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La ciudad también mostró su cara pobre en el censo

Un día con voluntarios, operativos de seguridad y respuestas frescas en las calles pobres del Bajo Flores. Inmigrantes legales y de los otros, desocupación, islas sorprendentes de educación, fueron elementos de un día que pasó sin incidentes pese a los miedos y las prevenciones.

Por Alejandra Dandan

Alguien golpea. “Censsooooooooo...”, dicen en la puerta.
–Espereeeeee, que le ato el perro –se oye atrás.
En los próximos veinte minutos la familia Flores estará bajo la lupa del Indec. El censista no entra a la casa. No porque no lo inviten: tal vez se siente más protegido afuera, donde la camioneta de la Comisión Municipal de Vivienda cuida la retaguardia. Los Flores contarán que no tienen teléfono ni celular, pero sí televisión por cable y también una heladera con freezer. Nadie pregunta la lógica de esas cosas, no hay tiempo. El censo apenas comienza y tiene que terminar antes de la noche. Después es más riesgoso, al menos eso dicen los organizadores preparados como para una guerra con más realidad afuera que dentro de estos pasillos del Bajo Flores. El barrio es uno de los más críticos de la Ciudad, una de las villas porteñas alcanzadas por la tropa de 500 mil hombres que ayer comenzó el Censo. No se reclutaron maestros para este recorrido. Entre los convocados hubo voluntarios, muchos que hasta ayer sólo conocían el lugar a través de los informativos de tevé.
El Bajo Flores se perfilaba como uno de los lugares con mejor impacto mediático. La semana pasada mataron ahí a un vecino, hace unos días cayó muerto un policía. La Comisión Municipal de la Vivienda movilizó todos sus equipos para el trabajo del Censo. Un minibús salió temprano desde el galpón donde fueron convocados 244 voluntarios que entrevistarían a 32.000 familias. Entre la tripulación viajaban dos hombres del barrio, reclutados como custodios.
El Indec consideró al Bajo Flores como zona de riesgo y por eso dejó en manos del gobierno porteño la convocatoria. Los voluntarios se anotaron hace semanas en el Departamento de Estadística y Censo de la Ciudad. Los convocados quedaron a cargo de Promoción Social y de la CMV.
El minibús salió después de las nueve. Todavía no estaban todos los encuestadores y unos pocos seguirían ausentes durante el día. De eso hablaba Beatriz Flejsz, a bordo de la camioneta que cruzaba de lado a lado esta pequeña ciudad. La mujer fue coordinadora de uno de los cuatro equipos de la villa, con cuarenta personas a cargo que marcharon en grupos de cinco o seis. Su gente trabajaba entre las casas y ella los conectaba con handy calzado en la cintura. Los reportes eran inmediatos. Toda la situación estaba ok.
Su equipo estaba casi completo, hubo una sola baja que no fue faltazo. El encuestador ausente se enfermó, pero alguien del barrio ya lo había reemplazado. No fue el único cambio de última hora. Sin querer, el barrio se convirtió en ejército de reserva. A lo largo del día varios pudieron integrarse al trabajo censal. Muchos se habían acercado temprano al galpón operativo de la CMV, preguntando si todavía estaban a tiempo de sumarse al Censo. A nadie le extrañó la pregunta: en el Bajo Flores esto ocurre todo el año. La gente suele reunirse de a miles todos los días en una esquina, esperando que alguien pase para ofrecer trabajo. Los levantan empresarios coreanos para tomarlos durante un día en sus talleres, o los llevan por unas horas o algunos días a una obra en construcción.
–¿Cuáles son los nombres de las personas de este hogar que pasaron aquí la noche del viernes al sábado?
–Jorge, que soy yo, y mi hijo con el mismo nombre.
La encuesta ha comenzado. Jorge Bautista Díaz contará en un rato que no es de acá y que dejó Jujuy hace más de cinco años. Tiene la casa con todas las cosas levantadas. Las sillas están sobre la mesa y el piso está recién lustrado. Denis Crespo no deja de pedirle datos. Ahora quiere saber si la casa tiene más pisos de material que de cerámica.
–¿Tiene freezer?
–Heladera nomás.
–¿Teléfono celular, tiene?
–No.
–¿Teléfono fijo?
–No.
Las preguntas a veces parecen tontas. Pero nadie dice nada. Cada uno sigue adelante con el protocolo. De un lado preguntan, del otro esperan para responder.
–¿Ha trabajado la última semana?
–No. Soy albañil pero no salió ninguna changa.
–¿Pero, ha trabajado?
–No.
En poco tiempo, Jorge le contará a Denis que está separado aunque no tiene modo legal de demostrarlo. La muchacha sigue preguntando. Quiere saber algo de la historia de Jorge, el hijo de este hombre que está en edad de ir a la escuela.
–Pero no va más –dice el padre.
–¿Hasta que grado cursó?
–Dejó ahora, en séptimo.
–Entonces tiene hasta sexto.
Jorge se fue a Jujuy y cuando regresó su hijo había perdido el año. Cerca de ahí en el pasillo número 3, Lucrecia entra a la casa de Evelia Romano, otra de las vecinas de Jujuy y habitante de la villa desde hace trece años. Las dos ahora están sentadas. Lucrecia no conocía el barrio de antes, pero las respuestas de Evelia no le extrañan. De hecho, algunas le resultan demasiado familiares. “Yo tampoco tengo trabajo –dice de pronto– estoy desocupada también”. Por eso se sumó al censo.
–Tampoco trabajé la última semana y busco trabajo pero... ¿entendés la diferencia? Busco trabajo pero no hay.
Durante un rato más Lucrecia seguirá ahí a cargo de Leticia Cahue, la coordinadora de su grupo. El resto está partiendo hacia otro lado. El minibús los llevará. Los tripulantes buscan el extremo opuesto donde Noelio Maya trabaja con su gente. Ahí, en el punto más alto de una casa, Estela Ledesma termina con sus preguntas: “Son cuatro familias pero ya voy por la tercera”, decía algo apurada mientras avanzaba el día. Estela también llegó al barrio por primera vez. “¿Sábe cómo contestan? –dirá poco más tarde, todavía sorprendida– toda esta gente es profesional”.
En esa casa de la calle Riestras, la mujer se había encontrado con un grupo de familias peruanas. “Todas nivel secundario completo y hasta universitario: un odontólogo había.”

