Por Alejandra Dandan
Y ahora quién podrá
defenderlos: No me va a quedar otra, me hago radio taxi. Ese
es el nuevo mandato. Claudio Lorenzo es parte de una raza en extinción.
Desde hace una semana pierde quince viajes por día: nunca mató
ni robó pero ahora se siente como un asesino a sueldo. La pesadilla
empezó con el crimen del marido de Georgina Barbarossa. Desde ese
día, los porteños cada vez más atribulados confunden
al taxi con un safari: traban puertas cuando suben, cierran vidrios y
lanzan sobre el chofer una incómoda indagatoria con códigos
de espionaje. Señora se cansó un taxista:
me puede decir por qué me mira así: ¿cree que soy
asesino?. En este contexto, los choferes buscan una salida, lo mismo
que los pasajeros que han colapsado las líneas de radio taxis.
En una semana, la demanda de esos sistemas se disparó un 30 por
ciento. Pero ni siquiera así logran relajarse. Aquí, Página/12
presenta una radiografía puntillosa del pánico porteño,
sus arquetipos y obsesiones analizadas por los taxistas: ahora sus mejores
biógrafos.
Lo toma o no lo toma. Solución, lo toma. Eduardo Tejeda pasaba
con su taxi por Venezuela y se detuvo intrigado por la escena. La mujer
se había parado tan firme como el semáforo. Esperaba un
taxi pero no cualquiera: quería uno con escafandras y protección
policial, pensó Tejeda. La putamadre, protestó
en voz baja antes de gritarle por la ventana: ¿¿¿Cree
que soy un asesino???, le dijo y a lo último ella se convenció:
Discúlpeme le respondió ella: con todo
lo que está pasando yo ya no sé qué hacer.
No es la única. El golpe contra Miguel Lecuna todavía
en un cono de sombras profundizó la crisis entre los 38 mil
taxistas que surcan la ciudad. El crimen ha hecho añicos la popularidad
de una actividad donde hasta ahora los robos nunca habían terminado
con pasajeros muertos. Desde hace una semana los choferes son sospechosos:
así se ven cada vez que salen de sus casas y ponen en marcha los
motores. Asustan los radiotaxis, las mandatarias y también el taxi
a secas que sale a la calle sin logos de protección en las puertas
ni marcas de empresas patrocinantes.
La pesadilla avanzó con los días. Los porteños han
restringido una de las costumbres más clásicas. Nadie se
anima a salir a la calle, levantar la mano y comenzar un viaje. La
gente te sube en estado de alerta, dice Lorenzo que, vuelve a la
carga.
En estos días, ven cómo alguien con cara de cliente de taxi
puede andar hasta dos cuadras antes de decidirse por un auto. Buscan calcomanías,
estampas en las puertas, luces en los techos y documentos de identificación
certificados. Las mujeres son las más entrenadas. Han aprendido
rápidamente que una calco con la leyenda del IRA pegada en los
vidrios no es una reivindicación política, sino la pobre
habilitación de la CNC a la frecuencia de radio. Carlos Payda es
uno de los más obsesionados con ellas. No con las leyendas sino
con las chicas, sobre todo con las de menos de treinta, las pasajeras
más preocupadas:
Los sábados, las chicas no te suben ni por casualidad, o
vienen de a tres o cuatro, con algún muchachito, si no nada dice.
Una vez a bordo, la búsqueda de garantías continúa.
Nadie se queda tranquilo hasta que el chofer demuestre que no ha tenido
nada que ver con la banda ni con los asesinos de Palermo. Eso necesitó
de un nuevo entrenamiento. Y los choferes se prepararon. Frente a los
más asustados, repiten el siguiente método: Lo usás
cuando te miran mucho recomienda Alejandro Marinelli, hablás
para sacarle un tema, lo relajás. Es incómodo manejar con
una persona que piensa que vos son un delincuente. Desde hace unos
días Marinelli mejoró la imagen del auto. Puso una gran
cara de Santa María del Rosario y multiplicó por dos el
único cartel de identificación exigido por Sacta. Antes,
la gente grande se cuidaba pero ahora los hombres de 40 o 50, con pinta
de un buen pasar, son los que más se cuidan explica siempre
Marinelli.
¿Cómo se cuidan?, ¿avisan, controlan?
