Por Luciano Monteagudo
Desde
Tesalónica
En La eternidad y un día,
la película que tres años atrás le valió al
director griego Theo Angelopoulos la Palma de Oro del Festival de Cannes,
Bruno Ganz recorría las calles húmedas y el puerto gris
de Tesalónica, en busca de los recuerdos más íntimos
de su personaje, un poeta a punto de morir. Es notable comprobar in situ
cómo la luz espectral que bañaba algunas de esas escenas
no era solamente una proeza del gran fotógrafo Yorgos Arvanitis
sino también una particularidad de esta melancólica ciudad-puerto,
recostada sobre las aguas mansas del Mar Egeo. El Festival Internacional
de Tesalónica también ha hecho suyas esta luz y este puerto.
El corazón de la muestra funciona en un muelle especialmente reciclado,
que alberga tres salas de cine, dos salas de exposiciones (una con afiches
de la legendaria productora alemana UFA; otra con magníficas fotos
de los años 60 del director Jerry Schatzberg), la oficina
de prensa y el centro de operaciones de todo el festival. Allí,
bajo la sombra del enorme buque carguero Spiliada, que invita
a imaginar una aventura, o mecidos por el suave rumor de los remolcadores,
los cinéfilos griegos hacen de Tesalónica una ciudad abierta
al mundo, dispuesta a embarcarse hacia otros horizontes.
A pocas cuadras de allí, sobre la Plaza Aristotelous, que también
mira hacia el mar, está enclavado el elegante complejo Olympion,
en cuyas salas el Festival de Tesalónica programa cine-arte durante
todo el año (acaban de estrenar La habitación del hijo,
el film más reciente de Nanni Moretti) y que durante los diez días
de la muestra alberga a la competencia oficial. Sabiamente acotada a 16
films, para que no se pierdan en el tumulto, la competencia está
dedicada como el Festival de Cine Independiente de Buenos Aires
a primeros y segundos films, con la idea de abrir el camino a las películas
y los directores de los cuales se podrá hablar en el futuro. De
hecho, The Mad Songs of Fernanda Hussein, el film del independiente norteamericano
John Gianvito, que fue rechazado por el Festival de Rotterdam y se convirtió
en abril pasado en una de las revelaciones del de Buenos Aires, tiene
ahora su estreno europeo en Tesalónica.
La elección de Fernanda Hussein marca un poco la tendencia del
concurso oficial, donde parece primar una mirada sobre la complejidad
política y social del mundo, una complejidad que está en
las antípodas de las imágenes banales que propala la CNN
desde Kabul. En este contexto, el film de Gianvito viene a recordar de
qué manera, diez años atrás, la Guerra del Golfo
Pérsico sirvió puertas adentro de los Estados Unidos para
demonizar y perseguir a los habitantes de origen musulmán, tal
como está volviendo a suceder ahora. El eje de la película
es la tragedia de Fernanda, una mujer doblemente marginada por su origen
chicano y por haberse casado con un egipcio de apellido Hussein, lo que
determina que sus hijos, de 9 y 14 años, aparezcan asesinados,
por la sola portación de apellido. Hay una radicalidad extrema,
una santa indignación en el film de Gianvito que hacen de su película
un objeto extraño incluso dentro del panorama del cine independiente
norteamericano.
Algo de la feroz iracundia de Fernanda Hussein también aparece
en LAfrance, potente opera prima del franco-senegalés Alain
Gomis, un cineasta a seguir. Su protagonista es El Hadj, un joven senegalés
radicado en París que está a punto de terminar su carrera
universitaria cuando de pronto empieza a tener problemas con sus papeles
de inmigración y pasa a ser un ilegal. Esta situación límite
lo lleva a confrontar todas sus contradicciones. Formado en las ideas
de Lumumba, sobre la necesidad de adquirir conocimientos para luego poder
enfrentar al poder colonial en sus propios términos, El Hadj está
seguro de querer dar esa pelea, pero descubre a punto de ser deportado
que su vida está más en París que enDakar, con la
que perdió todo contacto. ¿Todo lo que aprendemos
vale por aquello que olvidamos?, se pregunta El Hadj, siguiendo
una leyenda de folklore senegalés.
¿Se puede ser un extranjero, un ilegal en su propio país?
Es, a su vez, el interrogante que eleva Tornando a casa, primer largo
del napolitano Vincenzo Marra, que llega a la competencia de Tesalónica
un par de meses después de haber tenido su elogiado bautismo de
fuego en la Settimana della Critica de la Mostra de Venecia. Un grupo
de pescadores napolitanos prueba suerte en Sicilia. Están lejos
de sus casas y se arriesgan demasiado, internándose en aguas africanas,
para aumentar la pesca. La costa tunecina casi se puede tocar detrás
de la niebla, pero ambos mundos parecen antagónicos. Franco, el
más joven del grupo, no está tan seguro. La pobreza y la
mafia le muerden los talones, hasta que un episodio trágico, fortuito,
lo impulsa de pronto como le sucedía a Jack Nicholson en
El pasajero, de Antonioni a cambiar de identidad, a empezar una
nueva vida del otro lado del Mediterráneo.
La situación de la minoría kurda en Turquía es aún
más difícil, se infiere siguiendo la simple parábola
de Fotograf, de Kazim öz, un cineasta que ya venía de sufrir
la censura en su país por un cortometraje anterior. Dos hombres
se conocen en un largo viaje en ómnibus y traban una amistad fugaz
pero sincera, sin saber que cuando lleguen a destino ambos se convertirán
en enemigos mortales, uno como recluta del ejército nacionalista
turco y otro como miliciano de la resistencia kurda. Como una forma de
luchar contra esa intolerancia, como una forma de abolir fronteras es
que el puerto de Tesalónica marcado por el cruce de la cultura
griega con la bizantina y la romana parece abrir sus aguas a los
nuevos cineastas.
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