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La
larga marcha
Por Osvaldo Bayer
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Hace ochenta años, por
las inmensidades patagónicas se escuchaba el eco de balazos. Se
estaba fusilando a gente humilde. Los fusiladores eran soldados de Buenos
Aires. Eran tiempos de Yrigoyen. A las peonadas se las fusilaba por huelguistas.
Querían hacer cumplir un convenio firmado meses antes por el propio
militar que ahora las fusilaba.
Los huelguistas eran trabajadores de la lana. Exigían cien pesos
por mes, que las instrucciones del botiquín estuvieran en castellano
y no en inglés, que se les diera un paquete de velas por mes para
iluminarse de noche, y otras pequeñeces. El año anterior,
el teniente coronel Varela había venido y firmado el primer convenio
rural de la Patagonia, aceptando el petitorio de la gente de la tierra.
Pero el convenio no fue cumplido en nada por los patrones. Y las peonadas
volvieron a dejar el trabajo y a formar emblemáticas columnas exigiendo
justicia; columnas que recorrían el interminable horizonte de las
tierras frías pobladas de animales de blanca lana. Es aquí
donde se produce el derrumbamiento de toda moral, de toda irracionalidad,
del más mínimo principio de ética. Varela vuelve
con su 10 de Caballería y en vez de castigar a los estancieros
que no habían cumplido, fusila concienzudamente a las peonadas,
por huelguistas. No hay escapatoria, todo huelguista sea gaucho, chilote
o anarquista europeo es castigado duramente y luego fusilado. Sin juicio
ni acta. Por orden del comandante.
Santa Cruz quedará para siempre con montículos llenos de
muertos. Las llamadas tumbas masivas. Ahí permanecerán para
siempre, en el silencio del desierto y de las cobardías humanas.
Nadie hablará. Sólo en voz baja. Ni los salesianos las marcarán
con una cruz de palo ni nunca una mano de mujer colocará una flor.
Los gauchos vuelven al corazón de la tierra. Esta es tierra de
obediencias debidas. De fusilamiento y desaparición. Las ovejas
son para los ingleses y para los señores de las sociedades rurales.
Y nada más. Ese es el orden establecido. A los cuales jamás
una jeta de negro vendrá a imponerles algo. La comunidad británica
de Santa Cruz despedirá al comandante con un emocionado porque
eres un buen camarada. Hay lágrimas en esos hombres gordos
y colorados. El comandante ha cumplido con las órdenes de la Casa
Rosada. ¿O no?
Porque ahora vendrá la cosa. El balurdo es demasiado grande. En
Buenos Aires se ha seguido fusilamiento por fusilamiento. La oposición
pregunta con voz tonante: ¿quién ordenó matar? Los
sindicatos ocupan las calles en protesta. Fusilar en la lejanía
había sido cosa fácil. Pero ahora, a esta opinión
pública informada, ¿qué se le dice? ¿Cómo
es esto que en la Argentina no hay pena de muerte, pero para con los peones
huelguistas, sí, y sin juicio previo?
Se va sabiendo que cuando se declaró la segunda huelga, el presidente
Yrigoyen estaba en una situación difícil. El gobierno británico
le había enviado un conceptuoso mensaje que si no defendía
las propiedades de los súbditos de S.M., Londres enviaría
dos buques de guerra que estaban en Malvinas al territorio de Santa Cruz
para guardar el orden. Y todos saben que Gran Bretaña no deja solos
a sus súbditos en ninguna parte del mundo. También Yrigoyen
pasaba un mal momento con el partido dividido, con problemas en Mendoza,
con huelgas rurales en la pampa bonaerense, etc. Y se estaba a corto plazo
de las próximas elecciones presidenciales.
El hilo se cortó por lo más delgado. La orden presidencial
al comandante Varela fue terminar con las huelgas patagónicas,
y para siempre. El comandante cumplió con toda ferocidad el deber
encomendado. Total, los muertos habían quedado lejos, y eran nada
más que pobres ovejeros, gente de campo, y algunos anarquistas
que proclamaban un paraíso futuro sobre la base de la libertad
y el antiautoritarismo. La tragedia oculta llegó al Congreso Nacional.
