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COMO SE ENTRENA A LOS COMANDOS SUICIDAS ISLAMISTAS
Los hombres bomba

No responden a ningún perfil del suicida. Son de clase media, jóvenes, educados. Lo hacen como un acto de fe y son tantos que el problema de Hamas y Jihad es la cantidad que tienen que rechazar. Una investigación única sobre cómo piensa y se forma un �mártir� del Islam.

Con el Corán en el bolsillo, después
de ayunos y oraciones, los comandos
se vuelan a sí mismos con cinturones explosivos.

Por Nasra Hassan

Justo antes de la medianoche del 30 de junio de 1993, tres miembros del grupo fundamentalista palestino Hamas estaban escondidos en una cueva en las colinas de Hebrón, recitando el Corán. Al amanecer, cuando escucharon el llamado a la oración matinal, rezaron la llamada a Alá que hacen los guerreros antes del combate. Se pusieron ropa limpia, colocaron el Corán en el bolsillo y empezaron la larga caminata cruzando sierras y cauces secos hasta las afueras de Jerusalén. En el barrio palestino, caminaron en silencio, para que sus guturales acentos de Gaza no despertaran sospechas. En el camino, pararon a rezar en cada mezquita que vieron. Al anochecer, tomaron un colectivo lleno de israelíes hacia Jerusalén Oeste. Trataron de secuestrarlo; el chofer los detuvo; quisieron detonar las bombas caseras que llevaban, no explotaron, y entonces sacaron sus armas y empezaron a disparar locamente. Hirieron a cinco pasajeros, incluyendo a una mujer que después murió. Los muchachos abandonaron el colectivo, secuestraron un auto en un semáforo y obligaron al dueño a llevarlos hacia Belén. Las fuerzas de seguridad israelíes los detuvieron en un retén militar. Hubo un tiroteo en el que murieron dos fundamentalistas y su prisionero. El tercer secuestrador, al que llamaremos S, recibió un tiro en la cabeza: estuvo en coma dos meses en un hospital israelí. Finalmente, fue devuelto a sus familiares en la Franja de Gaza con el diagnóstico de muerte cerebral. Pero S se recuperó y cuando nos vimos, cinco años después, me contó su versión de los hechos. Para entonces estaba casado y tenía tres hijos, cada uno con el nombre de un shaheed batal, un héroe-mártir.
En Gaza, S es considerado un muchacho que “le dio su vida a Alá” y a quien Alá “devolvió la vida.” S tenía 27 años, era delgado, cortés y caminaba con un ligero rengueo, único vestigio de su casi muerte. Vivía en una casa modesta de paredes decoradas con versos coránicos y posters con pájaros verdes, el símbolo de los comandos suicidas. S tiene 10 hermanos. Su familia dejó Majdal cuando se fundó Israel, en 1948, y acabó en un campo de refugiados de Gaza. Se unió a Hamas siendo un adolescente, como activista callejero. En 1989 fue detenido por participar en la intifada y atacar soldados israelíes. Uno de sus hermanos está en prisión perpetua.
Le pregunté cuándo y por qué se había ofrecido como mártir. “En la primavera de 1993 comencé a perseguir a nuestros líderes militares para que me dejaran realizar una operación,” contestó. “Era la época de los acuerdos de Oslo y todo estaba tranquilo, demasiado tranquilo. Quería una operación que incitara a otros a seguir mi ejemplo. Finalmente me dieron luz verde para dejar Gaza y operar en Israel.” ¿Cómo se sintió al saber que había sido elegido para el martirio? “Es como si hubiera una pared alta e impenetrable que nos separa del paraíso o del infierno”, me explicó. “Alá nos promete uno o el otro. Al apretar el detonador, uno abre la puerta del paraíso, el camino más corto al cielo.”
S contó cómo se preparó para la misión suicida. “Estábamos en un constante estado de oración. Nos decíamos que si los israelíes hubieran sabido qué felices estábamos nos hubieran azotado hasta la muerte. ¡Fueron los días más felices de mi vida! El poder del espíritu te eleva, mientras que el poder de lo material te baja. El que decide ser mártir es inmune al tirón de lo material. Nuestro planificador nos preguntó “¿qué pasa si falla la operación?” y le respondimos que aun así veríamos al Profeta y sus acompañantes, inshallah. Flotábamos, nadábamos en el sentimiento de que estábamos por entrar en la eternidad. No teníamos dudas. Hicimos un juramento con el Corán ante la presencia de Alá, una promesa de no ceder. Esta promesa de Jihad se llama bayt al ridwan, por el jardín del paraíso reservado a los profetas y los mártires. Sé que hay otras maneras de hacer Jihad, pero éste es dulce, el más dulce. Las operaciones de los mártires, si se hacen por Alá, duelen menos que la picadura de un mosquito.”
