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INTERROGANTES EN UNA KABUL LIBERADA, FELIZ PERO AUN INSEGURA
¿Y la ONU? ¿Y el Rey? Muy bien, gracias

Los habitantes de Kabul, la capital afgana ahora bajo control de la Alianza del Norte, están a la espera de que alguien se dé cuenta de que los talibanes se fueron. Y se preguntan qué pasó con la vuelta del sha exiliado y con las propuestas de la ONU.

Por James Meek*
Desde Kabul

No había sandwiches de pepino, y eran más bien vasos que copas y tazas, pero el té fue una refrescante bienvenida a la embajada británica. No había diplomáticos ahí. El anfitrión era Ghullam Hazrat, mecánico y cocinero de avanzada edad, uno de los empleados afganos que atiende lealmente el bungalow blanco de la embajada y el jardín lleno de rosas, a la espera de la orden desde el Foreign Office londinense para izar la bandera británica y darle la bienvenida al embajador. “Sí, ya estamos preparados, estamos revisando los autos, limpiando el lugar”, dijo Hazrat. “Pensamos que las cosas mejoraron, así que suponemos que ellos tendrán que volver.” No es sólo Hazrat. Mientras el mundo mira a Kabul por televisión, Kabul espera que el mundo llegue.
Podría esperar mucho tiempo. Todo el engorroso aparato de la paz internacional, la diplomacia y el gobierno no estaba preparado para el súbito desplome de la ciudad. El mundo no estaba preparado. Uno puede espiar a través de un agujero en las puertas desgastadas y escritas con graffitis de la abandonada embajada de Estados Unidos y ver cómo la dejaron las multitudes pro-talibanes: es como una cáscara sin ventanas. Un transporte de tropas blindado abandonado es todo lo que queda –aunque se dice que hay fuerzas especiales norteamericanas en Kabul, no hay señales de diplomacia estadounidense–. En la embajada francesa los empleados de mayor edad están un paso adelante de sus colegas británicos sólo en cuanto a que ya colgaron la bandera francesa afuera, pero puesta al revés.
En Kabul, es difícil encontrar a alguien que lamente la salida de los talibanes. No es difícil encontrar personas que desconfíen de la Alianza del Norte, lo que hace más tenso el manejo de las instituciones de la ciudad y que parezca un gobierno de facto afgano con cada hora que pasa. Durante la semana de ataques aéreos norteamericanos, el pueblo de Kabul, ávidos oyentes de la BBC, escuchó reiteradas veces acerca de la vuelta postalibán del sha Zahir, el rey exiliado, y del rápido involucramiento de Naciones Unidas en el establecimiento de un gobierno de amplia representación. Ahora Kabul ha caído pero no hay pruebas del rey ni de la ONU. “La situación de la ciudad está mejorando, pero sería mejor si aquí hubiera tropas de Naciones Unidas, y todavía mejor si el rey viniera”, dijo Abdul Alí, un ex enfermero que ahora maneja un negocio de gomas, que tiene apiladas del piso al techo, viejas gomas en un puesto del tamaño de cuatro cabinas telefónicas. La gente desconfía de la Alianza por cuestiones étnicas –principalmente son tajikos y muchos residentes de Kabul tienen antepasados pashtunes– y porque los actuales líderes de la Alianza estuvieron involucrados en la guerra civil, que devastó la ciudad a principios de la década de 1990.
Wally es un pashtún y tiene recuerdos amargos de la matanza de la pasada década. Como otros que temen a la Alianza, admite que fue sorprendido por la buena conducta que tuvieron hasta ahora. “El nuevo gobierno es un éxito hasta ahora, pero tenemos miedo de que repitan su trabajo previo aquí, y que cada parcela de tierra tenga su propio comandante y nuevamente haya sangre”, dijo. “Entonces esperamos que las tropas de Naciones Unidas pongan orden pronto.” En la oscura sala del hospital central de Kabul con dos camas como único mueble y paredes de yeso llenas de agujeros, el director médico, Nadir Kahir –con un salario de 30 dólares mensuales, sin pagar por meses– es aún más escéptico. Kahir reconoce la necesidad de los bombardeos estadounidenses a pesar de haber visto civiles muertos y heridos, incluso a pesar de que las ventanas se hayan hecho añicos por los ataques en los alrededores; incluso a pesar de que los pacientes teman ir al hospital para tratarse porque éste se encuentra entre los ministerios de Defensa y del Interior. Pero acepta todo esto en pos del objetivo final, y que ahora dice que se siente decepcionado. “Escuchamos en la radio que la liberación de Kabul vendría junto con la entrada de las tropas de la ONU y la llegada del rey”, dijo. “No hay tropas de la ONUahora, sólo de la Alianza del Norte, y el proceso de traer al rey fue pospuesto. Ya es un interrogante y una preocupación.” El miedo es real. Pero así también es el buen orden de la Alianza. Tras su segundo día de control de Kabul, no había informes de violaciones, saqueos o disparos de las fuerzas de la Alianza. Lejos de eso. Su presencia es pacífica; patrullan en pequeños grupos –más bien son pobladores tímidos que conquistadores altaneros–. Sus puestos de control en las intersecciones son