de que el componente terrestre talibán (su “centro de gravedad”) puede ser destruido desde el aire. No hay nada que respalde este argumento. Los talibanes no tienen problemas en encontrar tropas para defender posiciones estáticas. Gran parte de sus 40.000 combatientes son conscriptos, y estudios soviéticos durante la Guerra Fría demostraron que no hace falta más de un 20 por ciento leal en cada unidad para que ésta sea eficaz en combate defensivo. Podría haber alguna deserción ocasional (como la de los 1100 soldados el sábado cerca de Mazar e Sharif) o la destrucción de kilómetros cuadrados enteros en la línea de frente (como las que el uso en masa de los B-52 permitió en Vietnam), pero los talibanes tendrían tiempo suficiente para reemplazar los combatientes perdidos ya que ninguna fuerza de tierra explotaría las brechas resultantes. Y es seguro que las verdaderas unidades de élite (como la famosa “Brigada 055” de árabes que responde a Osama bin Laden) no están colocadas como carne de cañón en la primera línea. Al contrario, la mayoría estaría en reserva, debidamente escondida y dispersa –al igual que la Guardia Republicana de Saddam Hussein, la cual sobrevivió con muy pocos daños múltiples a los ataques con B-52–, para ser usada sólo en contraataques puntuales. Así, una campaña de desgaste aéreo contra las posiciones identificadas en la primera línea solo mataría a los “perejiles” entre las filas talibanas.
La clave, entonces, es que el bombardeo contra esa primera línea esté acompañado por un asalto que obligue a los talibanes a concentrar y mover sus tropas, haciéndolas mucho más vulnerables al ataque aéreo. La única fuerza capaz de hacerlo en los próximos meses será la Alianza del Norte, sencillamente porque no hay otra. Muchos generales norteamericanos la desprecian por su liderazgo caótico y mala apariencia en desfiles. Pero sus requerimientos son muy simples. Primero, un flujo constante de suministros. Su ofensiva contra Mazar-i-Sharif está jaqueada, entre otras cosas, por una escasez crónica de municiones, incluso de balas. Según el Pentágono, los ataques aéreos quitaron a los talibanes la capacidad de reabastecerse, pero eso no importa mucho ya que no están usando grandes cantidades de municiones ante la incapacidad de la Alianza del Norte demontar un ataque sostenido. Que Estados Unidos se haga cargo del suministro de armas a la Alianza del Norte (probablemente financiando ventas rusas) permitiría otro objetivo importante: forjar una fuerza confiable de los múltiples señores de la guerra que integran la Alianza. Sólo canalizar la mayor parte de las armas y municiones a las fuerzas más confiables (como los 700 hombres de las “unidades rápidas” desplegados la semana pasada en el frente de la capital Kabul) permitiría disciplinar al resto. Tampoco se puede olvidar que enfrentan fuerzas talibanas igualmente caóticas, con una cantidad similar de señores de la guerra (algunos de los cuales lideraron unas 6000 deserciones hasta ahora) y muy poca experiencia reciente de bombardeos masivos con armas modernas.
Otro cambio decisivo en la estrategia del Pentágono fue introducir el enlace crítico entre los dos componentes de su campaña contra los talibanes: equipos de coordinación tierra-aire. Son observadores que acompañarían a la Alianza del Norte y transmitirían objetivos para el bombardeo, la única forma de remediar la “mala inteligencia” que Franks citó como explicación por los pobres resultados logrados contra las unidades talibanas. En realidad, su resistencia a colaborar con la Alianza lo llevó a colocar la gran mayoría de los observadores en tierra en el interior del país, donde sólo podían observar cómo decenas de edificios vacíos eran implacablemente destruidos por el general. Al mismo tiempo, parece muy probable que aumente el número de aviones tácticos basados en tierra. Esto sería esencial dado que los bombarderos de largo alcance (B52 o B-2) necesitan blancos más bien inmóviles, mientras que los aviones navales tienen ritmos más lentos de misiones. Hasta ahora no se usaron muchos aviones tácticos por a) la resistencia de una Fuerza Aérea obsesionada con los bombardeos “estratégicos” y b) la inquietud de Franks y el Ejército de establecer aeródromos que requerirían la protección de fuerzas terrestres. Ahora, uno de los objetivos de la gira de Donald Rumsfeld por Asia Central fue conseguir más de estas bases, lo que logró anteayer en Tajikistán.
Por último, debe notarse que la limitación de la ofensiva norteamericana no respondió a ninguna escasez de fuerzas. Los ataques hasta ahora no sumaron más de 100 misiones, muy pocas comparadas con las 300-500 de la etapa inicial de Kosovo, ni hablar de las 1500 de la Guerra del Golfo. Nunca hubo ningún motivo técnico para separar el bombardeo del interior afgano y de las líneas del frente talibanas en dos etapas distintas: potencialmente había más que suficientes aviones para que los ataques fueran simultáneos. La excusa de Franks, que no había blancos que atacar, se debía en gran medida a que no había desplegado a los observadores que pudieran encontrarlos. Nada de esto garantiza que Estados Unidos gane, pero la guerra que libró hasta ahora sólo parecía llevar a su derrota.

 

 

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