Por Diego Fischerman
Hay dos relatos de fondo. Y
una música coral que se alimenta de ambos. Por un lado, las historias
personales, el folklore escuchado en guitarreadas familiares, una maestra
llamando a los padres para decirles que la nena tiene condiciones
para cantar, más tarde el rock en un momento en que el rock
se pensaba a sí mismo desde la modernidad, desde la búsqueda
de nuevas fronteras y, tal vez, desde la posibilidad de conquista de todo
un universo cultural. El grupo se llamaba MIA (una sigla que significaba,
con sencillez, músicos independientes argentinos) y la joven con
condiciones, Verónica Condomí. La otra voz es la de ese
país que le daba el nombre al grupo, en el que ella creció,
cantó, aprendió, fue parte del Coro de Niños del
Teatro Colón y vio, en 1976, cómo desaparecía su
padre, un cantante y compositor de canciones de tradición folklórica
al que ahora, fervientemente, reencuentra desde la elección de
su repertorio (actualmente hace algunas canciones escritas por él
y a las que ella caracteriza, obviamente, como su herencia
y su orgullo) y desde su propia imagen como artista.
Un dúo con Liliana Vitale, centrado, sobre todo, en la experimentación
vocal dio lugar, ya en los 80, a su participación en
uno de los grupos más importantes de la evolución de los
géneros populares en Argentina, MPA. Junto al Chango Farías
Gómez, el Mono Izarrualde, Peteco Carabajal y Jacinto Piedra, empezó
a trabajar en un territorio mucho más cercano al de sus propios
comienzos. Fue una revolución en mi vida. No me había
dado cuenta pero había toda una zona de mi corazón que había
estado guardada, sin latir. Una zona que se asociaba con mi padre y que
había quedado absolutamente dormida. Una zona a la que ella
prefiere denominar música popular en lugar de folklórica.
Es una manera de definir mejor la música de la gente que
está viva, de lo que todavía como pueblo podemos decir,
explica. Y, además, no me interesa encerrarme en un concepto
como música folklórica argentina porque, de hecho, hago
muchas cosas que no son ni folklóricas ni argentinas. Canto cosas
de Guatemala, de Cuba, de México, de Paraguay, de Brasil. No tenemos
por qué ceñirnos a nada que no sea el propio corazón.
La forma actual de esa búsqueda permanente de Verónica Condomí
alrededor de las canciones y de lo que ella llama el sonido de la
gente, es la de un trío. Pero no es un trío típico.
Ella, que en algún momento (en un grupo anterior en el que también
participaba Javier Malosetti) tocaba piano, aquí renunció
a cualquier cosa que no fuera cantar. Junto a ella están el guitarrista
Ernesto Snajer (uno de cuyos discos fue producido por Egberto Gismonti
y editado por el sello Carmo, una subdivisión de ECM) y el percusionista
Facundo Guevara, con quien Condomí quería tocar desde hace
un largo tiempo. El grupo grabó, parte en vivo y parte en estudio,
un CD que saldrá a la venta la semana próxima. La publicación
coincidirá con la presentación que harán el próximo
martes 13, en el Teatro Presidente Alvear. La música tiene
la posibilidad de curar nuestra alma social y de resguardar nuestra cultura,
reflexiona la cantante. Y en mi caso, el hecho de cantar en varios
idiomas, de usar el guaraní, el portugués o un dialecto
de los indios guatemaltecos, permite entrar en algo que es indisoluble
de la cultura: su fonética, su sonido. Más allá de
lo que quiera decir la letra, a veces el significado más profundo
está allí, en esa manera de sonar.
Para un intérprete, elegir una canción de otro, hacerla
propia, decidir la forma en que esa canción va a ser cantada, es
una manera de componer. Condomí afirma que la voz es el reflejo
del cuerpo tanto como del alma, y en el medio está la mente, manejándolo
todo. Es imposible separar una cosa de otra. Creo que el instrumento no
es la voz sino el ser. La voz es una parte de un todo, que soy yo.
Y en ese proceso de elección, lo que primero la conmueve es la
música. Después está, por supuesto, el texto.
O tal vez inconscientemente uno ya lo ha escuchado y por eso esa música
nos pareció intrascendente o maravillosa. Entre las canciones
amadas estánalgunas de Guastavino o de Ginastera, esa parte
de la composición argentina que no es masiva que ella conoció
en el Colón y que, aun en el medio de las revoluciones posteriores,
nunca abandonó del todo.
CICLO
DE JAZZ DE LOS JUEVES
El empuje de La Tromba
La Tromba, además de
un nombre que remite a torbellinos, viene produciendo varios de los acontecimientos
más interesantes en el ámbito del jazz local. Además
de haber juntado la música con otras expresiones como la literatura,
las artes plásticas o la fotografía y de haber dado cabida
a muchos de los músicos más representativos del momento,
viene siendo un modelo de energía aplicada a la concreción
de proyectos artísticamente significativos. Como parte del ciclo
de los jueves en el Espacio Urania-Giesso, Cochabamba 360, el grupo anuncia
para mañana a las 22 la actuación del notable guitarrista
y compositor Guillermo Bazzola (uno de los motores de La Tromba), junto
a numerosos músicos invitados, en su última actuación
antes de partir en una extensa gira europea que lo llevará por
España, Holanda, Alemania y Francia.
El jueves 15 se presentará por primera vez una especie de mezcla
entre grupos preexistentes conformada por el saxofonista Rodrigo Domínguez
y dos de los integrantes de Cambio de Celda, el cellista Martín
Iannaccone y Ernesto Jodos en piano. Una semana después será
el turno de Cacerola, el grupo del cornetista Enrique Norris junto a Wenchi
Lazo en guitarra y Alejandro Ferrera en percusión, presentando
el material de su primer álbum. En la última actuación
del mes, el jueves 29, debutará dentro del ciclo el contrabajista
y compositor Juan Elías junto a su grupo, Hombres Trabajando, integrado
por los saxofonistas Luis Nacht (que acaba de publicar un muy buen disco
llamado Nachtmusik) y Pablo Puntoriero y por el baterista Hernán
Rodríguez.
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