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UNA RECORRIDA POR GROUND ZERO A DOS
MESES DEL ATENTADO A LAS TORRES GEMELAS
Lo que quedó del día

De la Rúa y otros presidentes fueron llevados a la zona donde estaban los edificios que se desplomaron por el ataque del 11 de setiembre. Página/12 recorrió el área, habló con los neoyorquinos que acuden
en procesión laica y silenciosa, sin ánimo de legionarios, y tratan de seguir viviendo.

El presidente chileno y el argentino en la escena del atentado del 11 de septiembre.

Por M. G.
Desde Nueva York

Como en un rito laico, el presidente Fernando de la Rúa fue llevado ayer junto con Fernando Henrique Cardoso y Ricardo Lagos a Ground Zero. Es la zona que encierra los restos del atentado a las Torres Gemelas de hace exactamente dos meses. Los restos metálicos. Y los humanos, porque aún no han sido identificados ni 600 cadáveres de los miles de asesinados por el ataque del 11 de septiembre. “Estoy profundamente conmovido”, dijo De la Rúa. Fuera del área cercada por la policía, miles de norteamericanos pasaban, silenciosos, en un desfile lento y triste.
De las torres derrumbadas solo queda el vacío de la que estaba ubicada más al sur y los hierros retorcidos de la norte. El metal quizás se convierta en un futuro monumento, pero por ahora parece un colgajo de cintas que cayeron desordenadamente a tierra. Algunos neoyorquinos pasan frente a las vallas usando barbijos blancos o celestes. La mayoría camina a cara descubierta. Muchos sacan fotos. Pocos, muy pocos, se sacan fotos con los restos como fondo. Y poquísimos no se dan cuenta y, nerviosos, o automáticos, sonríen frente al flash que deslumbra cuando cae la tarde. Pero aquí casi nadie ensaya lo que los norteamericanos aprenden de chicos en la escuela: smile. Sonríe, que la vida es más fácil. Caminan, absortos, como la chica que no quiere decir su nombre. Solo informa que viene de Colorado, “a ver personalmente esto, porque no me alcanzaba con la televisión”. Está seria. Recién se le cae una lágrima cuando dice que el shock, en persona, es grande, mucho más grande del que imaginaba.
Junto a las empalizadas, escuelas de todo el país dejaron sus carteles. Tienen un tono pacífico, de recuerdo por las víctimas. No hay Ley de Talión, no hay ojo por ojo o diente por diente. Ni hay referencias a Osama bin Laden o los talibanes, como si tuvieran claro que, sea cual sea el autor, el pueblo igual seguirá obligado a procesar el ataque y las muertes.
Algunos negocios están cerrados y parecen polvorientos, como abandonados. Se leen los carteles de la vida normal. Anteojos de moda, a 99 dólares. Trajes rebajados a la mitad, 59 dólares. Donuts. Delivery. Sombreros de béisbol con la leyenda NYPD, New York Police Department, algo impensable antes, aunque más frecuente ahora, cuando algunos hasta se sacan fotos junto a un policía o un bombero.
Se venden banderas de todo tipo. Banderitas norteamericanas para el ojal. Banderas para agitar. Banderas con una suerte de antena para colocar en el auto y agitar al viento. Banderas para tapar una ventanilla entera. Banderas para las casas. Quizá sea pensar demasiado bien, pero vale una sensación. Solo como eso, una sensación, y limitada a las impresiones de una tarde alrededor de Ground Zero: no parece que la proliferación de banderitas tenga una inclinación patriotera o de legionarios. Suena, más bien, a una afirmación de identidad o un modo de compartir algo en una ciudad de un porte que, normalmente, impide compartir otra cosa que la belleza de la locura y un maravilloso cosmopolitismo de fines del siglo XIX.
Naturalmente, quienes se dieron cuenta muy rápido de que un nuevo fenómeno está surgiendo son los predicadores. Un cartel del reverendo Bill Graham pregunta: “¿Necesitás hablar?” Lo tiene una mujer de unos 40 años. No, no sabe si después del atentado la gente se acerca a hablar más que antes. Sí, piden alivio. O repiten una y otra vez la misma escena. El 11 de setiembre estaban por salir del subte antes de que fuera tarde, o alcanzaron a huir de la ola de escombros justo cuando se desplomó la segunda torre, o su amigo quedó debajo, o aún esperan un milagro. “Es que esto es muy espiritual”, dice la mujer. ¿Qué es espiritual? “Tanta muerte. Tanta muerte no se soporta.” Junto a ella asiente Mickey Murphy, dos metros, gorra reglamentaria, el garbo de un preadolescente, miembro delComité de Alivio Metodista. Está parado sobre la calle Fulton, la misma que cruza la City y remata en el antiguo mercado de pescado.
–Los que más necesitan hablar son los rescatadores –dice–. Si no, no soportan el trabajo.
Murphy no lo dice, pero parte de ese padecimiento es el olor, insoportable por oleadas y que puede ser recibido casi como un alivio cuando solo trae una bocanada con gusto a plástico quemado.
En general, los neoyorquinos prefieren el pudor. O la negación. En una reunión no se habla del atentado. Hace falta preguntar, escarbar, para que el ataque aparezca. Algunos diplomáticos de Naciones Unidas, por ejemplo, confiesan que viven con el pasaporte y algo de dinero en el bolsillo. “Para escapar rápido si hace falta”, dicen, y suenan casi cándidos: si el único problema es escapar, quiere decir que la muerte no llegó. Parece una forma de escapar al drama sabiendo que, como saben todos en esta ciudad, el drama será una carga que cada ciudadano llevará de ahora en adelante. En todo caso, cualquier acto de autopreservación es solo una nueva forma de ejercitar al vieja psicología del sobreviviente, o de los londinenses bajo las bombas nazis, de que a uno no le tocará, y además, es el destino.
“Rezamos por ustedes”, dice un cartel de los grados 5 y 6 de Carbondale.
“Ustedes son nosotros”, dice otro, con dibujitos de corazones.
Un grandote parecido a Michael Jordan pero cansado vende marcadores o los presta. Se puede dejar un mensaje.
Una señora de alrededor de 60 que dice llamarse Suzanne y vino especialmente de North Carolina cuenta que está estremecida y opina que la guerra no servirá.
–Pero no vaya a creer que son muchos los que piensan como yo –pide, y sigue caminando.
Es de noche y, lejos, dos chorros de agua aún apagan los fuegos que se reavivan cuando las grandes palas remueven los escombros. El horror está ahí abajo. Toda la ciudad quedó impregnada de una tensión definitiva que nunca había vivido. La tensión entre la necesidad de recordar y la humana tentación de olvidar para poder seguir viviendo.

 

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