Por Osvaldo Soriano
Es una bendición de
Dios haber visto al jugador y recibir al héroe en el cielo de los
hombres. Tener a Diego Maradona con nosotros, poder verlo y gozarlo. Será,
supongo, como haber estado en la primera fila escuchando a Gardel. Todo
se ilumina, el mundo gira en torno al astro que pisa la pelota, la acaricia,
la hace del tamaño que quiere: grande para que la vea Caniggia,
chiquita para esconderla hasta que lleguen los otros. Más admirable
que nunca por épico, por agigantar el fútbol entero (...)
Esperábamos este partido como si fuera a revelarnos un enigma que
éramos incapaces de resolver. Umberto Eco nos llamó voyeurs
y depravados sexuales, pero qué importa si ayer Maradona no tenía
sexo, a nadie le importaba si el que jugaba era Caniggia o su mujer siempre
que nos dejaran mirar por esa ventana indiscreta que es la pantalla. Todos
queríamos ver, también Eco que dejó la semiología
e hizo un escándalo en el hotel porque no le funcionaba el control
de la tele. Sesenta mil aparatos compramos los argentinos en estos días.
Algunos, por cábala, respetaban las marcas que tenían en
el ochenta y seis, otros tiraban por la ventana los cacharros que emitieron
la desdichada final del noventa.
Conozco un tipo que vio salir humo de la caja boba cuando Maradona marcó
su gol contra Grecia y en la desesperación le tiró un balde
de agua. Le cobraron precio vil por la reparación. Están
los tipos que van a mirar a los bares. Solitarios que necesitan apoyo
moral, una caña, un whisky, algo que les conjure la angustia. A
quién no le pasó alguna vez. Están las parejas que
se encierran en los hoteles de paso si les aseguran que entre las porno
depravadas dan el partido de la Argentina. Ahí no hay chicos ni
abuelos que molesten, nada más que el erotismo de Maradona (...).
La víspera, para tranquilizarnos, apareció de nuevo la invicta
sonrisa de Carlos Gardel. Ese sí que sabía cómo morir,
cómo irse para estar siempre al lado nuestro. Es gracias a él
que los franceses nos reservan ya un lugar en la ciudad de Toulouse para
el noventa y ocho, en el último Mundial del milenio. Al cantar
el gol de Maradona, Víctor Hugo había exclamado: ¡Está
vivo, Gardel está vivo! y le abría a Diego su trono inmortal.
Era hoy que el Pelusa iba a empezar a ocuparlo, a sentir en carne propia
cómo queman las eternas antorchas de San Martín en la Catedral
y de Belgrano en Santo Domingo (...).
Todo eso fantaseábamos mientras salían a la cancha sin imaginarnos
que iba a ser tan lindo, tan emocionante. Maradona vuelve a asombrar al
mundo: porque remontó la desdicha, la pálida, la mala leche,
el cansancio propio y ajeno. Hoy los diarios y las televisiones del mundo
están rendidos a sus pies. Pensar que hubo quienes festejaron con
champagne el día que anunció su retiro. Menos mal que Diego
supo canalizar su rencor, imponerse a la envidia, ganar una apuesta consigo
mismo (...)
La fuerza interior de Maradona no tiene parangón en este país.
Por eso nos cuesta entenderlo. Y no hablo sólo de fútbol.
Sabe que la antorcha se gana con genio pero sobre todo con esfuerzo: ahora
sí, grande, tormentoso, imponente, se convierte en un ejemplo de
vida: las que pasó y cómo llegó a imponerse a sí
mismo, sólo él lo sabe. Y es posible que nunca pueda explicarlo.
Maradona supo que algunos habían brindado por su caída y
eso en lugar de matarlo lo resucitó. En tiempos de minimalismo
y hombres mediocres, parece una leyenda, el personaje de un cuento de
hadas, tiene el aire del tipo que cree en la gesta y el amor a una causa.
Publicado el 26 de junio de 1994.
