Por M. G.
Desde
Nueva York
Como en un rito laico, el presidente
Fernando de la Rúa fue llevado ayer junto con Fernando Henrique
Cardoso y Ricardo Lagos a Ground Zero. Es la zona que encierra los restos
del atentado a las Torres Gemelas de hace exactamente dos meses. Los restos
metálicos. Y los humanos, porque aún no han sido identificados
ni 600 cadáveres de los miles de asesinados por el ataque del 11
de septiembre. Estoy profundamente conmovido, dijo De la Rúa.
Fuera del área cercada por la policía, miles de norteamericanos
pasaban, silenciosos, en un desfile lento y triste.
De las torres derrumbadas solo queda el vacío de la que estaba
ubicada más al sur y los hierros retorcidos de la norte. El metal
quizás se convierta en un futuro monumento, pero por ahora parece
un colgajo de cintas que cayeron desordenadamente a tierra. Algunos neoyorquinos
pasan frente a las vallas usando barbijos blancos o celestes. La mayoría
camina a cara descubierta. Muchos sacan fotos. Pocos, muy pocos, se sacan
fotos con los restos como fondo. Y poquísimos no se dan cuenta
y, nerviosos, o automáticos, sonríen frente al flash que
deslumbra cuando cae la tarde. Pero aquí casi nadie ensaya lo que
los norteamericanos aprenden de chicos en la escuela: smile. Sonríe,
que la vida es más fácil. Caminan, absortos, como la chica
que no quiere decir su nombre. Solo informa que viene de Colorado, a
ver personalmente esto, porque no me alcanzaba con la televisión.
Está seria. Recién se le cae una lágrima cuando dice
que el shock, en persona, es grande, mucho más grande del que imaginaba.
Junto a las empalizadas, escuelas de todo el país dejaron sus carteles.
Tienen un tono pacífico, de recuerdo por las víctimas. No
hay Ley de Talión, no hay ojo por ojo o diente por diente. Ni hay
referencias a Osama bin Laden o los talibanes, como si tuvieran claro
que, sea cual sea el autor, el pueblo igual seguirá obligado a
procesar el ataque y las muertes.
Algunos negocios están cerrados y parecen polvorientos, como abandonados.
Se leen los carteles de la vida normal. Anteojos de moda, a 99 dólares.
Trajes rebajados a la mitad, 59 dólares. Donuts. Delivery. Sombreros
de béisbol con la leyenda NYPD, New York Police Department, algo
impensable antes, aunque más frecuente ahora, cuando algunos hasta
se sacan fotos junto a un policía o un bombero.
Se venden banderas de todo tipo. Banderitas norteamericanas para el ojal.
Banderas para agitar. Banderas con una suerte de antena para colocar en
el auto y agitar al viento. Banderas para tapar una ventanilla entera.
Banderas para las casas. Quizá sea pensar demasiado bien, pero
vale una sensación. Solo como eso, una sensación, y limitada
a las impresiones de una tarde alrededor de Ground Zero: no parece que
la proliferación de banderitas tenga una inclinación patriotera
o de legionarios. Suena, más bien, a una afirmación de identidad
o un modo de compartir algo en una ciudad de un porte que, normalmente,
impide compartir otra cosa que la belleza de la locura y un maravilloso
cosmopolitismo de fines del siglo XIX.
Naturalmente, quienes se dieron cuenta muy rápido de que un nuevo
fenómeno está surgiendo son los predicadores. Un cartel
del reverendo Bill Graham pregunta: ¿Necesitás hablar?
Lo tiene una mujer de unos 40 años. No, no sabe si después
del atentado la gente se acerca a hablar más que antes. Sí,
piden alivio. O repiten una y otra vez la misma escena. El 11 de setiembre
estaban por salir del subte antes de que fuera tarde, o alcanzaron a huir
de la ola de escombros justo cuando se desplomó la segunda torre,
o su amigo quedó debajo, o aún esperan un milagro. Es
que esto es muy espiritual, dice la mujer. ¿Qué es
espiritual? Tanta muerte. Tanta muerte no se soporta. Junto
a ella asiente Mickey Murphy, dos metros, gorra reglamentaria, el garbo
de un preadolescente, miembro delComité de Alivio Metodista. Está
parado sobre la calle Fulton, la misma que cruza la City y remata en el
antiguo mercado de pescado.
Los que más necesitan hablar son los rescatadores dice.
Si no, no soportan el trabajo.
Murphy no lo dice, pero parte de ese padecimiento es el olor, insoportable
por oleadas y que puede ser recibido casi como un alivio cuando solo trae
una bocanada con gusto a plástico quemado.
En general, los neoyorquinos prefieren el pudor. O la negación.
En una reunión no se habla del atentado. Hace falta preguntar,
escarbar, para que el ataque aparezca. Algunos diplomáticos de
Naciones Unidas, por ejemplo, confiesan que viven con el pasaporte y algo
de dinero en el bolsillo. Para escapar rápido si hace falta,
dicen, y suenan casi cándidos: si el único problema es escapar,
quiere decir que la muerte no llegó. Parece una forma de escapar
al drama sabiendo que, como saben todos en esta ciudad, el drama será
una carga que cada ciudadano llevará de ahora en adelante. En todo
caso, cualquier acto de autopreservación es solo una nueva forma
de ejercitar al vieja psicología del sobreviviente, o de los londinenses
bajo las bombas nazis, de que a uno no le tocará, y además,
es el destino.
Rezamos por ustedes, dice un cartel de los grados 5 y 6 de
Carbondale.
Ustedes son nosotros, dice otro, con dibujitos de corazones.
Un grandote parecido a Michael Jordan pero cansado vende marcadores o
los presta. Se puede dejar un mensaje.
Una señora de alrededor de 60 que dice llamarse Suzanne y vino
especialmente de North Carolina cuenta que está estremecida y opina
que la guerra no servirá.
Pero no vaya a creer que son muchos los que piensan como yo pide,
y sigue caminando.
Es de noche y, lejos, dos chorros de agua aún apagan los fuegos
que se reavivan cuando las grandes palas remueven los escombros. El horror
está ahí abajo. Toda la ciudad quedó impregnada de
una tensión definitiva que nunca había vivido. La tensión
entre la necesidad de recordar y la humana tentación de olvidar
para poder seguir viviendo.
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