S me mostró un video con los planes finales de la operación. Lo vi junto a otros dos muchachos en un interrogatorio ritual sobre la gloria del martirologio. S, arma en mano, se presentó como miembro de al-Qassam, la rama militar de Hamas, junto al Jihad Islámico, una de las dos organizaciones palestinas que realiza ataques suicidas. “Mañana seremos mártires”, decía S mirando a la cámara.
Desde 1996, me dediqué a entender por qué ciertos jóvenes se vuelan a sí mismos voluntariamente y en nombre del Islam. Fui advertido de que mi interés en las misiones suicidas podía no ser saludable. Fui seguido. Eventualmente, los que me observaban decidieron que mis credenciales –notablemente, que soy paquistaní y musulmán– eran válidas y me permitieron hablar con miembros de Hamas y Jihad Islámica que podrían ayudarme en mi investigación. “Vamos a hablar para explicar el contexto islámico en que se realizan estas operaciones”, me dijo un hombre. “Muchos en el mismo mundo islámico no lo entienden.” Los encuentros fueron arreglados por diversos intermediarios y tuvieron lugar de noche, en cuartos discretos, en cafés, en la sucia playa de Gaza, en celdas. Me ordenaban ir a una cita para recoger un guía que me llevara, tras largos rodeos, a un encuentro. Entre 1996 y 1999 me encontré con 250 personas involucradas en las áreas más militantes de la causa palestina, con comandos que no habían podido completar sus misiones, como S, con las familias de los suicidas, con sus entrenadores.
Ninguno de los suicidas, de edades entre los 18 y los 38 años, tenía el perfil típico de la personalidad suicida. Eran educados, no eran pobres, ni tontos, ni depresivos. Muchos eran de clase media y si no eran refugiados tenían empleo. Más de la mitad eran refugiados de lo que hoy es Israel. Dos eran hijos de millonarios. Todos parecían ser miembros normales de familias normales. Eran corteses y serios, y en sus comunidades los tenían por jóvenes modelos. La mayoría tenía barba; todos eran devotamente religiosos, usaban palabras islámicas para expresar sus ideas y estaban bien informados sobre la política en Israel y el mundo árabe. Me explicaron que para ser aceptados en las misiones suicidas los voluntarios tenían que estar convencidos de la legitimidad religiosa de los actos que estaban contemplando de acuerdo con lo sancionado por la religión divinamente revelada del Islam. Muchos de estos jóvenes sabían de memoria largas secciones del Corán y conocían al detalle la ley islámica. Pero su conocimiento del cristianismo se limitaba a las Cruzadas medievales y veían al judaísmo como sinónimo del sionismo. Al hablar, tendían a usar lugares comunes: “Occidente le teme al Islam”, “Alá nos promete la victoria”, “está en el Corán”, “la Palestina islámica será liberada”. Y todos mostraban una furia completa hacia Israel. Una y otra vez escuché que “los israelíes nos humillan, ocupan nuestra tierra, niegan nuestra historia”.
Todos me hablaron sin vueltas de los ataques, mostrando una fe total en la corrección de sus métodos. Cuando les preguntaba si no sentían remordimientos por las muertes de civiles inocentes, enseguida respondían que “los israelíes matan a nuestros chicos y nuestras mujeres. Esto es una guerra y en ella mueren inocentes”. No estaban dispuestos a discutir, sólo a hablar del propósito de sus actividades. Una condición de nuestros encuentros fue que no usara la palabra “suicidio”, que está prohibido en el Islam. El término que ellos usan equivale a “explosiones sagradas”. Uno me dijo que “no tenemos tanques, pero tenemos algo superior, nuestras bombas humanas islámicas. En lugar de nuestro arsenal nuclear, estamos orgullosos de nuestro arsenal de creyentes”.
El primer ataque suicida de un grupo islámico palestino fue en Cisjordania en abril de 1993, el más reciente fue en octubre de este año. Hasta 1998 hubo 37 ataques, 24 atribuidos a Hamas y 13 a la Jihad Islámica. Desde la erupción de la segunda intifada, en setiembre de 2000, explotaron 26 bombas humanas, 19 reivindicadas por Hamas y 7 por Jihad. Los ataques dejaron 250 israelíes muertos y 1800 heridos. Las explosiones tuvieron lugar en shoppings, colectivos, esquinas, cafés, en cualquier parte donde se junte gente. Hamas y Jihad explican los ataques suicidas como respuestas militares a lo que consideran provocaciones israelíes. Hay una correlación clara entre el proceso de paz y ciclos de ataques suicidas diseñados para bloquear las negociaciones. Cada vez que mencioné eso, los islamistas negaron que existiera una relación.
