Por Eduardo Febbro
Desde Peshawar
La huelga general y la jornada
de manifestaciones convocadas por los grupos religiosos fudamentalistas
de Pakistán terminó con una escasa movilización y
un saldo de 4 muertos, decenas de heridos y cientos de detenidos en todo
el país. Los partidos islamistas radicales de Pakistán volvieron
a fallar en su intento de movilizar a la población contra las represalias
norteamericanas en Afganistán. El movimiento de protesta lanzado
por 35 grupos islámicos fue tal vez el menos seguido de todos los
realizados hasta hoy.
La escasa respuesta dada por la sociedad deja a los sectores religiosos
huérfanos de apoyo político en su constante denuncia de
la campaña militar norteamericana y el consiguiente apoyo dado
por Islamabad. Ni siquiera en ciudades como Quetta o Karachi, tradicionalmente
las más combativas, los militantes consiguieron llenar las calles.
En Peshawar, a pesar del viernes, día feriado, y de la convocatoria
a la huelga, la mayoría de los comercios estaban abiertos. La manifestación
más importante reunió escasamente a unas 2000 personas.
La concentración tuvo lugar en torno a la mezquita de Khyer Bazar
al final de la plegaria de la una y media de la tarde.
El estado de ánimo de los manifestantes contrastó con el
de otras manifestaciones. El ardor, la violencia verbal y la convicción
de antaño estuvieron ausentes. Como de costumbre, los manifestantes
insultaron al presidente Georges. W. Bush y al primer ministro Tony Blair
y luego agregaron a su lista a países como Alemania y Francia,
ambos acusados de dar su apoyo a la Alianza del Norte. Contrariamente
a otras ocasiones, ni siquiera Karachi, la capital económica de
Pakistán, vio desfilar a las multitudes de antaño.
Es preciso decir que el gobierno del general Musharraf había preparado
el terreno para limitar el alcance de las protestas e impedir que las
manifestaciones degeneraran en disturbios. Una semana antes empezó
a detener o a poner bajo arresto domiciliario a los tres jefes de los
partidos religiosos más importantes. En Islamabad, la manifestación
fue prohibida por las autoridades, mientras que en Quetta y Peshawar el
dispositivo policial y militar desplegado impidió que muchos militantes
llegaran al lugar de la convocatoria. Los incidentes más serios
se produjeron en el centro del país cuando la policía abrió
fuego contra un grupo de manifestantes que incendió un vehículo
policial dejando un saldo de cuatro muertos.
El islamismo radical pataní dio ayer claros signos de agotamiento.
No sólo no consiguió unir a los militantes oriundos de sus
filas sino que tampoco alcanzó a ampliar su base, que era uno de
los objetivos de la jornada. Los islamistas pretendían despertar
ayer y de manera masiva los sentimientos de la opinión pública,
mayoritariamete opuesta a los bombardeos y a la alianza entre Islamabad
y Washington. Tres de los grupos religisos se habían fijado este
viernes como el comienzo del proceso popular que acarrearía la
renuncia del general Musharraf. En vez de ese objetivo alcanzaron el contrario.
LO
QUE SE VENDE ADEMAS DE ARMAS EN PAKISTAN
La alfombra mágica de Afganistán
Por E.F.
Desde
Peshawar
La historia cabe en un hilo,
un hilo que teje y entreteje una de esas inigualables alfombras afganas
que los occidentales buscan a cualquier precio en las ciudades fronterizas
de Pakistán. Shersha mira casi con lágrimas en los ojos
las alfombras que extendió en el patio de su casa de un barrio
del sur de Peshawar. Sus hijos dejan un momento el rudimentario telar
y se acercan a su padre para oír la explicación. Shersha
cuenta: Nosotros, en Afganistán, hacemos las alfombras con
hilos y lana de primera calidad. En Afganistán el invierno es rudo
y las ovejas producen una lana única en el mundo. Acá, en
Pakistán, la calidad de la lana es muy inferior y los diseños
se parecen entre sí. Las alfombras afganas no. Es un arte que se
transmite de generación en generación, un arte acuñado
en el seno de las familias. Si hay algo profundo que me falta de mi país
son las montañas. Entre el momento que nos fuimos de Afganistán
y ahora pasaron algunos años. En mi familia todos sabemos lo que
perdimos. Ya no podemos más contar historias, esconderlas entre
los hilos o dibujar el curso de los ríos. Tenemos que hacer como
todo el mundo para sobrevivir.
Habib, su hijo mayor, aprueba con la cabeza y sirve el té. Hace
cinco años, Shersha huyó de la guerra con toda su familia
y se instaló en Peshawar. Es un privilegiado. Tiene una casa grande
y puede darle de comer a sus 11 hijos. Habría que decir al revés:
sus hijos le dan de comer a él. Contra un muro del patio central
de su casa, Shersha instaló dos telares donde sus hijos tejen las
alfombras que luego se venden en los bazares de Peshawar. Entre 40 y 100
dólares por un producto que en Occidente se paga bastante más
de mil. Los chicos tienen entre cuatro y 14 años. Sus manitos pequeñas,
de dedos teñidos con los colores del hilo con que trabajan, van
y vienen con una rapidez desconcertante entre el inextricable enjambre
de hilos del telar. Las manos me duelen todos los días. A
veces me pican tanto que no puedo dormir, dice Omar, uno de los
hijos de Shersha. No debe tener más de nueve años y trabaja
con la velocidad de un hombre maduro.
Habib sirve otra vez el té y cuenta que en Afganistán las
alfombran narran una historia. Cada día, los hijos de Shersha se
levantan a las cuatro de la mañana, trabajan en el telar hasta
las siete, van a la escuela hasta las tres de la tarde y luego regresan
al telar del patio hasta que cae la noche. Las habitaciones de la casa
de Shersha son humildes pero el piso está cubierto con un montón
de alfombras de formas, colores y diseños distintos.
A mí no me gusta trabajar, prefiero jugar a la pelota o hacer
dibujos. Pero no puedo. No me dejan, dice Omar. Detrás del
patio de la casa, tendidos en palos, un montón de hilos de muchos
colores se secan al sol. Los tenemos nosotros mismos, pero con productos
químicos. En Afganistán, las hilos se tiñen con tinturas
naturales. No se parecen nada que ver con lo que se hace acá,
explica Shersha. Sus hijos lo miran con respeto. El les hace un signo
con la cabeza y todos vuelven al telar. A algunos se les ve el cansancio
en la expresión, se le mezcla con la curiosidad y el hartazgo de
estar tantas horas al día sentados frente al telar.
Shersha y su familia no son una excepción. En el barrio en el que
residen un montón de otras familias de refugiados afganos podrían
contar casi la misma historia. Las mismas escenas se repiten a lo largo
de una red de estrechas callejuelas atravesadas por zanjas malolientes.
Las alfombras que la familia de Shersha teje sin descanso contienen toda
la dolorosa historia del exilio afgano: 22 años de guerra, millones
de refugiados por el mundo, miles de hilos tejiendo en otras tierras una
forma vaciada de su originalidad. En Afganistán, la cultura de
las alfombras es al país lo que el Corán es para los musulmanes,
algoconsustancial ligado a una práctica cultural y no a un lujo.
En estas culturas de Asia central, la gente se sienta en el piso, sobre
esas delicadas alfombras que Occidente compra como un trofeo, como una
marca de buen gusto o un signo de distinción de clase social. En
Afganistán, a nadie se le ocurría caminar con zapatos sobre
una alfombra.
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