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Por Verónica Abdala Carlos
Fuentes lleva casi la mitad del lunes sentado en un silloncito de estilo
francés del hotel que lo hospeda en Buenos Aires, pero no se le escapa
gesto alguno de fastidio. El día que espera completar es largo:
entrevistas, protocolo, lobbies y una presentación en público de su
nueva novela Instinto de Inez, por la noche en el Museo de Arte
Latinoamericano (Malba).
En los momentos libres, dice, repasará algunas de las ideas que piensa
exponer en el Encuentro México-Argentina, organizado por la Cátedra
Libre de Estudios Mexicanos Alfonso Reyes y la cátedra latinoamericana
Julio Cortázar. (Hoy a las 19 integrará, junto a Tomás Eloy Martínez,
Luisa Valenzuela, Seatiel Alatriste, Noé Jitrik y Gonzalo Celorio la mesa
redonda "La escritura: encuentro y memoria", en la Biblioteca
Nacional. Mañana, a la misma hora y en el mismo lugar, clausurará el
ciclo reflexionando sobre "El amor, la amistad y la
experiencia".) Esta rutina suele ser su vida, en los meses en que uno
de sus libros le recuerda al mundo hispanoparlante la existencia de uno de
los grandes escritores de su historia, este mexicano con aspecto diplomático
al que nada parece afectar, ni siquiera el paso del tiempo. Fuentes tiene
72 años.
--¿Su novela se llama Instinto de Inez? ¿Cómo surgió
la idea de aludir a un instinto en el título?
--La protagonista de mi libro, Inez, es una mujer con capacidad
para relacionarse con lo otro, con lo onírico. Las mujeres tienen muy
desarrollado los instintos. Y los hombres muy atrofiados. Los hombres
somos muy brutos: para nosotros dos por dos es inevitablemente cuatro.
Para una mujer, dos más dos puede ser cien. Inez sabe que su amor es en
cierto modo imposible, porque se enamora de un hombre de otro tiempo a
través de una fotografía, pero también sabe que ese amor es posible si
ella sueña, se entrega, y de ese modo trasciende las barreras del tiempo.
Su hombre existe en otro tiempo, y ella lo irá a buscar. Viajará hacia
otro mundo, a encontrarse con el hombre que desea. --Un mundo que no se sabe
si existe en el pasado primitivo del mundo o en un futuro inminente...
--¿Ve? Eso es instinto. Yo no especifico en qué tiempo transcurre
el encuentro. --El plano temporal al
que corresponde ese encuentro es uno de los aspectos que usted deja a
criterio del lector. ¿Qué lugar le da al lector en el proceso de
construcción del sentido?
--Un lugar primordial. El es el que finalmente concluye y completa
la novela. Si el libro no está abierto a la imaginación del lector, si
no le permite completar ese sentido, para mí no vale. --¿Qué razones lo
motivan a seguir escribiendo si se tiene en cuenta que publicó su primera
gran novela a los 30 y hoy tiene 72?
--¿Tanto tiempo ha pasado? En fin, le diría que los libros
maduran como los frutos, y cuando ya están listos caen por su peso. Gringo
viejo, fue una novela que comencé a escribir a los 15 años, y la
publiqué recién en 1980. Llega un momento en que los libros caen como
manzanas o peras de un árbol. Este libro tiene su origen en el Buenos
Aires de la Segunda Guerra, días en que yo estudiaba en esta ciudad. A
ese tiempo se remonta mi amor por la ópera. La condenación de Fausto,
de Berlioz, y su sonido escandaloso, que aparece con recurrencia a lo
largo de la novela, me interesaba especialmente. Representa de algún modo
mi interés por crear disonancias en el campo literario, desobedeciendo
las reglas clásicas de la escritura. --El lector tiene la
sensación clara de que hay una simbiosis entre el ritmo de La
condenación..., y el de la prosa. Hay una suerte de romance entre la
energía de esa ópera y la manera en que usted escribe sobre la relación
que une al protagonista, el director de orquesta Gabriel Atlán Ferrara,
europeo, de 93 años, y la cantante mexicana Inez Rosenzweig.