Antes del 11 de setiembre, los fundamentalistas islámicos habían apoyado ataques suicidas en Afganistán, Argelia, Argentina, Chechenia, Croacia, Cachemira, Kenia, Kuwait, Líbano, Pakistán, Panamá, Tayikistán, Tanzania y Yemen. Los blancos fueron de personas comunes a líderes mundiales, incluyendo al Papa, que debía morir en las Filipinas en 1995. El plan era que un suicida disfrazado de cura se detonara al besar el anillo del pontífice.
En 1988, el doctor Fathi Shiqaqi, uno de los fundadores de la Jihad Islámica cuyo asesinato en 1995 fue atribuido al servicio secreto israelí, escribió un documento en el que destacó la importancia de penetrar el territorio enemigo y fijó las reglas para el uso de operaciones con mártires. Lo hacía para contestar las críticas religiosas a los ataques con autos bomba y camiones bomba que ya se habían hecho rutinarias en el Líbano. Shiqaqi alentaba lo que llamó martirologio “excepcional” como una táctica en la jihad fi sabeel Alá, la lucha en la causa de Alá.
Yahya Ayyash, un estudiante de ingeniería en Cisjordania que se transformó en experto en bombas, fue el primero en proponer que Hamas usara bombas humanas. El primer ministro Itzhak Rabin empezó a llamarlo “el ingeniero”, y el sobrenombre prendió en las calles palestinas. Ayyash, de acuerdo con fuentes de Hamas, escribió una influyente carta explicando la necesidad de usar bombas humanas: “Pagamos un alto precio cuando usamos piedras y hondas. Tenemos que ejercer más presión, hacer que el costo en vidas humanas de la ocupación suba, que sea insoportable. La muerte de Ayyash, en enero de 1996, disparó una revancha de ataques suicidas.
Mis contactos me explicaron que, como objetivo militar, sembrar el miedo entre los israelíes era tan importante como matarlos. Como decía Anwar Aziz, un comando que se voló en una ambulancia en Gaza en diciembre de 1993: “Las batallas por el Islam no se ganan con las armas sino llenando de miedo el corazón del enemigo”. Otro líder dijo que, “si nuestras mujeres e hijos no están a salvo de los tanques y cohetes israelíes, los de ellos no estarán a salvo de nuestras bombas humanas”. Los comandantes militares de Hamas y Jihad destacaron que esas bombas son un método probado de llegar al blanco. “Lo importante es garantizar que un alto número de enemigos sea afectado. Con un cinturón o un bolso de explosivos, el comando controla el momento y el lugar”.
Comparado al costo de las armas modernas, las bombas humanas son baratas. Un oficial de seguridad palestino me explicó que, además de un voluntario, todo lo que hace falta es un puñado de clavos, algo de pólvora, una pila, una llave de luz, un poco de cable, mercurio –que se obtiene fácilmente de termómetros–, acetona y un cinturón con seis o siete bolsillos grandes para los explosivos. Lo más caro es el transporte hasta el blanco en Israel. El costo total de una operación típica suele ser de 150 dólares. Las organizaciones suelen agregar de tres a cinco mil dólares para la familia del suicida.
En los barrios palestinos, los pájaros verdes que simbolizan a los suicidas aparecen en posters y en pintadas. Hay calendarios ilustrados con “el comando del mes”, posters con sus retratos mostrándolos en el paraíso, triunfantes y rodeados de pájaros verdes. Este símbolo se basa en una frase del profeta Mahoma, que dijo que el alma de un mártir es llevada a Alá en un pájaro verde. Los chicos cantan los nombres de los suicidas, haciendo el gesto islamista de la victoria, el puño derecho cerrado con el índice levantado. La biografía de Muawiya Ruqa, que se detonó en un carro tirado por un burrito cerca de un asentamiento israelí en Gaza, en junio de 1995, cuenta cómo su alma fue llevada al cielo en un fragmento de la bomba. En abril de 1999 me encontré con un imán cercano a Hamas, un joven y barbado graduado de la prestigiosa Universidad de al-Azhar, en El Cairo. El me explicó que la primera gota de sangre de un suicida en la Jihad lava instantáneamente todos sus pecados. En el día del juicio, el mártir no será juzgado. En el día de la resurrección, puede interceder por 70 seres queridos para que entren al cielo y tiene a su disposición 72 huríes, las bellas vírgenes del paraíso. El imán se preocupó de explicar que esta recompensa no es sexual.
El líder espiritual de Hamas es el sheik Ahmed Yassin. Fue liberado de una prisión israelí en 1997 y en los dos años siguientes nos encontramos varias veces en su casita en un pasaje sin pavimentar en Gaza. Yassin me advirtió que me resultaría difícil explicar los mártires a los occidentales. “Dudo que estén dispuestos a entender. El amor al martirio está en el fondo del corazón. Pero ese amor no es en sí mismo el objetivo del mártir. El único objetivo es satisfacer a Alá, lo que se hace del modo más simple y rápido muriendo en la causa de Alá. Y es Alá que selecciona a los mártires.”
