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SIGUEN LOS COMBATES MAS VIOLENTOS EN KANDAHAR Y KUNDUZ
últimas jugadas en busca del poder

El regreso del presidente Bernhanuddin Rabbani, la llegada de tropas británicas a la base aérea de Bagram, el arribo de una comisión de la ONU para componer un gobierno multiétnico y la realidad creciente de la feudalización del país marcaban ayer en Afganistán las claves políticas de una guerra que sigue en dos ciudades y se concentra ahora en la caza a Osama bin Laden.

Cómo sigue la vida después de Talibania en Afganistán y dónde está Bin Laden: estos son los dos grandes problemas en Kabul. La antitalibana Alianza del Norte, que en una semana y bombardeos anglonorteamericanos mediante se hizo con casi todo el país, aspira a controlarlo todo. Ayer rechazó la presencia de tropas británicas en la base aérea de Bagram, ante lo que puede ser el comienzo de un reparto del país en varias potencias ocupantes. Y ayer llegó a Kabul el presidente destituido por los talibanes y reconocido por la ONU, Bernhanuddin Rabbani. También llegó una delegación de Naciones Unidas para organizar la conferencia multiétnica de la que surgirá el nuevo gobierno afgano. Y sobre Bin Laden, existen indicios de que permanece en Afganistán.
El indicio principal es la resistencia feroz que los talibanes ofrecen en la ciudad de Kunduz, en la región norte del país que está completamente controlada por la Alianza del Norte. Exceptuando a Kandahar, su bastión principal en el sur, ninguna ciudad fue defendida por el régimen talibán desde el comienzo del avance de los antitalibanes. Según informes de los combates, los que resisten en Kunduz son cerca de 30.000 milicianos, de los cuales 10.000 son extranjeros, básicamente árabes, paquistaníes y chechenos. O sea, no pertenecen a ninguna de las etnias afganas. Vale decir que podría tratarse de la famosa “legión extranjera” que protege al multimillonario saudita. Durante el día de ayer, las versiones sobre el paradero de Bin Laden fueron cambiando. La televisión de Qatar Al Jazeera citó al embajador talibán en Pakistán, Abdul Salam Zaeef, diciendo que Bin Laden estaría en ese país, pero horas más tarde el mismo Zaeef desmintió la versión y señaló que tanto Bin Laden como el líder espiritual de los talibanes, el mullah Mohammad Omar, estaban sanos y salvos en Afganistán.
Quizás estén sanos, pero es menos seguro que estén completamente a salvo. Gracias al control territorial casi absoluto de la Alianza del Norte, que está tratando de forzar la rendición de los talibanes en Kunduz y Kandahar, los comandos especiales británicos y norteamericanos están cazando talibanes rebeldes y ofreciendo recompensas a quienes pueden aportar información, mientras aviones espía recorren el cielo afgano en busca de indicios de movimientos de vehículos talibanes. Los bombardeos masivos de hace una semana fueron reemplazados por bombardeos puntuales con objetivos muy específicos: hacer estallar cuevas donde posiblemente se hallen Bin Laden y su séquito de Al-Qaida, y vencer las pocas líneas de resistencia talibán en Kunduz y Kandahar. “En la historia de la guerra, es cuando el enemigo se encuentra en posición de debilidad que se trata de avanzar. Y este período es importante porque no están atacando sino batiéndose en retirada”, destacó el jefe del Pentágono, Donald Rumsfeld.
Con una retirada talibán a las montañas, Kabul comenzó ayer a ser la sede de los contactos para establecer lo que vendrá. La Alianza del Norte está chocando con sus patrocinadores. “Los talibanes que eran un obstáculo para la paz fueron eliminados, por lo tanto no es necesario que haya miles de tropas extranjeras”, dijo ayer enojado el ministro de Defensa de la Alianza del Norte, general Mohamad Quasim Fahim. Pero las potencias occidentales no quieren dejar todo en manos de una coalición de etnias (tajikos, uzbekos y hazaras) que no parece ser pacífica y que excluye a la mayoría pashtún. Rabbani, como futuro presidente en funciones, reconocido todavía hoy por la ONU como tal, trató de aquietar las aguas a su llegada a Kabul: “La victoria no pertenece a un grupo étnico sino al conjunto del pueblo afgano”, declaró. “Trataremos de formar un gobierno de amplia base tan pronto como sea posible, depende de la seriedad de los afganos y de Naciones Unidas”, declaró.
Justamente ayer llegó a la capital afgana Francesc Vendrell, segundo del representante de la ONU para Afganistán, Lakhdar Brahimi, quien quiere poner en marcha la conferencia multiétnica que termine en el nuevo gobierno afgano, aunque se desconoce dónde se realizará. Es probable que Rabbani y Vendrell se reúnan hoy mismo para resolver cómo se incorporan al nuevo gobierno los pashtunes que no son talibanes o que se convirtieronrápidamente a la moderación islámica. La incorporación parece estar dándose de hecho. Según un responsable afgano en Peshawar, los jefes pashtunes llegaron a un acuerdo en la provincia oriental de Nangahar para que Hadji Abdul Qadir, miembro de la Alianza del Norte y uno de los hermanos del opositor asesinado Abdul Haq, fuese nombrado ayer como gobernador. Las protestas por este estado de cosas llegaron desde Roma. Abdul Sirat, uno de los colaboradores del ex rey afgano Zaher Shah, que era el principal candidato a liderar el Afganistán postalibán, dijo que el regreso de Rabbani “representa un intento de solucionar los problemas que ya fracasó rotundamente”.
Fuentes diplomáticas de la ONU señalaron que la conferencia debería iniciarse en un plazo máximo de dos semanas, para evitar que la Alianza del Norte se fortalezca en el poder. El objetivo de las potencias occidentales sería evitar que los antitalibanes lideren el proceso político e imponer una suerte de coalición multiétnica desde arriba, lo que podría convivir perfectamente con una suerte de partición del país entre las potencias, como parece indicar la entrada de tropas británicas en Bagram, cerca de Kabul, y de soldados franceses en la región de Mazari-Sharif, la primera ciudad tomada por la Alianza del Norte, hace solamente nueve días.