Aquel
gol a los ingleses
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Una milésima de segundo después, la geometría
del conjunto ya ha cambiado. El Negro Enrique, que estaba a su derecha,
se escondió tras un rubio. El Burru dejó de estar
junto a la raya y los dos grandotes se le cierran ahora por el medio.
Su computadora de última generación le ordena sacar
la lengua y girar con el pie zurdo sobre la bola para salir disparado
hacia otro lado. Lo hace así, y la pelota va tras él,
magnetizada, como el papelito atraído por la energía
estática de un plástico. Ahora corre por la banda
derecha, el pecho inflado, la pelota como si fuese una protuberancia
natural de su tobillo izquierdo. Y lo ve todo. Lo ve a Jorge tranqueando
largo por la izquierda, al grandote que le cierra el camino por
la línea, a Bilardo que ha empezado a parpadear, incontrolable,
allá en el banco y a cada uno de aquellos 120 mil espectadores
del Azteca, incluyendo al que clama, feroz, porque lo bajen. Ya
tendrá su respuesta pública ese boludo. Como la tuvo
el pelado Gorbachov, que se largó a opinar más de
la cuenta. De pronto, tuerce el rumbo de carrera hacia la izquierda,
hacia su pierna, dejando al grandote de cara a la tribuna. Y decide
allí, en el momento, que tendrá que cantarle la justa
al Havelange, que ahora le gusta lo que no le gustaba ayer del loco
Gatti. A la izquierda, sigue Jorge en su carrera, pero Diego sabe
que no se la va a dar desde aun antes de salir de su campo. Lo sabe
desde que salió de allá, Villa Soldati. Ya cambió
de nuevo la realidad virtual del juego y otro rubio acecha en la
puerta de las 18, dispuesto a todo. Diego amenaza con su perfil
natural de zurdo, pero la roba cortita hacia la diestra y se mete
de cabeza al área grande. Habrá que contestarle muy
duro también al rey Pelé, va pensando, en tanto atisba
cómo el arquero se le viene encima como un tren eléctrico,
tapando el arco. Otra vez se largó el negro buchón
a hablar pavadas, como también el Papa, sin ir más
lejos. Diego mide a Shilton y sabe todo. Su computadora alberga
en la memoria una jugada igual, allá en el Wembley, pero
en dos baldosas en vez de treinta metros. Aquella vez eligió
el palo más largo y la bola, cruel, se le fue afuera. Ahora,
mientras recuerda el rostro demudado del sociólogo al que
puso en su lugar alguna vez, hace ya mucho, en Catanzaro, opta por
un nuevo enganche de zurda hacia su diestra, muy finito, para dejar
atrás al guardapalos que pide perdón a gritos por
haber invadido las Malvinas. Y entonces, Diego, mientras cae sacudido
por el trancazo postrer del último pirata, mientras imagina
el rictus amargo de la Thatcher mirando la TV allá en su
reino, le da a la pelota un empujón cordial con el empeine,
bien rastrero, y le dice metete allá, entre las
redes, antes de caer sintiendo el gusto verde del césped
entre los labios. Y es cuando muchos, casi todos, digamos todos,
pensamos que no se equivocó nunca, pero nunca jamás,
a lo largo de toda la jugada.
De Roberto Fontanarrosa, publicado en Página/30 de abril
de 1996.
|
Por
Jose M. Pasquini Duran Moneda de canto
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Hay dos maneras de participar del espectáculo deportivo del
Mundial. Una es la del aficionado que mira el torneo conmovido por
las pasiones de su propio corazón futbolístico y por
las sensaciones que proporciona el juego mismo. Los rituales, los
estilos, las tradiciones, las formaciones, los héroes de la
cancha, cada movimiento de cada uno de esos 22 hombres, son otros
tantos motivos para la risa y para el llanto, para la bronca y para
la idolatría.