No faltan voluntarios para morir. “Nuestro principal problema es la horda de muchachos que golpean nuestras puertas, pidiendo una misión,” me explicó un líder de Hamas. “Lo difícil es seleccionar algunos. Los que rechazamos vuelven y vuelven, rogando ser aceptados”. Un veterano de alQassam me dijo que “el proceso de selección se complica porque tantos quieren seguir el honorable camino. Cuando uno es seleccionado, muchos quedan desilusionados. Tienen que aprender a ser pacientes y esperar a que Alá los elija. Después de cada masacre, de cada violación masiva de nuestros derechos, nos resulta fácil conseguir voluntarios. El problema son las multitudes que exigen venganza e insisten en ataques suicidas.”
Hamas y Jihad Islámica reclutan muchachos para futuras posiciones de liderazgo, pero sus ramas militares sólo aceptan voluntarios para las misiones suicidas. Generalmente, rechazan los menores de 18 años, los que son sostén de sus familias y los que están casados y tienen hijos. Si dos hermanos se ofrecen, uno es rechazado. Los planificadores vigilan de cerca la autodisciplina de los voluntarios, viendo si saben ser discretos con sus amigos y si son observantes en la mezquita. En la semana anterior a la misión, dos “asistentes” son delegados para acompañar en todo momento al voluntario, informando sobre cualquier señal de dudas, caso en el que llaman a un entrenador para que lo fortifique. El padre de Anwar Sukkar, que con su amigo Salah Shakir se detonó en Beit Lid en 1995, me contó orgulloso que “después de ver a mi hijo explotar en pedazos, Salah no dudó. Esperó antes de detonarse, para causar más muertes.”
Un planificador de Jihad me dijo que la organización filtra cuidadosamente las motivaciones de los voluntarios. “Les preguntamos a estos jóvenes y nos preguntamos, por qué quiere tanto ser una bomba humana. ¿Cuáles son sus reales motivos? Aun si es un militante probado y siempre quiso ser un mártir, debe saber claramente que no hay vuelta atrás. El entrenamiento endurece sus convicciones, apoya sus certezas, elimina sus miedos.” Un miembro de Hamas me explicó cómo es ese entrenamiento. “Los enfocamos en el paraíso, en ver a Alá, en encontrarse con el Profeta, en interceder por los que aman para salvarlos de la agonía del infierno, en las huríes, en combatir la ocupación israelí.” Una de las consideraciones “técnicas” que juegan en la selección final es la habilidad del candidato de pasar por israelí. En la primera operación suicida de Jihad, en 1993, Ala’a al Kahlout se afeitó, se puso una gorra, anteojos negros, un short y una remera, antes de volar un ómnibus en Ashod.
Le pregunté a un entrenador si los voluntarios no tienen miedo. “Los chicos dejaron esa etapa atrás,” afirmó. “El miedo no es por su seguridad física o por su muerte. Es por la maravilla de lo que va a hacer, por su deseo de triunfo y de ser impulsado hacia Alá, por su ansiedad porque todo salga bien y la misión no falle.” Muchos voluntarios y sus familiares mecontaron historias de palizas y torturas en manos de las fuerzas israelíes de seguridad. Pregunté si los voluntarios buscaban venganza. “Si ésa es su motivación, su sacrificio no será aceptable para Alá. Es una respuesta militar, no una salida para la amargura de un individuo.”
La unidad básica de las operaciones suicidas es la al khaliya al istishhadiyya, la “célula de mártires”, formada por dos o tres voluntarios que no se conocen entre sí. Al ser asignado a una célula, el voluntario recibe el título de “mártir viviente” y se le prohíbe revelar su nueva condición. Los muchachos realizan intensos ejercicios espirituales, leen el Corán, ayunan, pagan sus deudas y pasan a la clandestinidad. Antes de morir, posan para una cámara armados y filman un video exhortando a sus amigos a seguirlos y destacando que se matan voluntariamente. Luego dicen la oración de combate, ponen un Corán en su bolsillo, se equipan con los explosivos. Al terminar la misión, la célula se disuelve y se distribuyen copias del video y se publica en los diarios las declaraciones del mártir. Su familia festeja con dulces y jugos, invitando a cientos de conocidos que pasan a felicitarlos. Sólo una mujer, madre de un suicida que se detonó en 1995, contradijo esta actitud. Le pregunté qué hubiera hecho si hubiera sabido a tiempo que su hijo se iba a sacrificar. “Me hubiera arrancado el corazón,” me dijo, “y me lo hubiera puesto en el pecho. Después me lo hubiera cosido, para tenerlo a salvo.”

 

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