Por Eduardo Febbro
Desde Peshawar
Zhenan cierra la puertas como
si el más mínimo ruido pudiese despertar las sospechas de
sus enemigos. Hace apenas un mes, Zhenan llegó de un país
occidental para zambullirse por entero en la causa de su pueblo. El tiempo
en que era mujaidin y luchaba contra la invasión del ex Imperio
Rojo está lejos. Le quedaron los recuerdos, una pierna herida que
le llevó tres años de operaciones en Estados Unidos, algunos
rostros de los hombres de su numerosa tropa, los paisajes de Laghman y
un lamento en el pecho que duró muchos años. Hoy, la historia
que lo había olvidado ha vuelto a pasar delante de él. Su
estatura de comandante invencible lo llamó al combate por
la liberación de Afganistán. Zhenan dejó todo
lo que tenía y vino a Peshawar para entrar en relación con
los talibanes moderados que están en el interior de
Afganistán y organizar la resistencia interna. Es difícil,
pero no imposible. Cuando llegué a Pakistán pensé
que se trataba de un sueño. Ahora sé que es una realidad,
lenta pero realidad al fin.
El comandante afgano sabe de lo que habla. Como tantos otros ex mujaidines,
comandantes u hombres políticos exiliados, Zehnan hizo el viaje
a la única ciudad del mundo donde se cruzan espías, comandantes
talibanes de vacaciones, mujaidines llenos de medallas, traficantes de
armas y enviados del Pentágono: Peshawar. Hace apenas un mes que
llegó a esta ciudad del norte de Pakistán y ya entró
en contacto con mucha gente. Los talibanes moderados no son una
metáfora, existen. Usted podrá verlos en algunos momentos.
Cuando los dos hombres atravesaron la puerta enturbantados hasta los ojos
Zhenan la cerró como si escondiera un secreto. El periodista
es de confianza. Hablen bajo. Las fotos están prohibidas,
dijo. Hubo un largo silencio hasta que Zhenan explicó en inglés.
Desde que estoy aquí recibí la visita de 18 talibanes
que vinieron especialmente de Afganistán porque quieren cambiar
las cosas. No es tan fácil como se piensa. La resistencia existe,
está desorganizada. Hay que tener paciencia y darle un cuerpo.
Los dos hombres llegaron en la madrugada provenientes del sur de Kabul.
Pertenecen a una tribu que se alió con los talibanes y que ahora
quiere cortar los lazos. Ambos son dirigentes de cierto peso
pero se sienten desamparados. El primero explica que la
situación es alarmante. El país está destrozado.
El régimen de Mohammad Omar arruinó Afganistán, dividió
a las tribus pashtunes, instauró un sistema de control represivo
al que no estábamos acostumbrados y encima, por proteger a los
árabes y a Bin Laden, precipitaron un conflicto innecesario.
El hombre mira con desconfianza pero habla con sinceridad. El segundo
es a la vez más jovial y más recio. Se nota que es un hombre
de poder. No se niega a responder a la pregunta inevitable. ¿Por
qué? Sin tardar argumenta: Cuando nos unimos a los talibanes
era algo natural. Los lazos étnicos y religiosos entre las tribus
pashtunes son muy fuertes. Los talibanes eran pashtunes y ofrecían
una garantía de respeto y permanencia de todos nuestros códigos.
Políticamente, conquistaron el poder después del desastroso
gobierno de la Alianza del Norte. El sistema de Mohammad Omar nos era
familiar. En ese momento, no había razón alguna por qué
desconfiar. Las cosas empeoraron después, a veces hasta el absurdo.
Pero la religión común, el islam sunita, y la cuna pashtún
mantuvieron viva una alianza que hubiese debido ser rota mucho antes.
En nombre de las tribus que representan, los dos hombres decidieron explorar
otros caminos, es decir, entrar en contacto con los demás
jefes tribales de Afganistán y buscar una salida interior
a esta crisis. No es fácil dice el primero. Los
talibanes detentan un poder aún estable,con un sistema represivo
que funciona a la perfección. En Afganistán son muchas las
tribus que anhelan dar vuelta la página pero no saben a qué
interlocutor encomendarse. El segundo talibán moderado completa
el cuadro: Hemos hablado con unos cuantos jefes tribales. Están
hartos, pero nadie sabe cómo hacer. El poder tiene orejas en todas
partes y en las últimas semanas hubo muchos arrestos. Pero ese
no es el único problema. Hay otro más de orden étnico,
religioso y moral. Se trata de saber cómo rebelarse contra un sistema
étnico y religioso común cuando ese sistema está
siendo bombardeado a mansalva por Estados Unidos. Creo que la gran mayoría
siente lo que siento yo: no quiero mirarme al espejo y sentirme como un
traidor. Sin embargo, el costo en víctimas civiles es horrendo.
Ha llegado la hora de actuar.
Los dos talibanes moderados parecen sinceros y Zhenan es una garantía
de verosimilitud. Ambos desean un retorno a las estructuras tradicionales,
a la convocatoria de elecciones luego de que la Jirga la asamblea
de todas las autoridades tribales y religiosas del país haya
decidido los destinos de la nación. Zhenan los escucha con los
ojos llenos de esperanza y una mueca de impaciencia en los labios. Antes
de que se vayan les explica la situación, el desamparo absoluto
en que se encuentran los opositores que pugnan por una solución
distinta a la de los bombardeos. He recibido más llamadas
y mensajes de jefes tribales y comandantes talibanes que buscan terminar
con el régimen más que ofertas de ayuda. He tomado contacto
con los norteamericanos, me prometieron muchas cosas, pero nada se concretó.
La oposición está trabajando sin medios, sin armas y sin
plata. Los occidentales han privilegiado a la Alianza del Norte dejando
en la sombra a las otras voces que pueden organizar un cambio interior.
Los dos hombres se van con la noche cerrada. Zhenan cierra la puerta en
cámara lenta. Cuando se sienta en el sillón dice: aunque
no se ve, el régimen está agotado. Por ahora, somos un ejército
que camina descalzo. Pero el momento llegará.
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