Los que participan de este tipo de ceremonia se gradúan de
populares. Por años circuló entre los comunistas del
mundo la leyenda de Palmiro Togliatti, el máximo líder
del PC italiano en la segunda posguerra, como un ejemplo de humanismo
de masas porque se convertía cada domingo en comentarista de
fútbol.
Con la misma fuerza legendaria, los jugadores son gladiadores que
salen a la cancha sin otro interés que su victoria y con el
beneficio de enarbolar en alto la bandera nacional. Hay pruebas en
la historia: en los Olímpicos de París en 1924, tal
vez el primer mundial, los uruguayos impusieron su calidad en un mundo
que ni siquiera sabía de la existencia de ese país:
Con once jugadores, doce habitantes y dos patadas, dijo
un cronista de la época, Uruguay ingresó aquel año
en la geografía del planeta.
En esa zona de puro corazón, la realidad y los mitos se entrelazan
en nombres propios. Uno de esos es el de Diego Armando Maradona, que
luce en el catálogo de millones con todo el vigor de su talento,
vencedor hasta de sus propios vicios y debilidades, al que se le perdona
casi todo en nombre de las ilusiones de la victoria.
La otra manera de participar, el reverso de la moneda, sólo
es conocida por los que están dentro del espectáculo.
Los millones de espectadores y de hinchas la intuyen o, en oportunidades
de turbulencias muy fuertes, alcanzan a percibir algunos reflejos
de sus aguas revueltas. Aquí importan las tasas de rentabilidad,
las posiciones de poder, las componendas políticas. En el Mundial
que se jugó en Montevideo, hace más de medio siglo,
cuando Jules Rimet ocupaba la presidencia de la FIFA, el capitán
argentino, Luis Monti, fue amenazado de muerte si disputaba la final
contra los uruguayos. Obligado a jugar, durante años fue acusado
por la derrota. El mismo Monti, junto con Orsi, Guaita y Demaría,
todos argentinos, integraron la selección italiana que ganó
en 1934: todavía circulan fotos de ellos haciendo el saludo
fascista en el centro del estadio. Para el poder, nunca hay precio
demasiado alto.
En esta zona de intereses, aquellos gladiadores pasan a ser mano de
obra de un negocio multimillonario que incluye demasiadas áreas
de sombra, donde pululan esos mercenarios que se llaman barrabravas.
También en el imperio azteca había juego de pelota y
al final de cada torneo eran degollados los vencedores, según
cuentan, para eternizarlos en la victoria. Sus cabezas quedaban esculpidas
en piedra para el recuerdo de las sucesivas generaciones. A Maradona,
el negocio del espectáculo tal vez le prometió la eternidad,
pero si fue así, le mintió. Sólo quería
que fuese cómplice del poder, aun socio de ser posible, como
lo es Pelé, otro rey de corazones.
Sin la preparación adecuada para manejar esa relación
interna y tal vez por simple arrogancia, este cuádruple mundialista
desafió a todos porque creía que la moneda caería
de canto, parada por la magia de su poder individual. Pero la tribuna,
la cancha y el poder político-económico tienen leyes
propias, y es muy difícil que se mezclen. Quizá Maradona
no supo o no pudo distinguirlas a tiempo, extraviado en el laberinto
de su propia gloria.
Publicada el 1º de julio de 1994.
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Por
Horacio Verbitsky Gracias Pelusa
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La corrida del festejo fue todavía más hermosa que
el remate que colocó desde el borde del área grande
en el ángulo imposible entre el palo y el travesaño,
después de la pared de lujo de Redondo y Caniggia.
En el Mundial del 90 jugó todos los partidos pero no
hizo un solo gol. Con el de ayer alcanzó a Guillermo Stábile
como el mayor goleador argentino en campeonatos del mundo. Habría
que preguntarle a Batatareli cuánto hace que en partidos
oficiales o amistosos no sacudía la red en una jugada sin
pelota detenida y cuántos jugadores de su edad anotaron en
su cuarto mundial.
