Por Horacio Bernades
La figura del productor es,
para el resto del ambiente cinematográfico, a veces temida, otras
odiada, y en ocasiones ambas cosas a la vez. El productor es ese ser incómodo
que en el mejor de los casos le recuerda al director que se pasó
de tiempo o se le fue la mano con el presupuesto. En el peor, se ocupará
de cortar, tergiversar o mutilar, apelando al sacrosanto e incomprobable
gusto del público. Hay, sin embargo, otra clase de
productores: los que se dedican a apoyar al cineasta, bancándole
sus caprichos o solventando sus ideas a rajatabla.
Es el caso de un Chris Sievernich, que produjo lo mejor de Wim Wenders,
de Kees Kasander, brazo derecho de Peter Greenaway, o de Marin Karmitz,
que estuvo detrás de Kieslowski y más tarde Kiarostami,
Chabrol o Michael Haneke. Todos ellos son europeos. En Estados Unidos
resulta casi imposible encontrar una figura equivalente. Es posible que
la única excepción sea Christine Vachon. Nacida en 1962
en Nueva York, Vachon que pasó por el Festival de Buenos
Aires durante su primera edición difícilmente apoye
un proyecto en el que no crea. Tal vez la más importante productora
independiente a través de su sello Killer Films, basta repasar
su foja para verificar una indeclinable coherencia.
Como aquellos pares europeos, Vachon le es rabiosamente fiel a ciertos
cineastas (el caso de Todd Haynes, de quien produjo desde Poison hasta
Velvet Goldmine, pasando por Safe) y a ciertas películas, las más
audaces y revulsivas, las menos complacientes con la América
oficial. Es el caso de Kids, I Shot Andy Warhol, Go Fish, Felicidad y
Los muchachos no lloran, entre otras. Así como varios de los más
interesantes films independientes estrenados este año en Estados
Unidos, desde The Safety of Objects hasta The Grey Zone, pasando por el
más reciente suceso del Festival de Sundance, Hedwig and the Angry
Inch, a la que se menciona entre las candidatas al próximo Oscar.
Entre unas y otras, Vachon produjo Crimen y castigo en los suburbios,
que el sello Gativideo editará la semana próxima.
Dirigida por el poco conocido Rob Schmidt y con guión del cotizado
Larry Gross (autor de 48 horas, Calles de fuego, Crimen verdadero y Chinese
Box), Crimen y castigo en los suburbios representa, en verdad, un intento
de fusionar aquella voluntad de revulsión con un formato más
convencional, el de las películas para teenagers. A medio camino,
el resultado puede verse como la más convencional película
transgresora... o viceversa. Aunque el título haga pensar lo contrario,
la fidelidad a Dostoievski es tirando a escasa. Raskolnikov, el angustiado
y místico asesino por elección, se desdobla entre dos personajes,
Roseanne Skolnik (nombre cuya vaga resonancia al original es toda una
definición de parentesco lejano) y Vincent (Vincent Kartheiser,
protagonista de Otro día en el paraíso, de Larry Clark),
quien quiere rescatarla del infierno en el que cree que está.
Luego de que su padrastro intenta violarla, Roseanne decide asesinarlo,
por motivos bastante más concretos que la torcida busca espiritual
del héroe dostoievskiano. Y de un modo bastante más brutal,
dicho sea de paso. Ya de entrada se advierte que las cosas no andan del
todo bien en el hogar de los Skolnik. Mamá (la gran Ellen Barkin,
cada vez menos sexy y más digna de piedad) está harta de
papá (el temible Michael Ironside, villano de Scanners). Papá
es un tipo frustrado, que se la pasa mirando Rumbo a lo desconocido
en la tele y bebiendo lo que haya sobre la mesa, y todo marcha barranca
abajo a partir del momento en que mamá conoce a un barman. Quien,
para peor, tiene un color de piel demasiado oscuro para lo que papá
está dispuesto a tolerar. A su turno, el novio de Roseanne es un
rugbier al que el músculo se le subió a la cabeza. La chica
primero rechazará y de a poco comenzará a mirar con simpatía
a Vincent, el pibe raro, que no por místico deja de sacarle fotos
masturbatorias. Todo se irá poniendo cada vez más dark.
Incluido el aspecto de Roseanne, que empieza siendo la chica sexy del
cole y termina más parecida a Winona Ryder en Beetlejuice. Antes
de un happy end disparatado, que intenta borrar en un par de tomas la
hora y media anterior, Crimen y castigo en los suburbios logra, más
allá de ciertos desvíos y desvaríos, oscurecer hasta
el nihilismo el diáfano paisaje americano. Un paisaje que siempre
parece estar conteniendo un caos que a veces, como aquí, inevitable
y destructivamente aflora.
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