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Sexualidad
Juguetes eróticos

Comenzaron siendo una herramienta médica para calmar a las histéricas del siglo XIX. Hoy, los juguetes para adultos constituyen una oferta audaz, pero finalmente inofensiva para explorarse solo o en pareja.

Por Marta Dillon

“Una vez me esperó un matrimonio en la esquina y me regaló una cartera, de alguna manera yo había sido artífice de su felicidad conyugal.” ¿Es una consejera sentimental quien habla? ¿Una terapeuta de parejas? ¿Sexóloga quizás? No, de ninguna manera. Ella, Susana como único dato personal, es quien guía a los interesados por el maravilloso mundo del sex shop para el que trabaja. Su especialidad, los vibradores. Sí, esos adminículos que suelen guardarse bajo más llaves que los ahorros de una vida, pero son capaces de entregar placer sin más costos que el de una pila y sin ningún esfuerzo de conquista previa. Susana atiende uno de los casi cuarenta comercios dedicados a ofrecer todo tipo de elementos que adornan, estimulan, protegen o suplantan las relaciones sexuales. Cuevas urbanas en las que se puede encontrar desde perfectas disecciones del cuerpo humano –llamémosles partes pudendas de hombres y mujeres, recortadas en siliconas de tamaño natural– hasta ingeniosos y amigables muñequitos dedicados a hacer cosquillas con su vibración pareja. Estos últimos, en formas anatómicas o de las otras, son las verdaderas estrellas de estos vergeles de tentaciones y Susana se siente una especie de Florence Nightingale (?) del placer carnal. Se desvive por atender mujeres en conflicto –“que nunca han tenido un orgasmo”–, parejas a punto de caerse de la meseta del aburrimiento, o señores maduros en busca de la felicidad. “Hace poco vino un hombre de más de setenta, con su señora. Habían comprado una bomba de succión –como su nombre lo indica, succiona al pene hasta conseguir la consistencia deseada–, pero no sabían cómo usarla, tuve que hacer una demostración práctica con un consolador para enseñarles. Después me hicieron saber que tuvieron éxito.”
Todo es cuestión de probar, cualquier sexólogo recomienda variaciones, de roles, de prácticas y en este caso se podría introducir una herramienta que, como tal, optimiza el trabajo humano. Claro que antes habrá que dejar de lado prejuicios, vergüenzas y contracturas para animarse a mezclar en el juego a solas, o de a dos, a un tercero inanimado –si no fuera por su corazoncito de pila– e inofensivo. De hecho, detrás de los modernos amigos del placer sensual hay una larga historia de alivios femeninos con un árbol genealógico que encuentra su tronco en 1869. Para coleccionistas como la norteamericana Joani Blanck, dueña de Good Vibration, el primer sex shop dedicado exclusivamente a mujeres y parejas, este aparato es un incunable del erotismo que funcionaba a vapor y fue creado por un médico también norteamericano para calmar los síntomas de lo que se diagnosticaba como histeria. Una enfermedad que desapareció de los tratados de medicina en 1950 y que se explicaba oficialmente como “la queja del útero por falta de estimulación sexual”. Hartos de masajear los genitales femeninos manualmente para calmar cefaleas, desmayos o alteraciones de la conducta, los galenos decidieron buscar herramientas adecuadas para un tratamiento que resultaría obvio explicar.
Los vibradores, sin embargo, conocen más de un exilio, de hecho han sido desterrados de 14 estados del gran país del norte. Y padecieron el descrédito del mismo alcalde estrella Rudolph Giuliani, que pretendió declarar la ilegalidad de los comercios dedicados a productos sexuales cuando comenzaba su mandato en Nueva York. Durante 1999 fueron mujeres las que salieron a la calle con sus pancartas para exigir la libre adquisición de los vibradores que, a diferencia del Viagra, no se venden en farmacias. Lejos quedó esa época en que los catálogos de las grandes tiendas los ofrecían como fuente de “salud, belleza y vigor” –según la cadena Sears– para las amas de casa, mezclados entre los primeros electrodomésticos. No es posible saber cuántas de nuestras abuelas gozaron de los favores eléctricos de tan discretos compañeros. Expulsados de los consultorios médicos en 1920, cuando se suplantó el tratamiento físico de la histeria por el psicológico, los masajeadores emigraron a las postales eróticas de los años locos en las que parecían sentirse mucho más a gusto, sobre todo en una época en que este tipo de imágenes circulaban clandestinamente. Primero la masividad del cine y más tarde del video volvieron imposible seguir camuflando los usos privados de los vibradores o masajeadores, hoy relegados al terreno de lo que se confiesa al oído.
“En cualquier lugar donde usted ubique el vibrador, la sangre fluye y la energía en ese sector se incrementa. El vibrador hace el trabajo mientras usted se relaja y disfruta”, así promociona El jardín de Eva, un sex shop on line, sus mágicos productos. El placer parece asegurado, sólo es cuestión de ubicarlo en el lugar correcto, seguramente con menos dificultades que las manos del amante, a quien las indicaciones –más acá, más allá, ahí, ahí– pueden resultar incómodas o indiferentes. Entre sus virtudes se cuenta también la de ser una fantasía común de fácil realización, basta tomar coraje y elegir uno, pedirlo por teléfono o por Internet. Los hay con arneses para colocarlos justo ahí y liberar las manos –y además usarlos bajo la ropa interior, en cualquier momento del día–, con formas que remedan el motivo de orgullo de famosos actores porno, suaves y ligeramente flexibles falos de siliconas, delfines exploradores y hasta algunos con dos puntas para cubrir a la vez distintas partes del cuerpo. Son juguetes para adultos, ni más ni menos que eso. Estos adminículos no representarán ningún camino hacia el desarrollo del espíritu, pero que ayudan no hay por qué dudarlo. Autoadministrados o en pareja, sus favores serán un camino el placer, aunque sea el de reír.