Desde que volvió a la Selección jugaba parado, poniendo
unos pocos toques perfectos por partido para que otros corrieran
y patearan. Ayer entró varias veces al área antes
del gol y se le notaba en la cara que se quería comer el
arco. Pero su alarido desahogaba otras frustraciones que las de
la estadística deportiva. No fue un saludo para la Tota que
lo veía desde Buenos Aires ni para los millones de hinchas
enchufados a los televisores de La Quiaca a Ushuaia.
Desde siempre se anota en todas. Fue el primer reo en ponerse el
arito en la oreja y el tapado de piel. Se hizo amigo de Fidel Castro
y repitió a quien quisiera oírlo su simpatía
por la acosada sociedad cubana. A Basile le dijo que se había
mareado con dos copas, y la tribuna lo puso de prepo en el equipo
la tarde del zaino de Colombia. Vivió con Claudia sin libreta
y recién se casó cuando quiso y como quiso. A las
nenas les eligió los nombres más lindos que conocía,
dos para cada una, y en la concentración las lleva a pasear
en el carrito eléctrico porque todo lo que tiene no le importa
si no puede compartirlo con ellas. En Italia representó a
los negritos del sur discriminado y sumergido frente a los blancos
del norte rico y prepotente.
Protesta por los viajes en aviones berreta como el colectivo 60,
por las giras japonesas de recorrer el mundo en una semana para
tres partidos amistosos contra nadie, por la bestialidad de los
dirigentes y el negocio de la televisión que hacen jugar
a mediodía en el solsticio de verano.
Fuera de la cancha le dan cobrado todo esto pegándole más
fuerte y con menos lealtad y respeto que el grandote griego que
lo agarraba de la camiseta para poder contar que lo había
tocado, pero que aunque lo tuvo todo el tiempo cerca no se animó
ni a pedirle un autógrafo. Un político patadura lo
usó para lucirse a su lado en las fotos y volvió a
usarlo para esconderse detrás suyo con cuñados y valijas.
Se bancó todo sin chillar, se mató entrenándose
en dos turnos para llegar al primer partido sin dar lástima
y en la cancha a la hora de la verdad saldó todas las cuentas
con las armas más nobles.
Sigue siendo el atorrante más auténtico de Villa Fiorito,
pero también aprendió cómo funciona el mundo
y sabe mejor que nadie dónde tiene que gritar como un descosido
después del golazo, con la boca dentro de la cámara,
para que lo escuchen Sofovich, Neustadt, Sanfilippo y el mismísimo
Mufa que a Dios gracias desistió de pisar Boston el sábado.
Por eso, humildemente, gracias Pelusa.
Publicada el 22 de junio de 1994.
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Por
Mario Wainfeld. Napoleón o piojo
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¿Soy Napoleón o soy un piojo?, se preguntaba
un atormentado personaje de Dostoievski. Claro que estaba medio del
tomate. La mayoría de la gente sabe que siendo muchas
cosas uno no es tanto ni tan poco. El tremendismo, la simplificación
derivan de carencia de pensamiento o de datos. En las sociedades de
masas suelen ser consecuencia de cómo se procesa la información.
El caso Maradona es un ejemplo de cómo simplificar
burdamente una cuestión llena de aristas. ¿Culpable
o inocente?, preguntan en definitiva la mayoría
de los medios y las encuestas evadiendo abordar, entre muchas otras,
estas complejidades: a) el consumo personal de droga no es considerado
universalmente delito tal cual sucede (por caso) con el homicidio.
Aun en sociedades que lo castigan suelen debatir su desincriminación
aduciéndose, entre otros factores, la posibilidad de control
y su creciente aceptación social; b) Maradona forma parte de
lo que Umberto Eco llamó élites irresponsables,
aquellas personas que ungidas como modelo de comportamiento social
carecen de poder institucional y, por lo tanto, no tienen responsabilidad
establecida por su conducta. ¿Cuál es su responsabilidad
social? ¿Es válido exigirles conductas ejemplares?;
c) los ídolos deportivos argentinos suscitan pasiones arrebatadoras
cuyas causas no parecen ser sólo su conducta o su talento.