 

Claves

Afganistán se convirtió ayer en un tablero de jugadas políticomilitares.
Mientras las fuerzas talibanas aún resistían feroces ataques de la Alianza del Norte y bombarderos norteamericanos en Kandahar en el sur y Kunduz en el norte (donde podría estar el terrorista Osama bin Laden), convergieron sobre Kabul el presidente derrocado por los talibanes y reconocido por la ONU, Burnhanuddin Rabbani, y una misión de la ONU interesada en componer un gobierno multiétnico antes de que la Alianza del Norte se apodere de todo.
Pero Gran Bretaña –que se apresuró a tomar el aeropuerto de Bagram pese a las protestas de la Alianza del Norte– y Estados Unidos parecen interesados en una partición del país en zonas de influencia, un esquema para el cual la actual feudalización del país sería una garantía del éxito, donde todos coinciden en un punto: la necesidad de entregar a Osama bin Laden para evitar el castigo aéreo norteamericano.

 

QUIEN ES EL HOMBRE QUE FORMARA EL NUEVO GOBIERNO
Rabbani, todo un demócrata

Por Jonathan Steele
Desde Islamabad

Bernhanuddin Rabbani, 61 años, quien tiene en sus manos el destino del futuro gobierno afgano, es uno de los fundadores del fundamentalismo islámico en Afganistán. Luego de graduarse en estudios islámicos en El Cairo, volvió a Kabul como un catedrático influyente y extremo en la década de 1960, oponiéndose tajantemente a las reformas seculares del rey Zahiri Shah y al proyecto de modernización de los comunistas. En 1971 se hizo líder de la Jamiat-e-Islami (sociedad islámica), grupo al que presidió desde entonces. Contrario a la creencia de que quienes se convertirían en los principales líderes mujaidines de la resistencia a los rusos se exiliaron luego de la invasión de luego de la invasión de 1979, Rabbani había viajado cinco años antes.
Rabbani sintió que el gobierno de Mohammed Daoud, el primo del rey que derribó a la monarquía en 1974, era muy liberal. Desde Pakistán, Rabbani montó grupos que realizaron ataques armados contra Daoud, pero su apogeo vino después de la invasión cuando fue patrocinado por la CIA y Pakistán, que otorgaron a la Jamiat-e-Islami provisiones de armas y efectivo en grandes cantidades. Ya entonces era ambicioso a pesar de su forma catedrática y suave de hablar, y estaba en la oposición: todavía no había adquirido la obstinación y el gusto por el poder que adquiriría en 1992 cuando se desintegró el régimen comunista. En su vuelta exitosa a Kabul 20 años después, Rabbani estaba disconforme con que los líderes de los siete partidos mujaidines debieran rotar la presidencia tal como se había acordado.
Cuando Rabbani asumió como presidente en 1992, fue claro que no estaría dispuesto a entregar el poder cuando se terminara su período. Alegando problemas de seguridad, se las arregló para extender la transición por varios meses y acordó continuar en funciones permitiendo que su principal rival, el fundamentalista pashtún Gulbuddin Hekmatyar, ocupara el cargo de primer ministro. Pero este gobierno nunca funcionó y Rabanni permaneció en el poder hasta que los talibanes los echaron a todos en 1996. Rabbani, un tajiko, acusó a los pakistaníes de influenciar a Hekmatyar y de usar la cuestión étnica para fomentar la hostilidad de los pashtunes hacia su gobierno. Más allá de quien inició ésto, la triste realidad es que la política se tradujo en guerras civiles entre etnias en Afganistán sólo después de 1992.

 


 

Los feudos y la partición como las fórmulas de paz

Por Gabriel A. Uriarte
Desde Washington D.C.

