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La historia del virrey que se llevó todo el oro

�Sobremonte, el padre de la patria� entrega una ácida mirada sobre los �fundadores� de la nación, con diálogos filosos y actuaciones destacadas de Pompeyo Audivert y Franklin Caicedo.

Audivert y Caicedo, o
Sobremonte y un bufón llamado Búho.
La pieza de Ignacio Apolo no se ahorra
frases urticantes.

Por Hilda Cabrera

Si el sevillano marqués Rafael de Sobremonte (1746–1827) supo, como se dice en esta obra, defender sus tierras frente a los moros, es evidente que años más tarde, en 1806, aquella bravura había decaído, o la reservaba para resguardar otros bienes, transportables, como su persona y el oro: el que pertenecía al rey y aquel otro que había acopiado para beneficio propio mientras fue la máxima autoridad del Virreinato del Río de la Plata. La historia cuenta que huyó apenas tuvo noticia del desembarco de tropas de navíos ingleses al mando del brigadier William Carr Beresford. Desde aquella primera invasión inglesa hasta hoy, la figura de Sobremonte es sinónimo de cobardía y robo, parodiada años atrás por el actor Enrique Pinti junto a otros teatristas en una protesta cultural organizada en uno de los patios de La Manzana de las Luces.
El virrey que muestra Ignacio Apolo no contraría esa imagen, aunque lo pinte más dubitativo que tajante. Este Sobremonte no se refugia en el Fuerte, como Baltasar Hidalgo de Cisneros en 1810 sino que huye a Córdoba, acompañado de su fiel Juan Marín, ayudante mayor de Dragones, con quien –se sugiere– mantiene una relación amorosa. Parte con un pequeño séquito, para su cuidado y el de su oro. El calificativo de “padre de la patria” surge de la intención de dar a este acontecimiento carácter fundacional. Una propuesta discutible pero atractiva, sobre todo en momentos en que traiciones y enriquecimientos ilícitos están en auge.
Autor de novelas y de varias piezas ya estrenadas, como La historia de llorar por él y La pecera, Apolo recoge en sus diálogos opiniones que provocan. Se dice por ejemplo que los pampas no representan nada, que los criollos serán libres pero vivirán mutilados, que convierten todo en su propia nada o que cortan cabezas para liberarse de la memoria. Se trata de frases motivadoras, aun cuando estas opiniones, como las rebeldías, se manifiesten sin profundizar demasiado. Por ello, lo atrapante de esta pieza no es tanto la indagación sobre quiénes han sido los fundadores de esta nación –que aquí se asemeja a un cambalache de poderosos prestos para el saqueo y la fuga, por justicieros y liberales, prostitutas, delirantes y bufones– sino el humor avieso y llano que recorre toda la anécdota, y la socarrona ironía con la que se descabezan héroes.
El ajustado desempeño de los intérpretes es otro punto a favor. Si bien no se lucen todos, contribuyen en conjunto a crear un vivaz clima de fábula. Esta atmósfera es lograda por el director Sergio Rosemblat a partir de elementos tomados del circo, la comedia musical, el cine y otrosgéneros audiovisuales. En materia de actuación, resultan fundamentales el actor chileno Franklin Caicedo –medular y creativo en el rol del Sobremonte despreciado por un pueblo que resiste la invasión, liderado por el capitán Santiago de Liniers– y Pompeyo Audivert, quien compone de manera desarticulada y humorística a su personaje, el Búho, bufón de burdeles, visionario y estratega popular.
Este Búho es quien dice que robar y huir es tarea de genios, y quien maquina un eficaz ardid para anular al invasor, basándose en lo que aquí se llama la seducción de la barbarie. Método que en este caso es aplicado por un grupo de prostitutas bendecidas por un fraile libertario, amigo del Búho y parte significativa de este espectáculo que, sin apartarse de lo ya conocido, plantea un rompecabezas histórico, con hipótesis viables sólo en un mundo que, como aquél y éste del presente, no distingue entre suposiciones y realidades.

 


 

“MUJERES SOÑARON CABALLOS”
Secretos de una familia

Por Cecilia Hopkins

”¿Qué miran... estoy más gorda?”, desafía a los demás la mujer que acaba de rajar el piso de un disparo, en medio de una reunión celebrada entre hermanos y sus parejas. Aun cuando no haya concluido en buenos términos, la velada sirvió para aclarar algunas cosas a los azorados personajes de Mujeres soñaron caballos, la obra de Daniel Veronese que acaba de estrenarse en el Teatro Callejón. Entre otras, que el negocio familiar ya no existe, que hay un enfermo terminal entre ellos y que hubo alguno que otro desliz amoroso entre cuñados. Pero hay más: lo más impactante para todos es que uno de los personajes termina aclarando el enigma de su origen.
Fuera de este hecho que se asume como central, entre los seis personajes prosperan conversaciones truncas y surgen altercados que dejan varios temas inconclusos, entre ellos, el guión de la película de Ulrika, las esperanzas y deslumbramientos de aquellos que pasaron a la edad madura, los traumas de los más jóvenes y los celos. Alrededor de una mesa, los seis están por compartir una cena informal. El ámbito reducido aproxima los cuerpos y las miradas le brindan al espectador pocas pistas sobre unos vínculos que no aparecen nada claros. El nombre de la obra responde a una imagen recurrente que también es un enigma. Metáfora oscura o simple capricho del autor, estos caballos se multiplican en el friso sudoroso del guión cinematográfico comentado, en el pony que decide autoinmolarse y en los animales que Lucera cree ver en su delirio.
Hay mucho de las actuaciones de Mujeres soñaron... que responde a un registro ya conocido. Se trata de una clase de comportamiento que se ha venido generalizando en los personajes que aparecen en las puestas de los nuevos dramaturgos, a expensas de los propios textos. En ésta como en otras obras, el discurso actoral intenta aparecer lo más natural y cotidiano posible hasta que es atravesado por alguna conducta autista, o al menos extrañante.

 

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