Diego es un superdotado, un deportista de equipo que se prodiga como
el que más. También se propuso como un modelo
de sacrificio y de patriotismo (!) en los dos últimos mundiales.
Pero nuestra sociedad también endiosó a Bonavena y a
Gatica que no fueron triunfadores plenos ni tampoco eligieron ser
modelos de vida. En cambio, no endiosó a deportistas
tenaces y eficaces como Accavallo o Reutemann o a genios en su arte
como Locche. No está tan claro qué es ser un ídolo
ni qué se le pide (ni siquiera la analogía Bonavena/Gatica
es cabal: el Mono tenía una identidad política, inexistente
en el caso de Ringo); d) los medios exacerban la (intro) misión
de vigilar vidas privadas.
Los límites entre vida pública y privada; entre moral
y delito; la relación entre fama y responsabilidad; el manejo
y poder de los medios son temas arduos; el modo en que en general
se los abordó (buscando apenas el sí o el no, el Napoleón
o el Piojo) es un testimonio más de cómo se piensa y
debe en una sociedad aquejada de inmediatismo y simplismo que a diario,
en muchos niveles, olvida que como dijera insuperablemente Borges
el atributo más evidente de lo real es su complejidad.
Publicado el 10 de abril de 1991.
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Por
Andres Calamaro Vacaciones en el paraíso
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Para mí existen dos argentinos míticos (y vivos).
Uno es El Polaco y el otro es Maradona Diego. Y ayer, en una operación
comando, casi parecida y absolutamente idéntica a un sueño
ácido, o a un deseo, lo concocí. Alucinante. Habrá,
por lo menos, 50 motivos para quererlo, y no se me ocurre ningún
motivo para no hacerlo (ni tampoco a Arizona, que está ahora
conmigo).
Es amigo de Fidel. Es un ángel, y sin embargo se le ven las
alas. Le gustan el rock, el tango y el folklore. Le gustó Mi
enfermedad. Su humildad también es su grandeza. Sabe
meter goles con la mano.
Es del palo, y eso es de putamadre. Tenemos una cena pendiente. También
sufre. Tiene muy buena puntería. Creo que sabe quiénes
son sus amigos, y sus enemigos. Un guerrero no detiene jamás
su marcha. Le hicieron una cama espantosa (posiblemente Vigil y Menem).
Hubiera sido amigo de Guille Arizona. Y de Gardel. Es un pájaro,
es un avión, es Maradona. Y muchos motivos más. (Elvis
Costello lo nombra en una canción.)
Ahora tengo algo que contarle al de barba cuando me toque.
Voy a llegar armado con mi revólver de juguete (no me refiero
a la pistola), soltando a los cuatro vientos que en la tierra conocí
a Maradona. Fue una noche de abril, en Ezeiza, y había una
guitarra dando vueltas. Y combinando la emoción y la frialdad,
le canté una serenata al campeón. El día en que
los planetas se alinearon como en una brochette cósmica.
Brindo contigo... ¡Salud!
Publicado el 20 de abril de 1994.
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Por
Ezequiel Fernandez Moores La República Maradona
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A diferencia de muchos que acumularon fortunas sólo en horas
y en sótanos clandestinos, cambiando divisas o manipulando
precios, Diego Maradona se hizo millonario a través de 15
años de trabajo y ante la vista de todos. Si hasta cuando
hizo trampas como en aquel gol contra Inglaterra la
TV lo denunció y él no se animó a sostener
la mentira.
Tal vez podría acordarse en que un docente o un médico
podrían ganar dineros más dignos ante las barbaridades
que acumulaban quienes entregan su talento a la industria de la
diversión, pero desde hace años se sabe que la culpa
no es del chancho, sino de quien le da de comer.
