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OPINION

El nuevo enemigo

Por Claudio Uriarte

La conquista de la crítica ciudad afgana de Mazar-i-Sharif por la Alianza del Norte –¿de qué Norte?; ¿del de las anárquicas fuerzas de la coalición antitalibana respaldada por Norteamérica?; ¿de la Organización del Tratado del Atlántico Norte?; ¿del Norte representado por las fronteras de las semicoloniales repúblicas ex soviéticas de Uzbekistán y Tajikistán?– precipitó un dilema diplomático difícil de resolver: la Alianza está ahora teóricamente en condiciones de avanzar sobre la capital Kabul, pero ésta –así como el resto del país– está poblada mayoritariamente por la etnia pashtún, minoritaria en la oposición armada. Una toma de Kabul por la Alianza podría significar un vengativo baño de sangre que restaría legitimidad a la coalición antiterrorista, por lo cual George W. Bush se apresuró a encender una luz roja sobre esta perspectiva, y una entrada de tropas británicas en Afganistán que puede verse desde una doble perspectiva: puede ser un refuerzo de las posiciones de la Alianza, pero también el intento de congelar su avance.
Detrás de esta prudencia persiste la esperanza algo quimérica de comprar un lote de pashtunes talibanes súbitamente moderados que doten de legitimidad a la coalición multiétnica que se va a instalar bajo el farsesco liderazgo del exilado rey Zahir Shah, pero también yace un problema de más largo alcance geopolítico. Rashid Dostum, el general que tomó Mazar sin la intervención de sus aliados tajikos y hazaras, pertenece a la tribu uzbeka. Esto desequilibra la relación de fuerzas de la Alianza, al privar a los tajikos y los hazaras de una participación aunque sea simbólica dentro del triunfo. Con los tajikos el problema no es gran cosa, ya que siguen dependiendo en el fondo de la ex Unión Soviética, pero con los hazaras, que son primos hermanos de los iraníes, la situación expone el peligro de un avance de la jerarquía religiosa iraní sobre Afganistán –en pos del sueño de la “Gran Persia”– así como de una postsoviética expansión uzbeka. Similarmente, la entrada de Turquía viste de una pátina de legitimidad musulmana a las operaciones, pero Ankara puede aprovechar la situación para apoderarse del Kurdistán iraquí de la zona de exclusión aérea al norte del paralelo 36.
En realidad, EE.UU. no necesita preocuparse tanto por un futuro gobierno en Kabul que probablemente estará teledirigido desde Moscú en el norte y Washington en el sur. Pero la actitud del resto de los países limítrofes –Pakistán, Irán y hasta China– abre la perspectiva de cambios de fronteras, lo que sería un paradójico y revolucionario desenlace geopolítico para una guerra lanzada en nombre del orden.


 

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