Por Silvina Friera
Controvertido, trasgresor y
mitificado. Jean Genet (1910-1986), poeta del hampa, dramaturgo de la
mala vida, alimentó la fama y el mito desde su infancia, debido
a su peregrinaje por orfanatos, reformatorios y cárceles francesas.
Creo que en mi record criminal hay 14 condenas por robo. Me sentí
un pobre ladrón porque siempre fui atrapado. En la cárcel
estaba convencido de que nadie iba a leer mis libros. Pero resultó
que había algunos lectores, comentó uno de los escritores
más influyentes del siglo XX, quien pasó la mayor parte
de su temprana vida en prisión. Genet, que nunca había sido
entrevistado para una cadena de televisión, aceptó la nota
con la cadena Arena, seis meses antes de su muerte. El reportaje, que
emite hoy a las 19 Film & Arts, se realizó en la casa de uno
de los miembros del equipo de producción en el sur de Londres.
Comencé mi primer libro en hojas de papel destinadas para
hacer bolsas. En esas hojas escribí las primeras páginas
de Nuestra señora de las flores (Nôtre Dame Deus Fleurs).
Cuando me llamó el tribunal para examinar mi caso, entraron a mi
celda y le llevaron los originales al director de la prisión. Me
castigaron con tres días de aislamiento y pan seco. Después
de eso, traté de pensar en las frases que había usado y
escribí de nuevo lo que ya había hecho, recordó
Genet.
Nuestra señora... fue considerada por Jean Cocteau una duda
literaria tan brillante como la de Rimbaud o Baudelaire. Jean-Paul
Sartre le consagró un libro de 700 páginas, San Genet, actor
y mártir, un texto que levantó polémica entre los
moralistas más exacerbados. La última entrevista incluye
fragmentos de sus obras teatrales más representativas Las criadas
y El Balcón, y del film Un canto de amor (1950), una película
de culto para los homosexuales, dirigida por el propio Genet. Hijo ilegítimo
de la prostituta parisina Gabrielle Genet, una familia campesina lo adoptó
únicamente por la pensión que el gobierno le otorgaba. Fascinado
por los crímenes desde temprana edad, Genet fue denunciado como
ladrón por un vecino y expulsado del hogar por su familia adoptiva
cuando todavía era un chico. Tenía dos sentimientos
mezclados. Por un lado, hambre verdadera, cuando tu estómago te
está gritando por comida. Y luego el juego de robar, que es más
divertido que contestar preguntas de la BBC, deslizó el dramaturgo
con punzante ironía, frente al equipo que lo estaba entrevistando.
Cuando la policía me agarró fue como caer al abismo.
Hay que pagar por todo, incluso por el placer de robar, sentenció
el escritor.
A los 15, Genet fue trasladado a un reformatorio en Mettray, uno de los
más severos en Francia. Me mandaron porque viajé en
tren sin pagar pasaje, aclaró. Cuando el cronista le preguntó
si su vida hubiera sido completamente distinta de haber pagado el pasaje,
Genet se despachó con gusto: ¿Usted cree en Dios?.
El periodista, sorprendido por la reacción del escritor y el cambio
de roles, respondió con un tímido a veces. Entonces
pregúntele a él si mi vida hubiera cambiado, agregó
Genet. El amor no comenzó con un muchacho sino con 200, uno
después del otro, enfatizó con notable regocijo. Tuve
mi primer sentimiento sexual a los 13 o 14 años, ¿cómo
podría a esa edad hacer una posición política de
la homosexualidad?, reflexionó el dramaturgo. Durante el
reportaje estuvo implícito lo que Sartre decía sobre Genet:
Si se lo acorrala, estallará en carcajadas y confesará
sin dificultad que sólo intentaba escandalizarnos aún más.
La actitud de Genet respecto de la ocupación nazi estuvo signada
por el espanto borgeano que lo unía a su país de origen:
Odiaba y sigo odiando tanto a Francia que estaba encantado porque
el ejército francés había sido vencido. Después
de la Segunda Guerra Mundial, sus piezas revolucionaron el ambiente teatral
francés, con el uso anárquico de lo ritual, la parodiay
una constante sátira del mundo burgués. En Las criadas (1947),
Genet explora los complejos problemas de identidad que después
preocuparían a dramaturgos como Samuel Beckett y Eugene Ionesco.
Durante el tiempo de agitación de mayo del 68, el escritor
se volvió cínico respecto de la ética de la revolución.
Si hubieran sido revolucionarios reales, no hubieran ocupado un
teatro, sino las cortes, las prisiones, las radios. Hubieran conducido
la revolución como Lenin, señaló. Después
de enojarse con los periodistas porque lo interrogaban como policías,
decidió responder la última pregunta sobre lo que hacía
por las mañanas en Marruecos, su último lugar de residencia,
parafraseando a San Agustín: Espero la muerte.
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