Tras el precipitoso colapso del dominó talibán, Afganistán estaría amenazado por la feudalización y las disputas internacionales. Pero lo primero no es un peligro sino un hecho, y lo segundo es la mayor victoria. La feudalización era inevitable tras una campaña cuyo objetivo mínimo era la destrucción de lo único que se aproximaba a un gobierno central. El Departamento de Estado norteamericano hablaba ayer de crear, como gobierno sucesor, “una federación laxa con mucha autonomía local”. No es más que una fórmula de ciencia política para formalizar lo que ya ocurre en Afganistán, y aun así es improbable que se adopte. Incluso una estructura tan laxa tendría alguna pretensión a la soberanía. O, al menos, a que la hegemonía imperial sea ejercida por un país y no, como ahora, por varios, ninguno de los cuales aceptaría quedarse fuera. Pero, al estar adentro, todos tienen un interés en el orden, ya que cualquier ataque estaría asociado a alguno de ellos. En otras palabras, ahora nadie puede ocultarse detrás de testaferros como Osama bin Laden.
De cierto modo, Bin Laden nunca dejó de ser el contratista que supo ser para la Casa Real saudita. Sus empleadores cambiaron, como lo hizo el servicio que brindaba, pero la naturaleza de la relación seguía siendo la misma. Históricamente el terrorismo fue alentado por muchos Estados porque, a diferencia de un ataque militar formal, ofrecía inmunidad respecto a la represalia. Más allá de que todos supieran que Libia o Siria habían financiado este o aquel atentado, la represalia nunca apuntaba a sus Estados sino a los grupos por medio de los cuales habían “tercerizado” esas acciones. Exitoso por varias décadas, en gran medida por la cooperación de la Unión Soviética, el cálculo dejó de ser cierto a fines de los 80. Como cuando en 1988 Muhammar Khadafi lanzó una extravagante campaña terrorista que culminó con la destrucción de los vuelos de Air France 722 en Chad y Pan Am 103 sobre Lockerbie. Las huellas de Libia eran inconfundibles (si bien no las únicas), y el país era ideal para la represalia. Trípoli fue bombardeado por aviones norteamericanos y sometido a sanciones económicas contra sus exportaciones del petróleo (las únicas que tenía). Su apoyo directo al terrorismo se tornó imperceptible, y el año pasado Khadafi entregó a una corte europea los agentes de inteligencia que habrían montado el ataque de Lockerbie.
Otros países fueron más astutos. Anticipando las consecuencias del colapso soviético, resolvieron tercerizar la tercerización. Es decir, dejarían de financiar directamente al terrorismo para pasar a financiar a los financistas. La industria estatal del terrorismo fue privatizada, creando corporaciones privadas bajo la égida estatal, como en un plano menos violento ocurre con el modelo de la BBC, por ejemplo. Osama bin Laden era el gerente de la corporación más grande, Al Qaeda, pero había otros, tales como el Estado de bienestar del Hezbolá en el sur del Líbano. Las líneas de comunicación logística (documentos falsos, pasaportes diplomáticos, medios para lavar dinero, etc.) seguían dependiendo del apoyo de países muy concretos (Siria, Irán, Irak, entre otros), pero el centro organizativo era ahora una especie de archivillano de película de James Bond, supuestamente imposible de vincular a cualquier Estado.
