Por
Javier del Pino
Desde Washington
La Casa Blanca busca un nuevo Frank Capra, o un William Wyler entregado
a la causa bélica, o incluso un Bogart moderno que levante la moral
de las tropas e inyecte aún más patriotismo en el espectador
de a pie. Bush no quiere documentales ni grandes producciones: busca algo
más subliminal, casi sibilino. Por eso envió el domingo
a Hollywood a su maestro de imagen, Karl Rove, para que se reuniera con
los cuarenta ejecutivos de mayor peso en la industria del entretenimiento.
Bush necesita vender esta guerra dentro y fuera de su país.
A Rove lo esperaban los directivos que deciden y diseñan los productos
audiovisuales que consume el mundo. Se reunieron con él en el Península
Hotel de Beverly Hills, no muy lejos de las letras que componen la palabra
Hollywood en una colina de la ciudad del cine. Las letras, dicho sea de
paso, seguirán pintadas de blanco: el Ayuntamiento de Los Angeles
rechazó una propuesta para cubrirlas con los colores de la bandera
de EE UU. Este detalle pintoresco refleja el conflicto entre lo que Hollywood
ofrece y lo que Washington busca. La Casa Blanca no quiere exaltaciones
patrióticas descaradas, no quiere Rambos en Afganistán ni
desea que Indiana Jones viaje en busca de la fábrica perdida de
armas químicas. Por eso la reunión del domingo no tenía
agenda: el enviado de Bush viajó a la costa oeste con ideas, pero
sin propuestas.
Al terminar el encuentro, Rove intentó eliminar sospechas manipuladoras:
Todo lo relativo al contenido de los guiones está fuera de
la mesa. No queremos dictar lo que debe hacer la industria del entretenimiento,
aclaró. El deseo del gobierno, explicó, es compartir con
la industria los ideales que tratamos de comunicar en nuestro discurso:
tolerancia, coraje y patriotismo. Aparentemente, el deseo de la
Casa Blanca no es forzar una ola de producciones patrióticas al
estilo pos Pearl Harbour de los primeros años cuarenta. Al fin
y al cabo, en aquella época no había ni televisión
ni internet, las dos herramientas de propaganda más sabrosas de
este tiempo.
Sin embargo, Jack Valenti, máximo representante de la industria
del cine, fue incapaz de expresar qué se espera de ellos en la
práctica. Se habló de cuestiones tan irrelevantes como la
promesa de enviar a las bases estadounidenses copias de las películas
de estreno, para que los soldados se sientan bien tratados. O también
de la participación de estrellas de cine en espacios publicitarios
de servicio público. O incluso de la realización de documentales
breves sobre la guerra contra el terrorismo que puedan acompañar
a los grandes estrenos. Hay quien habla incluso de montar espectáculos
para las tropas desplegadas en la zona, aunque su número es tan
escaso que casi llegarían a ser más los artistas que los
soldados. No es eso lo que quiere la Casa Blanca: Bush desea esparcir
su mensaje de manera más discreta. Sabe que el apoyo de la opinión
pública en Estados Unidos sólo puede ir decreciendo, y sabe
que el resto del mundo (salvo quizás Tony Blair) lo mira con creciente
perplejidad.
Rove habló de un listado de puntos ideológicos que Hollywood
debe tratar de imprimir a sus productos. Ejemplos: esta guerra no es contra
el Islam, EE.UU. respeta todas las religiones, EE.UU. es el país
más generoso del mundo, la guerra es global y requiere una respuesta
global, etcétera. Cómo y quién introducirá
estos conceptos, sólo el tiempo lo dirá. En el peor de los
casos, el contacto entre Washington y Los Angeles puede servir para reconciliar
al establishment republicano con una industria abiertamente demócrata.
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