Fouché
Por Rafael A. Bielsa
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La
biografía que el escritor austríaco Stefan Zweig tributó
a José Fouché, el influyente político francés
que actuó entre la Revolución de julio y el regreso de la
monarquía bajo Luis XVIII, intenta ser un aporte a la tipología
del hombre político, según las propias palabras del autor.
La centuria que medió entre la vida del actor principal y la del
redactor, y la que media entre Fouché (el título de la obra)
y la actualidad, no parece haber quitado vigencia a lo escrito. Fouché
protagonizó el portento de conservar el poder durante las distintas
etapas de la Revolución, el Consulado y el Imperio, hasta su ocaso
bajo el gobierno de Luis XVIII. Mientras las cabezas más importantes
de Francia se despeñaban, él permanecía hasta transformarse,
de actor, en uno de los autores de la historia de aquellos años
tumultuosos.
Traidor de nacimiento, tránsfuga profesional,
alma baja de esbirro, reptil escurridizo, abyecto,
amoral, miserable son los títulos que le
confieren desde Robespierre a Napoleón, pasando por Carnot, Barras
y Talleyrand, y por todos los historiadores franceses de la época,
realistas, republicanos o bonapartistas. Se podría decir que su
frialdad, su carácter acomodaticio y su capacidad de intriga indignaron
a sus coetáneos, pero sería igualmente cierto afirmar que
en un mundo veleidoso, donde las preferencias de los hombres cambian repentinamente
según quién sea el triunfador, lograr mantenerse en las
alturas del poder es un pecado sin absolución posible. El hombre
que, en un momento en que el mundo se transformaba, prevaleció
psicológicamente por sobre Robespierre y Napoleón, fue confinado
durante muchos años por la historia ese abogado de
la eternidad al baúl de los cachivaches. Las personas
necesitadas de biografías heroicas, o las que no son capaces de
concebir que la trascendencia habite en un cuartucho sórdido, o
esté en manos del albur, necesitan esquematizar y estigmatizar
a hombres como Fouché. En cambio, los que atienden más a
las almas resistentes que a los amos aparentes pueden ver detrás
de las máscaras y los disfraces. Es el caso de Balzac.
Habituado a considerar todos los sentimientos, Balzac desnudó en
un Fouché entre bambalinas el valor de su voluntad y la intensidad
de su pasión, sacando así al hombre más injuriado
de la Revolución y de la época imperial de su lugar subsidiario
en algún drama u opereta napoleónicos. Este miembro
desconocido de la Convención, escribió, inició
su personalidad futura en los momentos de crisis. Bajo el Directorio se
elevó a la altura desde la cual saben los hombres de espíritu
profundo prever el futuro juzgando rectamente el pasado; luego, súbitamente
como ciertos actores mediocres que se convierten en excelentes por
una inspiración instantánea dio pruebas de su habilidad
durante el golpe de Estado del 18 Brumario.
Aquel natural de Nantes pálido, educado en un convento, que conocía
los secretos del partido de la Montaña lo mismo que los del partido
realista, se adueñó del espíritu de Bonaparte con
consejos útiles e informes valiosos. Ni sus colegas de entonces,
asevera Balzac, podían imaginar el volumen de su genio, que
era, sobre todo, genio de hombre de gobierno, que acertaba en todos sus
vaticinios con increíble perspicacia. Cuando la pluma de
Balzac lo elogió, más interesada en la grandeza y la insignificancia
que en la diferencia entre lo moral y lo inmoral, muchos pudieron pensar
que tal vez fuera cierto que el ministro de Policía Fouché
tuviera más poder sobre los hombres que el propio Napoleón.
El mismo individuo que fue sacerdote y profesor en 1790, saqueó
iglesias en 1792, fue comunista en 1793, multimillonario cinco años
después y duque de Otranto algo más tarde terminó
su vida el 26 de diciembre de 1820 en Trieste, luego de haber recuperado
la atmósfera de los claustros silenciosos de los antiguos conventos
de su juventud. Un tiempo antes,para amedrentar a sus enemigos, había
pregonado que trabajaba en sus memorias. Sin embargo, en los días
previos a la muerte, ordenó a su hijo abrir su escritorio y echar
a la hoguera miles de cartas. El que había llamado embusteros
infames durante el jacobinismo a los sacerdotes recibe de uno de
ellos los Santos Sacramentos. El hombre temido que perturbó al
mundo durante veinte años revela con la quema el juicio que le
merece la vida que ha llevado.
Zweig escribe que en el radio de acción de la política,
rara vez son dirimentes los hombres de puras ideas, sino que la verdadera
eficacia está en manos de otros hombres inferiores, aunque más
hábiles. Y diariamente vemos de nuevo que en el juego inseguro
y a veces insolente de la política, a la que las naciones confían
aún crédulamente sus hijos y su porvenir, no vencen los
hombres de clarividencia moral, de convicciones inquebrantables, sino
que siempre son derrotados por esos jugadores profesionales (...), por
esos artistas de manos ligeras, de palabras vanas y nervios fríos.
La corrupción, la amoralidad, la ambición sin límites
sólo son posibles en un hombre si son vicios de la época.
El poder y sus modos de ejercicio se asientan en la debilidad o fortaleza
moral de los contemporáneos de aquel elegido para practicarlos.
Así, todo parecido o diferencia de estas líneas con nuestra
realidad, serán un diagnóstico sobre la época que
nos toca vivir.
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