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TESTIMONIO EXCLUSIVO DE PAGINA/12
El testigo del escuadrón

Un joven preso vio con vida en una comisaría de Don Torcuato a dos chicos que media hora después fueron baleados. Lo ubicó este diario y ahora es testigo protegido. Pero antes de que lo fuera, un fiscal lo expuso ante la policía.

Testimonio: �Mi marido me contó
que los dejaron ahí, en un pasillo. Martín los vio y se fue para adentro, y a la madrugada vieron que se los llevaban�.

Peligro: P. sabe que no quiere que mientras su marido siga preso en
una comisaría de Martínez el cronista publique lo que acaba de salírsele
de la boca.

Por Cristian Alarcón

Hay un testigo de los escuadrones de la muerte. Tiene 19 años. Está preso desde el 19 de abril por manejar una moto robada. Página/12 supo de su existencia hace diez días, cuando ubicó a su esposa: ella fue quien reveló –tranquila al comienzo, angustiándose a medida que tomaba conciencia del peligro de los datos–, que el muchacho estaba detenido en la comisaría 3ª de Don Torcuato la noche del 24 al 25 de abril, y que allí vio vivos a Gastón “El Monito” Galván y Miguel “El Piti” Burgos, hasta que fueron retirados del lugar, media hora antes de que los fusilaran. El de Galván y Burgos es el caso más flagrante de los que denunció la Suprema Corte de Justicia provincial junto al asesinato de más de 60 menores en supuestos enfrentamientos. Que el testigo haya visto a los chicos acribillados significa que pudieron verlos también una treintena de presos que en ese momento se amontonaban en los calabozos de la seccional. Por la importancia de su testimonio, y porque el chico estaba preso en una comisaría bonaerense, este diario preservó la información a la espera de que la Procuración General de la Suprema Corte lo convirtiera en testigo protegido, y lo trasladara a un lugar de detención segura. Sin embargo, el fiscal de la causa, Héctor Scebba, según fuentes del departamento judicial de San Martín aseguraron a este diario, no esperó que el muchacho se encontrara a salvo: le tomó declaración el martes, sabiendo que se preparaba su traslado, cuando aún era rehén de la Bonaerense. A partir de su testimonio el fiscal comenzó a tomar declaraciones a quienes estaban detenidos en la 3ª aquel día: casi todos ellos están presos en seccionales de la zona norte, justamente allí donde impera el miedo que provoca el escuadrón de la muerte.
Es probable que nadie haya visto cómo fue que dispararon a quemarropa once veces contra El Monito, sus 14 años, y su condición de ladrón de tan poca monta como el valor de la bolsita de pegamento a la que vivió condenado desde que tenía 12, a pesar del combate de su madre. O cómo acribillaron, partiendo la noche esta vez con seis tiros dados por la espalda, al Piti, con sus 16 que parecían menos. Los ladroncitos, de Bancalari, entraban y salían de la comisaría 3ª desde que eran niños. Habían denunciado por malos tratos y torturas a personal de “La Crítica”, como le dicen a la seccional que acumula más expedientes por apremios ilegales que jinetas contando hasta el más pinche de sus guardias.
Hombres de la patrulla de calle habían apaleado a los dos chicos cada vez que los encontraron en una esquina, volados por el efecto del poxi. El odio, especialmente hacia El Monito, un pibe que nunca bajó la cabeza ante la patota y que aparece en el recuerdo de sus amigos y de su madre sacándose la camisa para enfrentarlos cuando arrastraban de los pelos a un vecino de su edad, había llegado a un punto límite. Ya lo habían tenido parado durante doce horas hasta que los pies se le llenaron de llagas, y le habían dejado el cuerpo cruzado por bastones de goma y patadas. Ya lo habían agarrado entre varios a dos cuadras de su casa y poniéndole un pie encima contra el piso de tierra habían simulado un fusilamiento.