La diferencia de Diego con aquellos otros millonarios de cuna insospechada,
finos modales y hasta de asidua aparición en los diarios,
es que el divo nació en Villa Fiorito. Estrellas
del periodismo local y la mayor parte de la prensa extranjera se
solidarizaron con notable oportunismo con los pobres de la Argentina
y reprocharon al divo tamaña ostentación de riqueza.
Modales de nuevo rico, insulto a la inflación,
circo ambulante, calificó la prensa extranjera.
Si antes el periodismo debía analizar todas y cada una de
las declaraciones del astro, ahora además se publican hasta
sus eructos y sus gases. Y también se los interpreta. Y como
él, lejos de ocultarla, la exhibe por todos lados, se le
objeta la permanente presencia de esa corte villero-familiar que
lo sigue como a cualquier rey. Se fisgonea de modo implacable cualquier
símbolo que marque el salto social. Se lo acusa de contradictorio,
a él, que nació en Villa Fiorito y recibe el trato
de un rey. Vaya originalidad.
Claro que el divo perdió la noción de los límites.
En la República Maradona todo vale para el soberano.
¿Cómo distinguir entre los fastos del Luna Park quiénes
son los amigos y quiénes fueron sólo porque Diego
es Maradona?
¿Quiénes seguirán a su lado cuando deje de
ser Maradona? ¿Quiénes le advierten hoy lo que podrá
ocurrirle en ese futuro? Alterado como suele vérselo siempre
en estos últimos meses, Maradona que anoche retornó
a Nápoles, donde en cualquier momento estalla un nuevo conflicto
difícilmente tenga hoy tiempo para pensar en esas pavadas.
Cuando lleguen esos días, ojalá que no sea tarde...
Publicado el 9 de noviembre de 1989.
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OTRAS
VOCES
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Adolfo Bioy Casares:
Siempre he tomado lo fantástico de la realidad para
mis invenciones. Por eso no niego que se podría escribir
una buena historia con Maradona como personaje. Tengo la impresión
de que es un personaje ideal para escribir un libro. Alguien que,
como personaje fantástico que es, daría más
para una novela que para un cuento. Se podría escribir compartiendo
con él sus perplejidades o tomándolas desde el punto
de vista del rechazo. De esa manera, en la supuesta novela, Maradona
podría ser un personaje simpático o, por el contrario,
antipático para el narrador, y también, claro, para
el lector.
José Pablo Feinmann:
¿Desde dónde narrar a Maradona? Surgen varias
posibilidades. Prevalece una: el cuerpo. El cuerpo se localiza en
una de sus partes: la mano. Recordemos: la mano de Dios.
La mano de Dios remite a la manos de Perón, las que, a su
vez, remiten al cercenamiento de los cuerpos. Esto ya nos incluye
en el género de terror. ¿Incluir a Maradona en un
cuento de terror? Sí, al menos, en un muy específico
género de cuentos de terror: el de las manos.
Jorge Asís: Maradona
es un especialista en medios de comunicación. ¿Cómo
es posible que un tipo, especializado en meter goles y hacer pases
o tirar centros, quiera que escuchemos sus consejos sobre moral
pública o lo que es peor, que a alguien se le haya ocurrido
transformarlo en candidato a concejal o lo que fuera? La explicación
es que Maradona, como dije al principio, es un gran comunicador.
Existiendo la industria mediática que le pide a cualquiera
opiniones sobre cualquier tema todo el tiempo, ¿por
qué Maradona no podría hacerlo? Y está claro
que lo hace. Hoy por Menem, mañana por Fidel Castro. No hay
contradicciones.
Juan Forn: Hay
dos Maradonas que rescato y uno al que no puedo perdonar. Y hay
imágenes, por supuesto... El Maradona que se casa en el Luna
Park, el del tapado de zorro blanco. Ese es delicioso: el que escandaliza
a los bienpensantes. Después está el futbolista, con
momentos de altísimo nivel. De todos esos momentos me quedo
con el del Mundial juvenil del 79. Además de él,
había un equipo que funcionaba de maravillas.
Publicado en Página/30 de abril de 1996.
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