No, ni siquiera se suben: te dejan pasar porque no tenés
cartel y te das cuenta que buscan radiotaxis.
Cuando el viaje ha comenzado los nuevos pasajeros traban la puerta propia
y la del acompañante antes de sugerirle al chofer hacer lo propio.
Enseguida el taxista oirá muestras de afecto exageradas. Querida,
estoy yendo a casa, escuchan como síntoma de paranoia. El
pasajero ha comenzado a reforzar la seguridad personal: habrá convocado
así a su familia que seguirá su viaje reunida detrás
del celular.
Eduardo Tejada es uno de los radiotaxistas más nuevos. En agosto
decidió colocar el equipo. Y...la gente no me subía
porque no tenía el cartelito, dice, mientras conduce apretando
entre los dientes el micrófono de la radio. Apenas se sientan
les pregunto qué es lo que quieren: tengo todo, seguro contra todo
riesgo, licencia, documentos. Con todos esos papeles sigue teniendo
problemas: Nos miran mal, como si fuéramos delincuentes.
Para varios la pesadilla es un invento. La prensa nos presentó
así, dispara ahora un chofer de Aquitax, parado en el centro.
Es Alberto Paz y hace catorce horas está en la calle. Y la
gente encima se tira contra nosotros: ¿podemos ser asesinos llevándonos
veinte pesos a casa?
¿Se detienen a observarlo?
Miran una, dos, tres veces: hasta tienen miedo de subir.
Todavía quedan algunos valientes. Son los pasajeros que se animan
a parar un taxi en la calle y pedir un viaje largo. Esta especie también
en extinción, no está en el microcentro. Los taxistas van
a buscarlos afuera, lejos de la city. Cuando suben hacen su propio examen:
Se te ponen a mirar la placa identificatoria, dice Lorenzo,
que lleva su foto colgada en el respaldo. Por el espejo ves cómo
te miran dice: después comparan tu cara con la foto.
Si ese primer tanteo da correcto, el pasajero seguirá adelante
al menos por un rato.
Para resolver algunos inconvenientes, los taxi a secas evitan
frenar frente a un banco o andar vacíos en Recoleta. Corrés
con desventaja: la gente elige el auto y es más: pasás vos
y toman el de atrás, cuenta ahora Marinelli en busca de los
menos afectados por el síndrome que, asegura, están en Once,
San Telmo y La Boca.
Desde hace dos años los conductores vienen modificando costumbres.
Hasta ese momento sólo un 5 por ciento del parque de taxistas urbanos
estaba asociado a una empresa de radio taxi. En estos dos años
eso cambió: ahora el 50 por ciento de los 38 mil taxis tienen radio,
o sea que de cada dos autos uno tendrá un chapón pintado
en la puerta con el nombre de una empresa patrocinante. Esto es así
aunque la Cámara de Radiotaxis fuente de estos datos
asegura que una buena parte de los nuevos son truchos. La CNC tiene
otorgadas sólo 30 frecuencias para empresas pero es imposible saber
cuántas se están usando. Marta Candia, secretaria
de la entidad, cree que hay unas cien empresas funcionando. No trabajan
con la frecuencia de 300 y 400 megahertz autorizada por la CNC para radiotaxis.
De acuerdo con Candia usan la banda de 500 megahertz para engancharse.
Este enganche es un truco de imagen. Los taxistas están convencidos
de que un cartel garantiza más clientes. Algunos se suscriben a
una empresa de radio, otros compran calcomanías fraguando el nombre
de alguna. Pero en esas ocasiones tienen que controlar todos los detalles
del disfraz. Hacen falta antenas: pero se consiguen por siete pesos en
el centro. Payda es dueño de un taxi a secas y ahora piensa modificar
algo de su coche: pondrá Taxi en la puerta y abajo
el nombre de propietario. Ahí viene de vuelta Tejada, fuera de
sí: Tengo 56 años dice, no afané
nunca a nadie y me da bronca venir a trabajar: cómo voy a trabajar
así. Pero lo hace. Llora de bronca y es el único que
lo hace. Hace un mes puso en el techo el nombre de la radio. Ahora mismo
busca un recorrido nuevo.
Me escapo: para qué se va a meter uno por acá si total
nadie lo para.
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