Por Sandra Russo
Si el Censo Nacional es un
instrumento para saber quiénes somos los argentinos, de qué
forma y en qué condiciones vivimos, el no de los docentes, conocido
después de apelaciones gubernamentales al civismo de
maestros y maestras, aparece por un lado como un gesto de hartazgo más
que de provocación. Pero por otro puede leerse como una antepregunta
a las previstas en los formularios del censo: ¿existe todavía,
entre los millones de personas que se van a censar y sus representantes,
un contrato social que permita hablar no de un país sino de una
nación? Esa no es una pregunta para contestar por sí o por
no, sino más bien una señal de humo que da cuenta de un
fuego, de un incendio. En la materialización de este artificio
llamado Argentina, construido gracias al sueño de progreso de hombres
que lo entrevieron y gracias al esfuerzo de otros millones de hombres
y mujeres que se injertaron en él después de abandonar sus
países de origen, la escuela normal tuvo un papel protagónico.
Los docentes fueron desde principios del siglo pasado el esqueleto organizador
de esa utopía, transmisores de argentinidad. Que ahora sean ellos
los que hayan dicho basta, es un gesto que nos arroja al espejo de esa
argentinidad desintegrada. Si lo que se les pide es civismo,
deberíamos empezar por preguntarnos qué es eso, si una palabra
viva o una palabra rota.
Los docentes estuvieron al frente de los Censos Nacionales desde 1914,
cuando se realizó el tercero. Un año después, la
Revista de Filosofía, que dirigían José Ingenieros
y Aníbal Ponce, reflejaba el debate apasionado que despertaba esa
institución naciente, homogeneizadora, democrática: la escuela
pública y laica, en cuya estructura piramidal el Estado empezaba
a depositar la responsabilidad del Censo, había crecido y se había
fortalecido en virtud de un proyecto de país. Según relata
el profesor de Filosofía Luis Alejandro Rossi en la selección
de textos de la Revista... editado por la Universidad de Quilmes, en el
paisaje intelectualmente homogéneo de la publicación, que
recogía voces positivistas, una de las pocas polémicas ardorosas
la suscitó la novela de Manuel Gálvez La maestra normal,
en la que la trama estaba al servicio de una posición ideológica
contraria a la educación pública y laica. Además
de una reseña defenestradora, la Revista... incluyó un artículo
publicado en el diario La Nación, por Leopoldo Lugones. En él,
Lugones afirma que la escuela laica representa, pues, una esperanza
suprema, y hemos de defenderla sin Dios, mientras llega la hora de establecerla
sin amo (...). Estos propósitos son demasiado bellos como para
que los interesados en su realización descuidemos al maestro. Van
en ellos los intereses concordes de la libertad y la patria.
También en 1915, Joaquín V. González se sumaba, pese
a su extracción conservadora, a quienes adivinaban en los maestros
a los principales agentes cohesionadores de la argentinidad. Todavía
surgidos de métodos, programas y planes de estudios diferentes,
los maestros eran los indicados para cimentar la unidad nacional
y, dentro de ésta, un carácter, un tipo, un timbre colectivo
al conjunto social. He ahí el gran milagro exigido
a los educadores de este país: perfeccionarlo con elementos imperfectos,
y corregir los defectos valiéndonos de los mismos factores defectuosos.
El miércoles, en un breve reportaje publicado en este diario, la
presidenta de CTERA Martha Maffei utilizó la palabra destrato.
A los docentes, pobladores agotados de un sector que emergió en
la vida pública argentina con el aura llena de mística que
reluce en las palabras de Ingenieros, Lugones y González, hoy el
Estado les adeuda hasta tres meses de sueldo y de aguinaldo, y varios
meses de incentivo. Ellos, que fueron los organizadores de la argentinidad,
son hoy los que dan aviso de su desintegración. Hay compañeros
con la luz cortada, al gas cortado. No pueden viajar ni para ir a la escuela.
Es un destrato gravísimo, un ultraje, dijo Maffei. El de
los docentes no es ni mucho menos el único sector que experimenta,
en estos días, la amarga sensación del pacto roto. Sería
más breve hacer la lista de quienes no se sienten humillados ni
ofendidos ni estafados. Acá no se trata de que a alguien le vaya
bien o mal. El fracaso se ha impuesto como regla, la desazón se
ha naturalizado, la falta de respeto es norma, mientras desde el poder
se insta a fingir parámetros de civilidad que no rigen en la vida
cotidiana de nadie.
En su último libro, Tiempo Presente (Siglo XXI), la ensayista Beatriz
Sarlo escribe: Una sociedad no se sostiene sólo en sus instituciones,
sino en la capacidad de generar expectativas de tiempo. El cuerpo y el
tiempo están unidos: eso es una vida, un cuerpo en el tiempo. La
deuda es también una deuda de tiempo porque, cuando el cuerpo no
recibe lo que necesita, el tiempo se vuelve abstracto, inaprensible para
la experiencia: cuando un cuerpo padece, sale del tiempo de la historia,
pierde su posibilidad de proyectarse hacia adelante, borra las señales
de sus recuerdos. Si un país está poblado mayoritariamente
por cuerpos que padecen, si no es en el propio cuerpo o en los cuerpos
queridos donde puede anidar esa otra abstracción que es la patria,
si quienes gobiernan un país no se encargan de que cada cual experimente
en carne propia, de alguna manera y alguna vez, la ventaja de respetar
un trato, un contrato, el pacto de sangre con una nacionalidad, todo puede
temblar. Ya tiembla.
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