Villa adentro

Es difícil que puedan encontrarse testigos. Muy difícil, es cierto. Pero no es tan complejo meterse en las villas donde viven los sobrevivientes del escuadrón, los fusilados que viven. Página/12 encontró en la Villa Bayres, hace ya diez días, a los hermanos Damián y Joaquín R., escondidos desde hacía tres meses después de haber visto cómo sus amigos, los pibes de esas dos cuadras de Don Torcuato que solían robar con ellos, cayeron bajo la metralla policial. Los casos de dos de ellos, Fabián Blanco, y Juan “El Duende” Salto, amenazados y perseguidos por policías antes de ser acribillados, fueron denunciados especialmente por la Suprema Corte en la acordada que le costó el puesto al ex ministro de la mano dura de CarlosRuckauf, Ramón Orestes Verón. Por la vinculación con esos casos fue que su sucesor, Juan José Alvarez, como primera medida pasó a disponibilidad preventiva a los policías de la 3ª Carlos Horacio Icardo, Miguel Angel Lemos, Marcos Bressán. Al capo, Hugo Alberto Cáceres –“El Hugo Beto”– no pudo sancionarlo: el hombre se deprimió el 21 de abril, justo antes de que mataran a los dos chicos de Bancalari, y permanece con licencia psiquiátrica. Todos esos apellidos y varios más resuenan hace más de un año en el universo de miedos de los hermanos R. Fueron dichos una y otra vez, en decenas de citaciones durante la entrevista hecha la tarde del miércoles 31 en la Villa Bayres.
Ese día, en la casa estaba también su madre, su padre y su hermana, P., acunando a su hija. P. resultó estar casada con Martín Blanco, el hermano mayor de Fabián Blanco, asesinado a los 16 años, cuando se refugiaba arriba de un árbol el 11 de mayo de 2000. En esa conversación, los tres contaron la zaga de muertes que Página/12 relató el último domingo. El permanente cruce de los mismos personajes en la trama del escuadrón de la muerte hizo que Martín Blanco estuviera detenido en la comisaría 3ª de Don Torcuato el 24 de abril y viera al Monito y al Piti, a quienes conocía “de la calle”. Estaban vivos adentro de la “taquería”; los vio a través de las rejas del calabozo de adultos. El sábado siguiente P. fue a visitarlo. En esa visita, no sólo Martín, sino los otros presos que habían estado aquella noche, les contaron a sus familiares que los pibes aparecidos muertos cerca del puente que une La Horqueta con José León Suárez habían pasado por la 3ª.

Testigo en peligro

Entre otros mensajeros, los torturadores de la 3ª usaban a Martín Blanco para enviarle amenazas a Juan Salto, “El Duende”, antes de su asesinato. “Decile al Duende que tiene una cruz más grande que la espalda”, era una de las frases preferidas. O: “Le va a pasar lo mismo que a tu hermano y a vos también si seguís en ésta”. Cuando cayó preso el 19 de abril, cuenta P., Martín estaba dando unas vueltas en una moto que se había robado un amigo. “El andaba paseando, así que fierro no llevaba. Lo corrieron, él dejó la moto, se metió en un rancho, pero lo encañonaron, le pusieron un fierro y le empezaron a pegar. Le dejaron toda la cabeza hundida y el cuerpo lleno de moretones”. “¿Denunció eso?”, preguntó este cronista. “Qué va a denunciar, si él cayó a los 18. Cuando sos mayor ya cagaste. Si ni el menor tiene derecho, el mayor está peor”, contestó Damián R. El miedo, cuando se es rehén de la Bonaerense, supera la conciencia de cualquiera que pretenda denunciar. Por eso la situación en la que fue interrogado Martín Blanco esta semana sobre lo que vio en la 3ª, a partir del dato aportado por este diario con el único objetivo de que los testigos recibieran protección a tiempo ante la Procuración General de la Suprema Corte –que luego informó al fiscal general de San Martín, Luis María Chichizzola–, resulta inexplicable si lo que se persigue es la búsqueda de la verdad.
¿Qué dijo Martín Blanco, de 19 años, ante el fiscal, siendo aún preso de la maldita policía? ¿Qué le estarán contando al fiscal los otros detenidos a quienes visitó casi siempre en el territorio de los hombres a los que se supone acusarían? Sólo el fiscal lo sabe. Aunque un vocero judicial de San Martín adelantó que “no era lo fuerte que esperaba”. Sin embargo, Página/12, hablando en un rancho de la villa Bayres con chicos pálidos de miedo y con P, pudo saber que esa noche los detenidos vieron llegar a Gastón Galván y Miguel Burgos, por la tarde, y que “los policías se los llevaron a las dos de la mañana”. “Mi marido me contó que los dejaron ahí, en un pasillo. Martín los vio y se fue para adentro, y a la madrugada vieron que se los llevaban. Entonces mi marido dice que pensó, ‘uh, se van a la calle, qué bueno, los vinieron a buscar los padres’. Y a los días seenteran por la tele que los encontraron con un montón de cuetazos, y que uno tenía la bolsa en la cabeza”, contó P. También dijo que en la comisaría, después de la aparición de los cuerpos, se “corrían rumores de que Icardo y Bressán estaban todos cagados porque los habían visto que los habían levantado ellos en la calle y con un patrullero”.
P., con su niña en brazos, sabe que lo que cuenta es peligroso. Sabe que no quiere que mientras su marido siga preso en una comisaría de Martínez el cronista publique lo que acaba de salírsele de la boca sin que haya podido antes evaluar el riesgo. Lo que no sabe P., y puede que sepa el fiscal aunque lo mantenga en un expediente reservado, es que su testimonio, el de su marido, el posible testimonio de otros presos coincide con el de dos chicos que vieron cómo el Monito y el Piti fueron detenidos por un patrullero sobre la ruta 202 cuando volvían de comprar una bolsita de poxi. Si no, no se explica por qué Zunilda Galván sigue lamentándose, en su casa de Bancalari, haber creído en los chicos que le dijeron que no se preocupara, doña, porque no aparecía su Monito, porque todo el barrio sabía que el Monito estaba preso en la 3ª, como tantas otras veces.

 

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