Por
Diego Fischerman
Las
leyendas, en su origen, siempre se conectan con hechos reales. Con el
tiempo, a veces, los exceden y, en ocasiones, aun en los casos en que
estas leyendas son extraordinarias, no pueden
llegar jamás a traducir la dimensión de los acontecimientos
que las generaron. En el concierto inaugural del Festival Martha Argerich,
realizado en el Teatro Colón, hubo dos pianistas legendarias. La
primera, la cubana Zenaida Manfugás, fue, en lo musical, inferior
al aura que el tiempo tejió con ella. La segunda, la argentina
Martha Argerich, mostró, con ese toque absolutamente único
en el que conviven lo cristalino y lo aéreo con la contundencia,
la levedad y la fuerza, la expresión y la claridad conceptual,
que ninguna leyenda será capaz de contenerla jamás. Que
ella, como música, es más grande que cualquiera de los mitos
que podrían explicarla.
La propia dinámica de los festivales, en los que conviven intérpretes
y obras de precedencias diversas y con concepciones estéticas muchas
veces hasta encontrados, tiene algo en sí fascinante o repugnante
(depende de cómo se lo mire). La noche de apertura de esta sucesión
de eventos musicales articulados alrededor de la figura convocante de
Argerich tuvo, en ese sentido, todos los ingredientes. Hubo contrastes,
estuvieron los momentos de gran altura musical y, también, los
demasiado leves y superficiales. Estuvieron lo sublime y lo chabacano,
lo perfecto y lo fallido. Tal vez era demasiado adivinable pero, salvo
la luminosa actuación de Argerich, el resto no hubiera merecido
la menor atención fuera de esta contexto particular.
Con la ajustada conducción del director brasileño Roberto
Tibiriçá, la orquesta abrió con una suite instrumental
de la ópera Porgy & Bess, de George Gershwin (con libreto de
su hermano Ira y de DuBose Heyward). Después, Zenaida Manfugás
siguió con Gershwin, esta vez con la famosísima orquestación
de Ferde Grofé de su Rhapsody in Blue. La desafortunada ejecución
del glissando inicial del clarinete que alguna vez le sugirió
a Gershwin el solista de ese instrumento en la orquesta de Paul Whiteman
no fue un buen presagio. Las arbitrariedades de fraseo de la pianista,
los desajustes de la orquesta y las imprecisiones de la ejecución
confirmaron los peores pronósticos, a pesar de lo cual la solista
fue aplaudida con calidez por el público que llenaba las localidades
altas del teatro (los precios de las localidades y la situación
económica del país hicieron que en las plateas hubiera claros,
que en otras épocas habrían sido impensables para un acontecimiento
de esta naturaleza).
La segunda parte abrió con el virtuoso violinista juvenil Géza
Hosszu-Legocky, de 16 años de edad. Su elección de repertorio
(debe haber pocas obras más banales que los espantosos Aires Gitanos
Op. 20 de Pablo de Sarasate), al igual que el permanente y exagerado vibrato
con el que condena cada nota que toca, pueden deberse a la inmadurez.
También y esto sería más grave. ya que su solución
no dependería del tiempo es factible que las condiciones
de la competencia de mercado le hayan hecho pensar a este intérprete
de condiciones indudables (o a su agente) que, para tener su lugarcito
en el mundo, debía aprovechar su húngaro linaje y trabajar
de violinista gitano, cosa que un húngaro como Béla Bartók
(que criticó sobre todo la falsedad y superficialidad del gitanismo
de la cultura de su país) habría detestado.
El final, con el maravilloso Concierto en Sol de Ravel y la iluminadora
interpretación de Martha Argerich (las ovaciones con que fue recibida
en el escenario y saludada luego del concierto deben haber estado entre
las más portentosas que se recuerden en la historia del Colón),
más que colmar las expectativas, las superó. Aun sabiendo
con lo que el oyente se va a encontrar, aun habiendo escuchado en vivo
a Martha Argerich con anterioridad, en su manera de tocar siempre hay
algo de imprevisible. Podría decirse que ella toca como si estuviera
improvisando, como si cada sonido, por breve y veloz que sea, fuera precedido
por un casi imperceptible instante de duda y decisión fulminante.
Un segundo movimiento de gran cualidad poética y un final arrollador
(que repitió como bis) demostraron por qué ella es una de
las grandes pianistas de todos los tiempos. Por qué, junto al de
unos pocos elegidos (Pollini, Horowitz, Arrau, Schnabel, Rachmaninov,
Lupu, Hofman), su nombre ya pertenece a la historia.
