Por Hilda Cabrera
No quise que mis hijos
fueran sólo a la escuela judía; quise que vivieran la realidad
y no encerrarlos en un ghetto. Mi viejo era de izquierda, realmente, y
yo seguía la línea de mi viejo. El actor Max Berliner,
también adaptador y director teatral, se refiere de esta manera
a su condición de judío, y a su relación con la sociedad
argentina. Dice respetar su religión pero no ir a la sinagoga,
y ser muy abierto en materia de creencias y en la elección de las
obras en las que actúa o dirige. Como creador del grupo Teatro
para Todos, acaba de estrenar Liturgias, pieza que va sólo los
sábados a las 19.30, en el IFT, de Boulogne Sur Mer 547. Se trata
de la adaptación de un texto de la argentina Nora Glickman, dramaturga
y profesora de Literatura latinoamericana en el Queens College de
la Universidad de Nueva York, donde reside.
La imagen de Berliner ha sido asociada desde siempre al teatro judío,
aun cuando trabajó en producciones teatrales, televisivas y fílmicas
no relacionadas con esa comunidad. Nació en Varsovia en 1919, llegando
a la Argentina junto con sus padres y hermanos en 1922. Toda mi
vida está acá, dice este actor singular, que desde
muy joven supo interpretar piezas en idish y castellano, y obras clásicas
nacionales y extranjeras. En su trayectoria, la televisión y el
cine ocuparon espacios importantes. Entre otras películas, participó
de La Patagonia rebelde (1974), El muerto y Los gauchos judíos
(las dos de 1975), Plata dulce (1982), En retirada y Los tigres de la
memoria (1984), La cruz invertida (1985), La amiga (1989), El lado oscuro
del corazón (1992) y Yepeto (1999).
Debutó en las tablas a los cinco años, e inició poco
tiempo después estudios de violín y piano. Vinculado a su
comunidad, llegó a dirigir el elenco estable del Teatro Popular
Judío de la AMIA. Mi vida fue siempre así, mezcla
de realidad y fantasía, apunta en diálogo con Página/12.
Cree que, de lo contrario, le hubiera resultado difícil sobrellevar
los momentos de dolor: Cuando se vive intensamente la realidad,
uno siente que, de pronto, afloja. Yo no estaría tan bien a mis
82 años si no le dejara un lugar a la imaginación.
Esta aptitud la heredó de sus progenitores. Su padre fue uno de
los creadores de un grupo cultural que se llamó Musas. En realidad,
en aquellos años abundaban los centros culturales. Cada comunidad
tenía el suyo, recuerda Berliner. En Polonia, su padre trabajó
en la fabricación de municiones para el ejército, y apenas
llegó a la Argentina se dedicó a fabricar camas, para las
que se utilizaban entonces hierro y bronce: Después, empezó
a trabajar en corsetería, con mi mamá, y a mí me
hicieron estudiar piano, violín y declamación. Querían
que fuera artista. Pero yo, como músico era un desastre, así
que me dediqué al teatro.
Berliner se inició entonces como recitador, en ídish y castellano,
y más tarde supo que su ideal era poner piezas en ídish
de temática universal. Llegó a fundar en 1955 el teatro
Artea, de Bartolomé Mitre y Pasteur (cerrado en 1971), con su esposa
Rachel, actriz y pintora. Ahora sueña con poner en escena un texto
de Osvaldo Bayer. Mi vida es un terremoto -sostiene, y soy
feliz de tener la posibilidad de crear. Estoy también en televisión.
Me llamaron para hacer de viejo almacenero en el policial Código
negro, de Canal 7. En cuanto a Teatro para Todos, aclara que éste
surgió del Teatro de la AMIA, asociación que contaba con
un auditorio desde 1959, en Pasteur 633: Después del atentado
nos rearmamos. Decidí formar un nuevo grupo con algunos actores
del elenco anterior y otros invitados. El propósito de esta
agrupación es movilizar a la gente; seguir en parte
la línea abierta en el 2000 con la controvertida Shopping Auschwitz,
que es como decir la mercatilización del genocidio: Esta
obra me trajo muchos inconvenientes, porque sigue siendo un tema tabú
hablar de ciertas cosas. Es la historia de un vendedor de ropa, un muchacho
de pocasluces, al que unos amigos suyos de ideología nazi lo convencen
de vender determinadas prendas. El no sabe que eso que pone a la venta
proviene de judíos muertos en campos de concentración.
