Por Robin Denselow
Desde
Peshawar
En los alrededores de la frontera
paquistaní de la ciudad de Peshawar hay un bloque de cemento en
ruinas decorado con carteles que promocionan los nombres de residentes
en busca de publicidad pero aún algo nerviosos. Son todos refugiados
de Afganistán músicos que debieron huir porque los
talibanes les prohibieron que tocaran. La música no religiosa
fue considerada no islámica. Quienes fueran descubiertos tocando
música podían ir a la cárcel y sufrir la destrucción
de sus instrumentos. Alrededor de 200 músicos profesionales que
trabajan en más de 20 bandas están establecidos en torno
del polvoriento complejo de Khalil, un laberinto de balcones y pequeñas
oficinas donde los músicos ensayan en busca de dinero. Algunas
estrellas locales están acá, incluida la cantante Sultan
Hamahang, quien una vez actuó en Estados Unidos y Europa. Otras
bandas nuevas tratan de sobrevivir tocando para la comunidad afgana exiliada.
Hay tres millones de refugiados afganos en Pakistán, muchos de
los cuales viven cerca de Peshawar, y aquellos que tienen dinero y quieren
músicos para casamientos o fiestas vienen aquí para contratar
sus servicios. Constantemente hay música en el edificio: el sonido
de los instrumentos tradicionales afganos como el rubab, la versión
local de la guitarra, o el tumbor, que es muy parecido a una cítara
india. Hay percusión, provista tanto por los enérgicos aplausos
o por bateristas con tabla sentados de piernas cruzadas en el piso frente
a sus instrumentos. Los saxofones y los clarinetes le dan un toque occidental.
Es un sonido muy alegre a pesar de no tratarse de una comunidad alegre.
Los músicos se quejan de la ardua vida que llevan y de lo poco
que ganan. Y cuando les hablé del estado de guerra en Afganistán,
pidieron que no mencionara sus nombres y explicaron por qué estaban
tan preocupados. Los talibanes deben estar saliendo de Afganistán
y la música puede ser oída nuevamente en Kabul, excepto
en las regiones fronterizas en las que viven sus ideas. Cuando hay protestas
antiamericanas, las multitudes rompen los vidrios del frente de nuestros
locales al pasar. Y no se puede confiar plenamente en la policía.
Algunos de ellos nos molestan. Y los maestros de las madrassahs (escuelas
sagradas) se quejan de que nuestra música es no islámica
y nos amenazan con rompernos los instrumentos, que son nuestra única
fuente de ingresos. Muestran un tumbor arruinado por un estudiante
de teología. No debería haber restricciones a los
músicos afganos en Peshawar. Pero la vida se ha puesto difícil,
a veces peligrosa para ellos porque Peshawar aún es una ciudad
que fuertemente apoya a los talibanes: la mayoría de sus habitantes
son pashtunes, de la misma tribu de los talibanes.
No hay choques entre las ideas islámicas dentro de Pakistán,
y la música es uno de los frentes de batalla. En el oeste hay una
talibanización y rechazo a la música popular cada vez mayores.
En el este, en Punjab y el alegre centro académico de Lahore, hay
una tradición más liberal que hizo surgir a Qawwali, la
gloriosa música extática de los místicos Sufi por
la que Pakistán es célebre. La ciudad albergó al
último Nusrat Fateh Ali Khan, el mejor cantante Qawwali de los
últimos años, mejor conocidos en el Occidente por sus aventuras
experimentales con bandas como Massive Attack. La línea divisoria
entre dos culturas corre entre la capital de Islamabad y la bulliciosa
ciudad gemela de Rawalpindi. En sus barrios afganos los locales de música
están llenos. Pero acá, también, hay una creciente
inquietud. Estuve en una divertida fiesta de casamiento de afganos exiliados
en Islamabad, en la que una banda estaba tocando, y algunas mujeres incluso
se sacaban los velos mientras bailaban. De repente el novio decidió
que el equipo de televisión que estaba conmigo debía partir.
Partidarios de los talibanes podrían ver lo que estaba pasando.
La ansiedad pública aumentó con la continuidad de los ataques
aéreos, y la Alianza del Norte es vista como enemiga de los pashtunes
y de Pakistán. Si hay un contragolpe, podría ser tanto político
como cultural, y el tumborroto en la casa de los músicos de Peshawar
podría ser una prueba del conflicto que viene.
De The Guardian de Gran Bretaña. Especial para Página/12.
Traducción: Giselle Cohen.
NORMALIZAN
EL FUTBOL EN KABUL
Sin barra brava talibán
La liberación política
y cultural en la capital afgana de Kabul llegó a una de las pasiones
locales: el fútbol. No es que antes estuviera prohibido, pero sí
estaba sometido a ciertas particularidades del régimen talibán
que lo hacían casi impracticable. Esto es: un partido solía
interrumpirse para que, en la cancha misma, se realizaran ejecuciones
aleccionadoras. Además, había inconvenientes prácticos:
los jugadores no podían mostrar ni un resquicio de piel, por lo
que los amplios pantalones y túnicas que debían usar a modo
de atuendo deportivo enredaban las piernas y hacían más
que difícil meter un caño. Además, estaba prohibido
aplaudir o gritar otra cosa que no sea en favor de Alá.
Ayer, los hombres de Kabul ahora casi todos afeitados armaron
el primer partido de la era postalibán. En el pasado, los
partidos de fútbol eran interrumpidos y se llevaban a cabo ejecuciones
públicas para que todos las presenciaran, relató Ahmed
Marof, uno de los participantes del encuentro deportivo. Y, ante el desconcierto
del periodista que lo escuchaba, le repreguntó: ¿Qué
podíamos hacer?. En la cancha todavía se pateaban
varios cartuchos de balas usadas. El régimen talibán permitía
que se realizaran partidos de fútbol pero sólo en ocasiones
especiales y con restricciones bastante extrañas. Los jugadores
tenían que usar camisetas de mangas largas y pantalones largos
para no mostrar la piel, lo que era considerado antiislámico por
los talibanes. Y más: los aplausos estaban prohibidos. La forma
en que los espectadores podían sublimar su alegría o su
bronca era unívoca: sólo podían gritar ¡Allahu
Akbar! (¡Dios es el más grande!), pasara lo que pasara.
Si a alguien se le escapaba cualquier otro tipo de vocablo o exabrupto,
la policía religiosa se encargaba de reprimirlo.
Semejantes medidas condicionaron a que los torneos sólo fueran
nacionales. El año pasado, se fracasó al intentar ir más
allá de las fronteras: se realizó un partido amistoso en
la sureña ciudad de Kandahar con contrincantes paquistaníes.
El equipo local se enfrentaba al poblado de Chaman, situado en la frontera
con Pakistán. El partido terminó antes de tiempo, en medio
de fuertes disturbios: la policía talibana entró a arrestar
a los jugadores paquistaníes que usaban un short al estilo occidental.
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