discretos. Los taxistas dicen estar a la espera de que sus autos sean considerados por la Alianza como trofeos, pero hasta ahora de los únicos vehículos de los que la Alianza parece haberse apropiado son los autos abandonados por los talibanes. Los residentes parecen desconcertados por los distintos uniformes de la policía de la Alianza –la milicia regular de la Alianza está de gris–, y el camuflaje de los soldados llamados para hacer de refuerzo. “Lograr que haya orden en Kabul con las fuerzas de policía de dos provincias es muy difícil”, dijo Fazel Udin Iyri, hasta el martes jefe de policía de la pequeña ciudad de Charicar y ahora a cargo de las operaciones de policía en Kabul. Se refería a las provincias rurales de Kapisa y Parvan, al norte de Kabul, desde donde es llevada la mayoría de las tropas de la Alianza que tomaron la ciudad. “Podemos manejarnos con 20.000 policías pero sólo tengo 2000”, dijo. Iyri no mencionó qué cantidad de tropas los estaban apoyando. En realidad, muchos de los líderes claves de la Alianza son llevados desde un área incluso más pequeña entre estas dos provincias, el valle de Panjshir. De allí es Yunus Qanuni, el coordinador de la comisión de la Alianza que se encarga de poner orden en Kabul. Ayer cambió su lugar en Panjshir por la anterior oficina de ministro del Interior talibán en el centro de Kabul.
El armado de las comisiones de ocho integrantes muestra el cuidado con que el inteligente y ambicioso Qanuni preparó su operación para demostrar a Kabul y al mundo que el liderazgo de la Alianza dejó a su señor de la guerra atrás. Sólo tiene unos pocos oriundos de Panjshir y cantidad de integrantes pashtunes y de la minoría házara. “He estado aquí por 12 años, he visto muchas luchas, y éste es un intento serio de hacer algo bueno”, dijo Alberto Kyro, del comité internacional de la Cruz Roja, uno de los tres trabajadores humanitarios que actualmente se encuentra en Kabul. “Tengo la impresión de que ellos han aprendido del pasado. Tal vez las cosas cambien repentinamente para peor, pero saben que todos los están mirando.” Los negocios y los mercados de Kabul estuvieron abiertos ayer y las calles llenas; incluso luego del anochecer comerciantes hablaban y reían en la calle, sin lluvias, en un clima todavía suave para noviembre. No es una ciudad brillante de noche, pero el poder hidroeléctrico hace que haya luz permanentemente. Las luces de las casas que salpican las colinas, vistas a distancia parecen un terreno lleno de gente con antorchas. Durante el día taxis y bicicletas, las dos principales vías de transporte, llenan las calles y soldados y policía del tránsito dirigen la movida. Las ventanas de las panaderías estaban llenas de paquetes de pan con exquisito aroma como el día en que los talibanes se fueron y el anterior. La extraordinaria cotidianidad de la vida llama la atención. “La última vez que los mujaidines vinieron a Kabul sólo pasaron dos o tres horas antes de que hubiera enfrentamientos entre distintos grupos, pero ahora todo está bien”, dijo Mohamed, un ex piloto. A esta altura, Kabul no ha sido invadida por grupos mujaidines rivales sino por el surgimiento desproporcionado de uno solo de estos grupos, que se convirtió en algo parecido a un ejército regular por Shah Ahmed Massoud.
Al gobierno paquistaní y a los analistas paquistaníes les gusta caracterizar a la Alianza del Norte como los villanos de las guerras civiles de los ‘90, pasando por alto el hecho de que el principal opositor de los hombres de Massoud, el despiadado Gulbuddin Hekmatyar, fue financiado por Pakistán. A pesar de los alentadores signos iniciales, no hay dudas de que no hay suficiente gente en Kabul que todavía quiera la guerra para destruir la ciudad muchas veces. Mohamed Azim es un oficialdel viejo ejército afgano de la brigada del artillería de los ‘80. Mantuvo su trabajo a través de los numerosos cambios de régimen. Solía trabajar para Massoud, luego trabajó para los talibanes, y desde el martes está listo para trabajar para los herederos de Massoud nuevamente. Bajo los talibanes, la División 88 tenía alrededor de 2000 soldados, 260 oficiales y un mulá en el mando, Shazada Akhon. El lunes por la noche y el martes por la mañana, los soldados y el mulá huyeron. Al día siguiente los oficiales fueron a trabajar como todos los días.
“Yo soy un oficial. Esa es mi profesión. Esta es una guerra civil”, dijo Azim. “No importa si se trata de un comandante de Panjshir, de la Alianza del Norte o un talibán de Kandahar. No me preocupa. Yo trabajaré para quien sea que esté a cargo. Son todos lo mismo. No tengo lealtad a ninguno. Mi único deseo y sueño es trabajar pacíficamente, tranquilamente, que haya democracia y que mis hijos vayan a la escuela. Es lo mismo si se trata de los talibanes o la Alianza del Norte. Mientras no sean extranjeros. Yo trabajo para darles de comer a mis hijos.”

* De The Guardian de Gran Bretaña, especial para Página/12
Traducción: Giselle Cohen

 

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