Por
Marta Dillon
Una
vez me esperó un matrimonio en la esquina y me regaló una
cartera, de alguna manera yo había sido artífice de su felicidad
conyugal. ¿Es una consejera sentimental quien habla? ¿Una
terapeuta de parejas? ¿Sexóloga quizás? No, de ninguna
manera. Ella, Susana como único dato personal, es quien guía
a los interesados por el maravilloso mundo del sex shop para el que trabaja.
Su especialidad, los vibradores. Sí, esos adminículos que
suelen guardarse bajo más llaves que los ahorros de una vida, pero
son capaces de entregar placer sin más costos que el de una pila
y sin ningún esfuerzo de conquista previa. Susana atiende uno de
los casi cuarenta comercios dedicados a ofrecer todo tipo de elementos
que adornan, estimulan, protegen o suplantan las relaciones sexuales.
Cuevas urbanas en las que se puede encontrar desde perfectas disecciones
del cuerpo humano llamémosles partes pudendas de hombres
y mujeres, recortadas en siliconas de tamaño natural hasta
ingeniosos y amigables muñequitos dedicados a hacer cosquillas
con su vibración pareja. Estos últimos, en formas anatómicas
o de las otras, son las verdaderas estrellas de estos vergeles de tentaciones
y Susana se siente una especie de Florence Nightingale (?) del placer
carnal. Se desvive por atender mujeres en conflicto que nunca
han tenido un orgasmo, parejas a punto de caerse de la meseta
del aburrimiento, o señores maduros en busca de la felicidad. Hace
poco vino un hombre de más de setenta, con su señora. Habían
comprado una bomba de succión como su nombre lo indica, succiona
al pene hasta conseguir la consistencia deseada, pero no sabían
cómo usarla, tuve que hacer una demostración práctica
con un consolador para enseñarles. Después me hicieron saber
que tuvieron éxito.
Todo es cuestión de probar, cualquier sexólogo recomienda
variaciones, de roles, de prácticas y en este caso se podría
introducir una herramienta que, como tal, optimiza el trabajo humano.
Claro que antes habrá que dejar de lado prejuicios, vergüenzas
y contracturas para animarse a mezclar en el juego a solas, o de a dos,
a un tercero inanimado si no fuera por su corazoncito de pila
e inofensivo. De hecho, detrás de los modernos amigos del placer
sensual hay una larga historia de alivios femeninos con un árbol
genealógico que encuentra su tronco en 1869. Para coleccionistas
como la norteamericana Joani Blanck, dueña de Good Vibration, el
primer sex shop dedicado exclusivamente a mujeres y parejas, este aparato
es un incunable del erotismo que funcionaba a vapor y fue creado por un
médico también norteamericano para calmar los síntomas
de lo que se diagnosticaba como histeria. Una enfermedad que desapareció
de los tratados de medicina en 1950 y que se explicaba oficialmente como
la queja del útero por falta de estimulación sexual.
Hartos de masajear los genitales femeninos manualmente para calmar cefaleas,
desmayos o alteraciones de la conducta, los galenos decidieron buscar
herramientas adecuadas para un tratamiento que resultaría obvio
explicar.
Los vibradores, sin embargo, conocen más de un exilio, de hecho
han sido desterrados de 14 estados del gran país del norte. Y padecieron
el descrédito del mismo alcalde estrella Rudolph Giuliani, que
pretendió declarar la ilegalidad de los comercios dedicados a productos
sexuales cuando comenzaba su mandato en Nueva York. Durante 1999 fueron
mujeres las que salieron a la calle con sus pancartas para exigir la libre
adquisición de los vibradores que, a diferencia del Viagra, no
se venden en farmacias. Lejos quedó esa época en que los
catálogos de las grandes tiendas los ofrecían como fuente
de salud, belleza y vigor según la cadena Sears
para las amas de casa, mezclados entre los primeros electrodomésticos.
No es posible saber cuántas de nuestras abuelas gozaron de los
favores eléctricos de tan discretos compañeros. Expulsados
de los consultorios médicos en 1920, cuando se suplantó
el tratamiento físico de la histeria por el psicológico,
los masajeadores emigraron a las postales eróticas de los años
locos en las que parecían sentirse mucho más a gusto, sobre
todo en una época en que este tipo de imágenes circulaban
clandestinamente. Primero la masividad del cine y más tarde del
video volvieron imposible seguir camuflando los usos privados de los vibradores
o masajeadores, hoy relegados al terreno de lo que se confiesa al oído.