UN
CICLO EN LOS TEATROS SAN MARTIN Y ALVEAR
Los
hombres que fueron martes
Por
D. F.
Con
el enigmático título de El hombre que fue jueves, Gilbert
Chesterton escribió una novela que es, a la vez, un magistral juego
de suspenso y humor. Allí, un policía filósofo
afirma ir a los tés artísticos para descubrir
pesimistas. Las pistas, para él, se encuentran en los versos de
un soneto o, como asegura en un pasaje, en el sentido de un tresillo
musical. El mismo nombre fue utilizado para denominar el notable
concierto del martes pasado, con el que continuó el ciclo de música
contemporánea que se desarrolla en los teatros Alvear y San Martín
y que mañana, a partir de las 19, seguirá con el maratónico
Segundo Cuarteto de Cuerdas de Morton Feldman, de cinco horas y veinte
minutos de duración. El enigma, en esta ocasión, tuvo que
ver con un hecho absolutamente inusual. Se tocaron siete obras de compositores
argentinos, encargadas para la ocasión, pero las firmas se mantuvieron
en el anonimato. Recién durante el concierto de mañana se
sabrá quiénes eran, efectivamente, los autores de estas
composiciones. Mientras tanto, público y crítica aceptaron
el desafío de, por una vez, pensar en las obras desligadas de cualquier
condicionamiento externo, incluyendo datos sobre trayectorias e, incluso,
opiniones acerca de composiciones anteriores de los mismos autores.
En un marco en que los dos datos sobresalientes los brindaron la altísima
calidad de la ejecución musical (en la que la dirección
precisa, comprometida y detallista de Santiago Samtero fue fundamental)
y la heterogeneidad de las propuestas. La obra inicial, para percusión
sola, mostró un planteo desarrollado a partir de las mínimas
variaciones de una hemiola inicial y de discretos contrastes entre distintas
series tímbricas (parche y maderas, por ejemplo). Muy bien ejecutada
por Pablo La Porta fue, tal vez, la obra más previsible de las
siete. Un cuarteto para viola, piano, trombón y percusión
(tocado por Elisabeth Ridolfi, Manuel de Olaso, Enrique Schnebelli y La
Porta) y un dúo para flauta y viola (magníficamente interpretado
por Patricia Da Dalt y Marcela Magin) exhibieron las marcas de la tradición
vienesa. La segunda de ellas, en particular, remitió directamente
a una filiación que en Buenos Aires puede asociarse con claridad
con la figura de Francisco Kröpfl. Una composición que incluyó
guitarra eléctrica y CD player (sus intérpretes fueron Hernán
Vives, Olaso, Martín Devoto, La Porta, Enrique Schnebelli y Guillermo
Sánchez) se animó en territorios poco frecuentes de la producción
local, empezando por los extremos de intensidad, y se movió por
paisajes más cercanos a los escuchados en ciclos como Experimenta
que en los habituales cenáculos contemporáneos.
Las obras más interesantes fueron, sin duda, las dos siguientes.
La primera, pensada para clave, bandoneón, clarinete bajo, trombón,
percusión, viola, contrabajo y un sintetizador demodée (tocados
de manera fantástica por Mónica Cosachov, Martín
Ferrés, Sánchez, Scnebelli , La Porta, Ridolfi, Sergio Rivas
y Olaso) trabaja alrededor del virtuosismo extremo (tanto de escritura
como de ejecución) y, con un esquema bastante clásico (dos
secciones rápidas en los extremos, con una cadenza para clave incluida,
a la manera del Quinto Brandeburgués de Bach y una lenta en el
centro) y un uso experto tanto de la noción de movimiento y ritmos
motores como del humor, esta composición sorprendente parece provenir
de la imaginación de alguno de los autores argentinos radicados
en el exterior (por algún extraño motivo, ni el ritmo ni
el humor son demasiado cultivados en estas playas).
La sexta obra, que se regodea en el detalle de los matices hasta el extremo
de lo imaginable y que contiene una sección de conmovedor lirismo
(tocada por Sánchez, Schnebelli, Olaso y Devoto), remite casi sin
duda al universo de Mariano Etkin, uno de los autores argentinos más
importantes de las últimas décadas. El cierre del concierto,
con un sexteto de cuerdas graves (dos violas, dos cellos y dos contrabajos)
dispuesto de manera simétrica como dos tríos (Ridolfi, Mauricio
Weintraub, Devoto, Roberto Segret, Rivas y Patricio Cotella) amplificados
y procesados por medios electrónicos, no terminó de trascender,
a pesar de la bella escritura turbulenta de las cuerdas (a la manera del
Ligeti de los 70), la propia identidad del recurso.
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