Y ahí quedó todo en claro. Los fusilamientos masivos. La
actitud criminal de Varela y sus oficiales Anaya, Viñas Ibarra,
Campos, Schweitzer. La oposición pidió el esclarecimiento
de todo. Una comisión investigadora que concurriera ya a las latitudes
sureñas para hacer un relevamiento del crimen. Pero la bancada
radical votará en contra. No quiere saber la verdad. Ejerce el
poder de su número para tapar el crimen.
La primera víctima ha sido la democracia.
El comandante Varela justificará su conducta ante sus superiores
en el ejército elevando un escrito en el que señala: El
Excelentísimo Señor Presidente de la Nación me ha
manifestado su conformidad con el procedimiento empleado por las tropas
a mi mando en el movimiento sedicioso de la Patagonia, no permitiendo
que se efectuara investigación alguna sobre el proceder de las
tropas. Obediencia debida y Punto Final. Y no se habló más.
La Justicia se calló la boca pese a lo público del caso.
Miró para otro lado.
Los únicos que no se conformaron fueron los anarquistas. Habían
esperado que se hiciera justicia. Como todos se lavaron las manos, decidieron
que la justicia la iba a hacer el pueblo. El anarquista alemán
Kurt Gustav Wilckens hizo uso del sagrado derecho de matar al tirano.
Lo esperó a Varela en la calle, le arrojó una bomba que
expresaba la explosión de la ira del pueblo y le fue perforando
el cuerpo con cinco balazos. Wilckens fue asesinado en la cárcel
y será el momento en que el pueblo salga a la calle a enfrentar
a la policía y a declarar el paro general. Fueron días de
lucha a brazo partido. Las publicaciones proletarias llorarán la
muerte del vengador. Poco después los anarquistas pondrán
punto final a la trágica sucesión de muertos y matarán
al carcelero que había asesinado a Wilckens.
El radicalismo siempre guardó silencio ante la tragedia de las
peonadas rurales. El autor de estas líneas se dirigió por
escrito a todos los presidentes del Comité Nacional de ese partido.
Les pedía una autocrítica y, el 7 de diciembre, fecha de
los fusilamientos en la estancia La Anita, ir personalmente
a depositar una flor allí. Jamás me contestó ningún
titular del máximo cuerpo del radicalismo. Les recordé el
gesto de Willi Brandt, el primer ministro alemán, quien en
su primera acción de gobierno se puso de rodillas ante el
monumento al Holocausto y pidió perdón en nombre del pueblo
alemán. Tampoco la CGT jamás hizo un acto recordativo porque
temía enemistarse con el ejército.
Pero, desde abajo, se ha ido rompiendo el silencio. Después de
décadas, hoy, muchos lugares recuerdan a los héroes obreros.
La tumba de la estancia La Anita ha sido marcada con un templete;
una calle de Río Gallegos se llama Antonio Soto; la escuela secundaria
de Gobernador Gregores lleva el nombre de José Font (Facón
Grande) por el voto de los docentes, de los alumnos y de los padres
de los alumnos. En Galicia, la tierra natal de Antonio Soto, hay una calle
con su nombre en El Ferrol, y una placa recuerda su nacimiento en esa
ciudad. Y en Jaramillo se levanta la estatua al gaucho entrerriano José
Font, fusilado por Varela en ese lugar, un hermoso monumento en medio
del desierto patrocinado por UATRE, la Unión de Trabajadores Rurales
y Estibadores. Y, en este ochenta aniversario, la organización
rural pondrá el nombre de José Font al hotel para sus afiliados
que se encuentra en Buenos Aires.
El silencio ha sido roto. La falta de coraje civil ha sido vencida. Las
peonadas fusiladas por el miedo y la crueldad, se han levantado de sus
tumbas y han comenzado a recorrer sus queridas tierras santacruceñas.
Allí donde alguna vez soñaron vivir con dignidad y gozar
de sus horizontes interminables.
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