En cualquier lugar donde usted ubique el vibrador, la sangre fluye
y la energía en ese sector se incrementa. El vibrador hace el trabajo
mientras usted se relaja y disfruta, así promociona El jardín
de Eva, un sex shop on line, sus mágicos productos. El placer parece
asegurado, sólo es cuestión de ubicarlo en el lugar correcto,
seguramente con menos dificultades que las manos del amante, a quien las
indicaciones más acá, más allá, ahí,
ahí pueden resultar incómodas o indiferentes. Entre
sus virtudes se cuenta también la de ser una fantasía común
de fácil realización, basta tomar coraje y elegir uno, pedirlo
por teléfono o por Internet. Los hay con arneses para colocarlos
justo ahí y liberar las manos y además usarlos bajo
la ropa interior, en cualquier momento del día, con formas
que remedan el motivo de orgullo de famosos actores porno, suaves y ligeramente
flexibles falos de siliconas, delfines exploradores y hasta algunos con
dos puntas para cubrir a la vez distintas partes del cuerpo. Son juguetes
para adultos, ni más ni menos que eso. Estos adminículos
no representarán ningún camino hacia el desarrollo del espíritu,
pero que ayudan no hay por qué dudarlo. Autoadministrados o en
pareja, sus favores serán un camino el placer, aunque sea el de
reír.
el
secreter
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Fuego
Querida
Milena, anoche soñé con usted. Lo que pasó
en detalle apenas puedo recordarlo, todo lo que sé es que
nosotros nos estabábamos verdaderamente amando. De pronto,
yo era usted y usted era yo. Finalmente usted se prendió
fuego. Estaba en llamas y recuerdo haberla golpeado con una chaqueta
para apagar tanto fuego. Pero de nuevo las transmutaciones empezaron:
era yo mismo el que ardía y usted la que me pegaba con la
chaqueta, lejana, espectral. Esa escena me ha confirmado que nada
puede apagar nuestro fuego, porque al final del sueño usted
cayó en mis brazos, desmayada de amor y alegría. ¿O
quizás era yo mismo el que caía desmayado en sus brazos?
¿Estaba usted conmigo o era yo solo, un solo cuerpo nosotros
dos? (De Franz Kafka a Milena. Cartas ardientes. Océano).
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sobre
gustos...
Por Alfredo Zaiat
Escuchar
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Muchos
lo confunden con timidez. No faltan otros que piensan que es pura
antipatía y arrogancia. Pero la verdad es que, en la mayoría
de los casos, porque también hay que admitir que a veces uno
es tímido, antipático y arrogante, siempre me gustó
escuchar más que hablar. En reuniones familiares, en ruedas
de amigos, en la escuela, en el lugar de trabajo, el placer ha sido
siempre escuchar, que no es lo mismo que oír. Obviamente, no
escuchar a cualquiera, porque se sabe que hay muchos a los que sólo
les gusta hablar y hablar sin decir nada. O, mejor dicho, nada que
pueda interesar si se trata de relatar hazañas, pretendida
sapiencia o fabulosa picardía. Y en el mundo de los periodistas
hay muchos de ellos. Es una delicia, en cambio, escuchar experiencias
de vida, anécdotas futboleras, historias familiares, comentarios
políticos o de cualquier otra cosa que no busquen la respuesta
inmediata, lineal, previsible, sino la que trate de romper la cuadratura
de la mediocridad y que permita reflexionar y descubrir caminos inexplorados.
También me gusta escuchar buena música, pero no de acompañamiento
del trabajo o de tiempos muertos, sin despreciarla para esos momentos,
pero especialmente para disfrutarla con exclusividad, en compañía
o en soledad. De pequeño y también ahora, en la mesa
familiar o en las reuniones de amigos, escucho más de lo que
hablo, con la justificada crítica de los acompañantes.
Escucho y pregunto. Puede ser también que, por eso, los amigos
dicen que soy una buena oreja. O sea, escucha de sus tribulaciones.
En los últimos años, ese placer personal lo obtengo
en gran parte, dejando la baba paterna a un costado, escuchando a
Natasha y a Damián. Sus comentarios, sus salidas disparatadas
o sus llantos encierran una sabiduría que enriquece. Y es precisamente
por ese motivo, el del enriquecimiento y el de la sabiduría,
que es un placer escuchar. Incluso, el silencio. |
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