En Liturgias, el tema es la identidad, y sobre un asunto poco transitado
en teatro. Refiere los problemas que le trae a un grupo familiar el descubrimiento
de su ascendencia judía. Me basé en la obra de Nora
Glickman y en investigaciones, puntualiza el actor, que en esta
pieza cumple las funciones de adaptador y puestista. Hace tiempo que determinados
apellidos revelan un origen marrano (de judíos conversos a causa
de la Inquisición), pero pocos reflexionan sobre ello. Franco,
Mercado, Carreras están entre los más comunes del habla
hispana. Según Berliner, este tema es obviado, porque a nadie le
agrada saber que hubo perseguidos entre los suyos, que algún antepasado
prefirió convertirse al cristianismo antes que morir quemado en
las hogueras inquisitoriales: Es cierto que esta manera de pensar
es muy negativa apunta, pero uno la entiende, porque la discriminación
pesa, y mucho, y es todavía bastante más fuerte que cualquiera
de los intentos que se hacen para superarla desde la solidaridad.
EL
MAL DE LA PALOMA, DE MONICA VIÑAO
El calvario de una pareja brutal
Por Cecilia Hopkins
Escrita por Omar Aita, El mal
de la paloma es una obra cargada del lenguaje crudo de la incomunicación,
según define el autor. La atmósfera que describe, por otra
parte, es despiadada y risible al mismo tiempo, y ese hecho se convierte
en uno de los motivos de la efectividad de la pieza. La directora Mónica
Viñao, que antes del estreno había expresado su deseo de
internarse en carriles expresivos diferentes a los que hasta el momento
había transitado con su obra, supo conseguir su objetivo con la
puesta de esta historia descarnada que pone en el centro a dos actores
de peso. Formados con la misma Viñao, Silvia Dietrich y Luis Solanas
se traban en un contrapunto que no da tregua al espectador. Sin más
objetos que una mesa y dos banquetas de cocina, los actores encuentran
un perfil definido para sus personajes, que sintetizan un estado de embrutecimiento
que, se adivina, apunta a definir algo que está más allá
de la pareja que componen.
Irma y Osvaldo subraya el autor se emparentan patéticamente
con personajes de la vida real que, impunes y casi amorales, crean su
propio monstruo a través del cual sustentan su vida y razón
de ser. Toscos, enfáticos y dueños de una brutalidad
manifiesta tanto en su lenguaje como en su gestualidad los
personajes de Irma y Osvaldo conforman un matrimonio que se comunica con
una violencia exasperada que cada uno expresa a su modo mientras discuten
por nimiedades o planifican su futuro. Porque aunque la pareja parece
disfrutar de ese estado de pelea permanente, algo falta entre ellos. Al
menos, es lo que siente Irma cuando decide reclamar a su marido que le
dé un hijo, luego de cinco años de casados. El hombre, que
solamente siente interés por las palomas de su criadero, encuentra
el modo de satisfacer los deseos de su mujer robando un bebé de
un hospital.
Con la crianza de la pequeña Sandra (que también crece a
lo ancho, sobrealimentada por sus padres) aumenta en la pareja su carga
de vulgaridad, cinismo y estupidez. Dueña de un carácter
fuerte que a veces sabe disimular tras un simulacro de sumisión,
Irma había aceptado fingir el parto para despistar al vecindario,
en una escena que sintetiza el registro expresionista y tragicómico
de la puesta. Las seis escenas que propone la obra comienzan y terminan
con nitidez bajo el efecto de una iluminación que se mantiene fría
y sutil hasta poco antes del desenlace. El cuerpo de los intérpretes
tiene un papel fundamental en todas las situaciones propuestas: la cercanía
o lejanía de un personaje respecto del otro responde a un plan
visual fijado de antemano como si se tratara de una partitura.
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