el secreter

Fuego

Querida Milena, anoche soñé con usted. Lo que pasó en detalle apenas puedo recordarlo, todo lo que sé es que nosotros nos estabábamos verdaderamente amando. De pronto, yo era usted y usted era yo. Finalmente usted se prendió fuego. Estaba en llamas y recuerdo haberla golpeado con una chaqueta para apagar tanto fuego. Pero de nuevo las transmutaciones empezaron: era yo mismo el que ardía y usted la que me pegaba con la chaqueta, lejana, espectral. Esa escena me ha confirmado que nada puede apagar nuestro fuego, porque al final del sueño usted cayó en mis brazos, desmayada de amor y alegría. ¿O quizás era yo mismo el que caía desmayado en sus brazos? ¿Estaba usted conmigo o era yo solo, un solo cuerpo nosotros dos? (De Franz Kafka a Milena. Cartas ardientes. Océano).

 

sobre gustos...

Por Alfredo Zaiat

Escuchar

Muchos lo confunden con timidez. No faltan otros que piensan que es pura antipatía y arrogancia. Pero la verdad es que, en la mayoría de los casos, porque también hay que admitir que a veces uno es tímido, antipático y arrogante, siempre me gustó escuchar más que hablar. En reuniones familiares, en ruedas de amigos, en la escuela, en el lugar de trabajo, el placer ha sido siempre escuchar, que no es lo mismo que oír. Obviamente, no escuchar a cualquiera, porque se sabe que hay muchos a los que sólo les gusta hablar y hablar sin decir nada. O, mejor dicho, nada que pueda interesar si se trata de relatar hazañas, pretendida sapiencia o fabulosa picardía. Y en el mundo de los periodistas hay muchos de ellos. Es una delicia, en cambio, escuchar experiencias de vida, anécdotas futboleras, historias familiares, comentarios políticos o de cualquier otra cosa que no busquen la respuesta inmediata, lineal, previsible, sino la que trate de romper la cuadratura de la mediocridad y que permita reflexionar y descubrir caminos inexplorados. También me gusta escuchar buena música, pero no de acompañamiento del trabajo o de tiempos muertos, sin despreciarla para esos momentos, pero especialmente para disfrutarla con exclusividad, en compañía o en soledad. De pequeño y también ahora, en la mesa familiar o en las reuniones de amigos, escucho más de lo que hablo, con la justificada crítica de los acompañantes. Escucho y pregunto. Puede ser también que, por eso, los amigos dicen que soy una buena oreja. O sea, escucha de sus tribulaciones. En los últimos años, ese placer personal lo obtengo en gran parte, dejando la baba paterna a un costado, escuchando a Natasha y a Damián. Sus comentarios, sus salidas disparatadas o sus llantos encierran una sabiduría que enriquece. Y es precisamente por ese motivo, el del enriquecimiento y el de la sabiduría, que es un placer escuchar. Incluso, el silencio.

 

 

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