La casa de los hijos
Por Rafael Bielsa *
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Guatemala, Roma, Buenos Aires. Miguel Angel Asturias, Urbano VIII, Caetano Veloso. La vida de quienes pertenecen a mi generación tiene decenas de ciudades matriciales, centenares de artistas esenciales, millares de personajes
históricos fundacionales.
Curioso, porque la mayoría de quienes vivimos aquello, deseamos que nuestros hijos sean argentinos. Somos descendientes de inmigrantes que se resisten a ser ascendientes de emigrados. Emigramos muchos de nosotros mismos, y aprendimos por qué para los griegos la peor condena es el ostracismo, incluso más dolorosa que la muerte misma. La Argentina, mi país, nuestro país, el país de mis hijos, para nuestros hijos.
La manera como se construye una nacionalidad es un tema vasto, tanto como el modo de erigir una Nación. Cuando se debilita la consistencia de ésta, suele perderse la convicción en aquélla.
Hay unos hermosos versos de Chico Buarque: �Mi padre era paulista / mi abuelo pernambucano / mi bisabuelo mineiro, / mi maestro soberano / fue Antonio Brasilero�. Antonio Brasilero fue Antonio Carlos Jobim, el músico ejemplar. Son palabras conmovedoras: dentro de un país puede haber muchas nacionalidades, y sin embargo una melodía puede expresarlas a todas y darles un sentido de unidad y de proyección universal.
¿Será porque hemos inundado nuestros oídos de la música de tantos países como nos llevó nuestra vida azarosa, que querríamos que nuestros hijos escucharan desde aquí? ¿Será que hemos dejado tantas bibliotecas parciales en demasiadas casas de tránsito, que anhelamos transmitir la nuestra, con su asentamiento, sus muebles y sus marcas de lectura, a nuestros hijos? Estoy hablando, sin darme demasiada cuenta, de la pasión.
José de San Martín era en 1813, cuando combatió en San Lorenzo, un militar español; el campo de batalla también era español. Había nacido en una España de ultramar (Yapeyú lo era por entonces), se había formado en las armas en la Península, y allí había defendido a los Borbones con coraje y patriotismo. Y murió antes de que su pasión fuera una Nación.
Nuestra bandera tiene menos edad que La Pietà, y mucha menos que los versos de Virgilio, y sin embargo toca en nuestro corazón cuerdas vecinas. Imaginar el destino con nuestros hijos lejos de casa es insoportable, y quisiera que compartieran conmigo el sentimiento de que su casa es aquí.
La construcción de la nacionalidad es una constante en la historia argentina de los siglos XIX y XX. La convocatoria masiva a los inmigrantes, los planes educativos de Sarmiento, las campañas al desierto, los contenidos históricos de la enseñanza, los criterios distributivos de las tierras fiscales, los tendidos articuladores de las vías del tren, la exaltación de regiones como la Patagonia, las llamadas �hipótesis de conflicto� son prueba de ello. No interesa, en esta instancia, si eran buenas o malas concepciones, pero no eran olvido. Se habla tan poco de la Nación en los albores del siglo XXI, y se hacen tantas colas en las puertas de los consultados, que todo esto parece reliquia.
Sin embargo, no son viejas algunas de las cosas que todavía hace la Argentina: tiene plantas de producción de hidracina (combustible espacial), desarrolla difusión en estado sólido de materiales avanzados (titanio, hafnio, zirconio), fabrica productos alimenticios (lácteos) con propiedades antibióticas para la primera infancia, provoca corrosión de metales bajo tensión, ideas satélites con sensores radar, produce benzodiazepinas naturales, planifica transformaciones de fase y diagramas de equilibrio de aleaciones, estudia daños por radiación, provoca separación isotópica de material estratégico, modifica genéticamente cereales resistentes a plagas y para mejoramientos específicos (transgénicos), realiza reactores de baja potencia (15-50 MW) intrínsecamente seguros.
Todas estas líneas han finalizado o se desarrollan con éxito y con reconocimiento internacional; algunos de los productos están patentados.Todos contienen significativo impacto social y económico potencial. Todos representan oportunidades concretas de aprovechamiento de nuestro capital humano y son mecanismos directos de agregación de valor. Imagino a los argentinos que trabajan en ellos: el país para mis hijos, para nuestros hijos.
Al mismo tiempo que el mundo se integra, se localiza. Es perfectamente posible escudriñar los extremos del planeta buscando lo que falta, pero para ello hay un quehacer precedente: saber en qué consiste ser argentino, y querer serlo.
* Síndico general de la Nación. Este texto es un adelanto de Argentina, una luz de almacén. Reflexiones sobre un país en penumbras,
su último libro, que recién ha comenzado a distribuirse.
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