Por Carlos Polimeni
Como Rodolfo Orozco, tocó
con todos, y de todo. A diferencia de él, que habita una canción
de León Gieco, Lucho González no es un invento de alguien,
sino un músico notable. Para más datos, uno de los mejores
guitarristas de América Latina en una especialidad ardua, y en
general poca reconocida: acompañar interpretes, a veces supliendo
orquestas o grupos grandes. Lucho se tocó la vida pero nunca en
función solista: lo suyo fue, y es, permitir que los otros se luzcan,
construyendo en su derredor universos sonoros. Lo que casi nadie sabía
es que además, Lucho cantaba, y cantaba bien. Su primer disco solista,
Esta parte del camino, es, al tiempo, una comprobación y una revelación.
La comprobación es que se trata de un músico fuera de serie.
La revelación que, además de eso, puede cantar con clase
y buen gusto. Lucho, he aquí su encanto, canta como el instrumentista
que es, no como un divo. Que un acompañante de su nivel grabe un
disco solista en que llama la atención como cantante suena tan
raro como si Mercedes Sosa grabase uno que hoy por hoy no graba
ninguno- como interprete de piano o Juan Carlos Baglietto lanzara uno
que hoy lo suyo es Que hacer en esta tierra incendiada, sino cantar
junto a Lito Vitale luciendo sus virtudes de percusionista.
Lucho es peruano y argentino, por destino y por elección. En Perú
están sus ancestros, y una gran porción de su cultura musical.
En la Argentina buena parte de su familia, y su mundo laboral. En este
disco hay un homenaje explícito a la música peruana y un
implícito tributo a la música argentina, que ha sido su
ámbito de desarrollo y crecimiento. Lucho parece volcar en el disco,
que acaba de salir y fue grabado en setiembre, su aprendizaje de trajinar
estudios y escenarios junto a figuras de la talla de Chabuca Granda, a
quien le dió un soporte de calidad que aún hoy llama la
atención, Mercedes Sosa, Ana Belén o Joan Manuel Serrat.
Es más: parece haber aprendido que cantar es tocar un instrumento,
que es la voz, y que eso no implica necesariamente maratones ostentosas.
Cantar folklore peruano no es cantar arias, y por eso suena tan feo cuando
Plácido Domingo se mete con los valses peruanos.
El disco empieza con Amarraditos y termina con Aquellos
ojos verdes, como si se tratase de una declaración de principios
(y una declaración de finales). En el medio, hay un verdadero festival
de ritmo y swing, en que se sacan chispas, González y su socio
Hubert Reyes, en cajón peruano. Cuando canta, González transmite
una sensación muy especial: el oyente capta su emoción,
ese instante único en que el que intérprete esta sintiendo
la canción, y entrando en ella como si pidiese permiso, pero a
la vez puede independizarse de ese compromiso y disfrutar del resultado
profesional. Es decir: este disco no necesita de alguien que explique
que el solista está cantando por primera vez en público,
aunque eso sea llamativo.
La presencia de Colacho Brizuela en Caricia, así como
la de sus hijos en otros temas, y hasta el tributo verbal, repetido por
escrito, a Chabuca Granda, son parte de lo que para Gonzalez significa
este disco, luego de casi treinta años de tocar para otros: su
primera casa propia. El homenaje a Colacho es bastante lógico,
si se tiene en cuenta su larga faena como el hombre en que se respalda
para cantar Mercedes Sosa. Brizuela, como González, es un héroe
del trabajo, a veces sólo notado por los músicos, de cargarse
el equipo al hombro cuando los partidos son difíciles. En los escenarios,
casi siempre los partidos son difíciles para la música popular.
Una idea de la calidez que destila Esta parte del camino es
la versión de Palabras para Julia, el poema de Juan
Agustín Goytisolo que Paco Ibáñez convirtió
en una hermosa canción en los años finales del franquismo.
Lucho cantando una canción para una hija, acompañado por
su hija Alejandra, produce un momento de alta intensidad emocional. Eso,
que es muy difícil de grabar, campea por aquí y allá
en este disco para no olvidar: un intérprete que emociona con su
emoción.
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