Siempre hizo falta que la base territorial estuviera en un “no-Estado”. Sudán cumplió este rol hasta que su gobierno islámico comenzó a consolidarse. En 1998, luego de la destrucción de las embajadas norteamericanas en Kenia y Tanzania y una modesta represalia con misiles cruceros, Sudán expulsó a Bin Laden e incluso ofreció entregarlo. Bin Laden se mudó a Afganistán, donde sus recursos económicos y miles de tropas árabes hacían imposible que los talibanes lo echaran, aun si hubieran querido. Pero ésta fue la falla central de su operación. Si el Estado local era un Estado, entonces sus intereses políticos y económicos dictaban la expulsión de Bin Laden, dados los misiles y sanciones que siempre siguen al terrorista. Pero en Afganistán el Estado era tan débil e ilegítimo que dejaba de ser un Estado, eliminando cualquier tabú que pudiera significar su destrucción. Más allá de los contactos secretos con otros países, ninguno podía defenderlo. Pakistán, por ejemplo, fue el que más apoyó a los talibanes, incluso después del 11 de septiembre, pero ahora trabaja para legitimar a sus nuevos clientes entre los insurgentes del sur, legitimidad que tiene un precio muy claro: la entrega de Osama bin Laden “vivo o muerto”.
En ese sentido, la feudalización del país no es una tragedia para nadie, salvo para el expatriado saudita. Cuanto más inestable sea la situación, más querrán las distintas facciones asegurarse inmunidad de los B-52 cooperando con la campaña antiterrorista. Y el peligro de una guerra civil sencillamente no existe en la forma que se presenta. En estos momentos, ninguna pelea en Afganistán sería una guerra civil sino una guerra entre naciones. Sólo hay que mirar a los combatientes. ¿Quién podría argumentar que un ataque de la Alianza del Norte contra tropas británicas (citando una hipótesis mencionada ayer) es una acción autónoma, cuando inevitablemente sería ejecutada con morteros rusos disparados por soldados vestidos con uniformes rusos, equipo suministrado hace algunas semanas?
Ayer el apuro de los paracaidistas británicos por ocupar el aeropuerto de Bagram antes de los afganos pro-rusos recuerda ante todo al apuro de los paracaidistas rusos por ocupar el aeropuerto de militar de Pristina en Kosovo antes de que lo hicieran las tropas atlánticas del británico Michael Jackson. Nadie sugirió entonces que la OTAN entraría en guerra con Rusia. Habría una nueva guerra fría, a lo sumo, pero, por motivos económicos y militares, mucho mas verbal y sin los Vietnam de la vieja. La partición actual de Afganistán en esferas de influencia (Rusia al norte, Pakistán al sur si Estados Unidos lo deja, e Irán al oeste) significa que cualquier ataque estaría inconfundiblemente ligado a alguno de los países en disputa. Podría haber atentados y ataques ocasionales (como los que nadie percibe pero suceden frecuentemente en Bosnia y Chipre), pero no mucho más. Lo único que podría precipitar una confrontación grave sería la perspectiva de la unificación del país bajo la supremacía de una de las facciones, con la victoria total de la potencia que la patrocinaba y la derrota no menos total del resto. Es más que posible entonces afirmar que la feudalización informal es la mejor fórmula que Washington tiene para su “paz” en Afganistán.
Tras la destrucción de facto de Al Qaeda, todos los clientes son ahora inequívocamente clientes. Las potencias no tienen ningún testaferro al que puedan desviar las consecuencias de sus actos. Son ellos los que están en la picota. Según el doctor Samuel Johnson, ese es el mejor lugar para la claridad mental.

 

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