--Ese efecto fue buscado. Escuché miles de veces la ópera,
mientras escribía. Mi amor por la ópera se remonta a los años de la
Segunda Guerra. Yo vivía y estudiaba en Buenos Aires, y me sorprendía la
cantidad de músicos y cantantes europeos que huyendo de la guerra se
presentaban en esta ciudad. La mayoría recalaba en el Teatro Colón. --¿El personaje de
Gabriel Atlán Ferrara está inspirado en Celibidache?
--Sí, creo que lo odié siempre, porque él se me adelantaba y
ganaba más chicas. --Este personaje --el del
viejo director-- sostiene, entre otras cosas, que América latina nunca
accederá a la posibilidad del verdadero progreso. Encarna, en ese
sentido, un fuerte eurocentrismo... Aunque dice también que valora la
lucha por la libertad, porque ella es la libertad en sí misma.
--Sí, comparto esa idea: la libertad --que nunca es posible en su
totalidad, porque somos seres contingentes en un mundo contingente-- es
esa búsqueda. Respecto de lo otro, por supuesto que no estoy de acuerdo.
El representa un pensamiento subconsciente muy evidente de los europeos
que no comprenden a Latinoamérica. --¿Qué cree que esperan
de usted los lectores? ¿El hecho de ser uno de los escritores contemporáneos
más prestigiosos lo condiciona en alguna medida?
--Creo que no y la verdad es que no sé qué es lo que se espera de
mí. Y creo sinceramente que escribir novelas es tirar mensajes al mar en
una botella. La verdad es que uno no tiene la menor idea de quién lo irá
a recibir. Hay gente, como Paulo Coehlo o Sthepen King, que tienen muy
claro para quien escriben, porque tienen un público predeterminado,
prefabricado. Yo no lo tengo. Es más, creo que el lector puede amar una
novela mía y detestar la siguiente. No tengo lectores cautivos. Los míos
son libros que buscan lectores posibles. --¿Hay aspectos de este
libro, de sus otros libros, que para usted permanecen incomprendidos, que
no revelan su misterio?
--Uf, ¡casi todos! Yo creo que el misterio alcanza el 80 por
ciento de mis novelas. Son como sueños no recordados, que mantienen su
sentido oculto. Estoy seguro de que los sueños que no se recuerdan son
los que informan a la imaginación literaria. En general, yo tengo
perfectamente diseñado el plan de trabajo de cada día, y sin embargo...
cada vez que me dispongo a escribir, surgen cosas que ni hubiera soñado,
y que no sé de dónde vienen. Muchas veces, incluso, desconozco además
lo que significan. --Me imagino que esas
cosas son las que lo llevan a volver a sentarse al día siguiente en el
mismo lugar...
--Claro, es la excitación propia de la escritura. Sin ella, nada
de esto tendría sentido. --¿Sigue empeñado en no
utilizar la computadora? (Fuentes
saca una estilográfica del bolsillo, la mira, la muestra, la guarda.) --¿Por qué la prefiere?
--Porque si no pierdo el contacto entre mi cabeza, mi corazón, mi
mano y el papel. Y si pierdo esa conexión...
--¿Pierde la fluidez?
--Casi lo mismo que me ocurre cuando hago el amor con condón. (Ríe.)
Hablando en serio, voy a citar a Max Weber, que decía que la tecnología
le quita magia al mundo. --¿Sigue siendo metódico
a la hora de escribir? ¿Mantiene sus horarios preestablecidos, sus
rutinas?
--En Londres sí: me levanto a las seis, y no me despego de la
silla hasta el mediodía. Y después leo tres horas cada día. En México
no: allí le doy a los tacos, las enchiladas, el tequila y las fiestas. --Ahora queda más claro
porqué para trabajar necesita volver a Londres...
