Por Luciano Monteagudo
Desde
Tesalónica
Este año, la ciudad
portuguesa de Oporto fue declarada capital europea de la cultura.
La ocasión fue la excusa ideal para que el veterano maestro Manoel
de Oliveira a los 93 años, más joven que nunca
le dedicara a su ciudad natal (que en 1896 también vio nacer al
cine portugués) un bello film de homenaje. Porto da minha infancia
tuvo su estreno mundial un par de meses atrás, en la Mostra de
Venecia, pero se diría que el Festival de Tesalónica que
tiene su sede central en un viejo muelle especialmente reciclado
presenta el marco ideal para esta película, como si se estableciera
una complicidad, un diálogo tácito entre estas dos ciudadespuerto.
Oliveira venía de presentar en Cannes y en Toronto, este mismo
año, una película de una sencillez maravillosa, Vou para
casa, con una actuación consagratoria de Michel Piccoli. Eso no
le impidió rodar en pocos días este Porto da minha infancia,
una suerte de álbum de pequeños recuerdos, que no alcanzan
a ser una autobiografía. Pareciera que para Oliveira filmar es
como respirar, tal es la naturalidad con que realizó esta película,
ajena a las rígidas categorías del documental y la ficción.
Se diría que se trata, más bien, de un cuaderno de notas,
una serie de apuntes que tienen al propio Oliveira como narrador en off,
mientras discurren fotos de su infancia, los primeros registros fílmicos
de la ciudad e imágenes de su primera película, Douro, faina
fluvial, de 1931. Si le parece necesario, reconstruye alguna escena de
su adolescencia: una ingenua aventura nocturna o una velada en la ópera,
en la que el mismísimo Oliveira se permite aparecer como actor,
mientras desde un palco es observado por el joven Oliveira de entonces,
interpretado por su propio nieto. Por momentos, el director de Viaje al
principio del mundo simplemente deja que la imagen de un mar embravecido
hable por él, mientras en la banda de sonido se escucha el arrullo
de una vieja canción de cuna, que lleva en sí toda la melancolía
del fado.
En el otro extremo del arco expresivo, la sección Nuevos
horizontes a cargo del crítico Dimitri Eipiades
presenta films de choque, que suelen convocar a la franja de público
más joven del festival, ya de por sí poblado de estudiantes
universitarios. Dos películas de esta sección parecen entablar
de pronto un extraño, impensado intercambio de ideas. Se trata
de Trouble every day, de la directora francesa Claire Denis, y Vagón
fumador, opera prima de la argentina Verónica Chen, todavía
inédita en Buenos Aires. Empujado por el susurro hipnótico
de la música del grupo Tindersticks, el film de Denis de
quien hace muy poco se estrenó en la Argentina la extraordinaria
Bella tarea se sumerge en un universo oscuro, de pesadilla. Una
casa misteriosa en las afueras de París alberga, como a una prisionera,
a una mujer (Beatrice Dalle) que, a la manera de la recordada protagonista
de Cat People (1942), de Jacques Tourneur, no puede dar rienda suelta
a su libido sin convertirse en un animal feroz, sediento de sangre humana.
A diferencia del film de Denis, es imposible afirmar que Vagón
fumador se proponga una relectura de las claves del cine fantástico,
pero aún así se puede leer al film de Verónica Chen
como si fuera una atípica película de vampiros. Todo comienza
cuando su protagonista, una cantante de un grupo de rock (Cecilia Bengolea),
descubre en la bañera el abismo impensado del suicidio y una cierta
fascinación por la sangre. A partir de allí, la película
se sumerge en un mundo permanentemente nocturno, iluminado apenas por
el frío neón de Buenos Aires, en el que la cantante entabla
una extraña, obsesiva relación con un taxiboy que
acostumbra prestar sus servicios en las cabinas de los cajeros automáticos.
Esos ataúdes verticales de vidrio y acero amparan los encuentros
de estos dos personajes que parecen alimentarse el uno del otro, un poco
de la mismamanera en que la protagonista de Trouble every day en
su caso, literalmente se fagocita a sus víctimas.
Si se trata de extrañas parejas, allí está también
la de Brève traversée, la nueva película de la francesa
Catherine Breillat, que en febrero pasado ya había presentado en
la Berlinale otro film inquietante, A ma soeur. La breve travesía
a la que alude el título de su pequeña pieza de cámara,
realizada para la cadena de televisión ARTE, es la que en el lapso
de una noche, durante el cruce en ferry del Canal de la Mancha, reúne
circunstancialmente a una mujer al borde de los 40 años y a un
adolescente de 16. Con una economía de medios ejemplar, el film
de Breillat (tan mal recibida en Buenos Aires con Romance) va más
allá de una trillada historia de iniciación sexual para
convertirse en una auténtica educación sentimental, desarrollada
entre el puerto de Saint Maló y la costa de Dover, para finalmente
terminar echando el ancla en un muelle de Tesalónica.
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