--Sí, ahí me vuelvo un puritano calvinista. Y un hombre que
aspira a ser un buen escritor. En México, ya no podría. --Su obra es
inmediatamente identificada con una identidad, la mexicana. Usted, que
vive en dos sitios a la vez, y que ha sido educado en la Argentina, Chile
y los Estados Unidos, que se ha pasado, además buena parte de la vida
viajando y que incluso a representado a su país como embajador en
Francia, se siente representando en algún sentido a esa cultura?
--No. De la misma manera, a la obra de Borges se la identificaba
como la de un argentino por excelencia, aunque él no se sentía
argentino. Pidió, sin ir más lejos, que lo enterraran afuera, bien lejos
de aquí. Y su temática, nadie podría decir que es una temática
argentina, es cosmopolita, en todo caso. De manera que me atrevo a decir
que los escritores deseamos representar a la literatura, y nada más. --¿Quiénes son sus
amigos, en el mundo de las letras?
--Juan Goytisolo, Gabriel García Márquez, Harold Pinter, en
Inglaterra. Son amistades, lealtades diría. Aunque de ningún modo podrían
compararse con aquel espíritu de cuerpo que teníamos los escritores del
boom. --¿Cuál fue el último
libro que lo sorprendió?
--Uno de Joseph Conrad. Y El Quijote. --Muy gracioso.
--Bueno, estoy muy conforme con una nueva generación de escritores
mexicanos de 30 años, los de la generación del Crack. Dos de ellos son
Volpi y Palau. Excelentes, muy prometedores. --¿Lo angustia la
posibilidad de no llegar a escribir todo lo que le gustaría?
--Sí, por supuesto, es una de las cuestiones que íntimamente más
me preocupan. Uno se enfrenta diariamente a elecciones muy dolorosas. Uno
sabe que cuando elige escribir éste libro, está dejando de lado éste
otro. Quisiera
tener mil años para escribir mil y un libros. En este momento, tengo seis
o siete proyectos en danza, pero hay uno que está quemándome las entrañas
desde hace décadas: una novela sobre la muerte de Emiliano Zapata. Cuando
no aguante más deberé volver a mi silla para dejarlo que salga. Porque
también los libros se pudren, si uno no los deja nacer. Piense solamente
en la cantidad de novelas que se pudrieron en charlas de café --la gran
tragedia de la intelectualidad latinoamericana-- y se dará una idea de lo
que se dejó de hacer. No quiero que me pase lo que le pasó a Balzac, que
dejó tantos proyectos sin poderlos concretar, porque murió a los 50 años.
De todos modos, de eso se trata todo esto: de hacer elecciones, de tomar
decisiones, Nuestro trabajo es casi un espejo de la vida: todos nos iremos
de ella con algún asunto pendiente, con algo que no pudimos cumplir. --¿Y en qué se basa
para cada elección? ¿Planifica también su obra como un inmenso libro al
que va añadiéndole capítulos, y en virtud de ese gran proyecto se
inclina por escribir una u otra?
--Sí, también eso planifico. Es como un gran rompecabezas al que
voy agregándole piezas. No creo que lo llegue a terminar. La vida nos da
la libertad de escoger: es esta mujer o aquélla. No se puede todo,
debemos elegir. Eso no es tan malo, después de todo: si tuviéramos una
libertad absoluta viviríamos en perpetua anarquía, en un estado
permanente de confusión y por ende de insatisfacción. La verdad, es que
seremos esto y no aquello, viviremos aquí y no allí. Dejaremos cosas sin
hacer o sin terminar, y mientras tanto pasarán los años, pasará el
tiempo. Como dicen los jugadores de ajedrez: en cada posible jugada hay
diez mil movimientos posibles. Y hay que escoger uno. La vida es un poco
así. --¿No está cansado de
la rutina de las entrevistas, Fuentes?
--No, me gusta hablar.
--Entonces debe haber algo que todavía no haya dicho
--Creo que ya lo he contado casi todo, pero todavía confío en el
ingenio de los periodistas. En eso soy optimista.
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