 


 

EL CENSO EN LOS BARRIOS MAS EXCLUSIVOS
La otra cara de la ciudad

Por Andrea Ferrari

Seguridad. Control. Esas parecieron ser las consignas del censo en los barrios más exclusivos de Buenos Aires. Pero no sólo de los censados, sino –sobre todo– de los censistas. Muchos se habían tomado el trabajo de pasar previamente y dejar sus datos en un papel, para que los fueran conociendo. Carlos Strione fue más allá: fotocopió su credencial de censista y su foto y agregó el número de su celular. Algunos vecinos de Belgrano R lo llamaron: no tanto por seguridad, sino para pedirle que fuera temprano. El día era espectacular y no era cuestión de perdérselo esperando.
Los censistas de esa zona comentaban todos lo mismo. Que la gente se reía cuando les preguntaban si tenían baño.
–Claro –dice Silvia, docente del cercano colegio Saint Brendan’s–, suena absurdo decir ‘¿tiene inodoro con botón?’ en estas casas –y señala la mansión a su lado–, pero si la pregunta está, hay que hacerla.
Silvia no tuvo inconvenientes: en todas las casas la dejaron entrar, le ofrecieron té, café, coca y hasta comida. “Sólo en una no atendió nadie –aclara–, pero los vecinos me dijeron que se habían ido al country.”
A una cuadra de allí, Alcira, jefa de radio, dice que no hubo problemas. Que los censistas le cuentan que hay interés y amabilidad de parte de la gente. Sólo en un caso se negaron a contestar: “Era una maestra de la provincia de Buenos Aires. Está enojada porque no le pagan y no quiere participar”. La censista debía volver a tratar de convencerla. Si obtenía una nueva negativa, la propia Alcira debía intentarlo.
Como medida de seguridad, en muchos edificios optaron por una estructura organizada por el portero: mesa y silla en el palier. “Yo armé la mesa con caballetes -.explica un encargado sobre la calle Juramento-.. Los voy llamando y bajan uno por vez. Eso sí, la amabilidad no se perdió: le ofrecen a la censista bebidas y se las bajan.”
Carlos, pese a haber dejado sus datos en las fotocopias distribuidas, tuvo que llenar los formularios en la puerta en un par de casas donde no lo dejaron entrar. “No te explican nada -.sostiene.- sólo asoman la cabeza y responden”. Pero la mayoría de los censistas cuentan que les facilitaron el acceso a las casas, muchas veces sin siquiera controlar la credencial. “Es que nosotras somos todas maestras de un colegio privado de la zona”, aclara una. En algunos casos salta a la vista. Como Jimena, docente del colegio bilingüe Santa Margarita. Dice que sólo tuvo inconvenientes con una mujer que estaba decididamente enojada. “Primero le molestó que le preguntara si sabía leer y escribir. Después se enojó porque le pedí el nombre, aunque le dije que era sólo el de pila y podía decirme cualquiera. Desconfiaba: temía que los datos se usaran para otra cosa”.
Edgardo, en cambio, parece el más feliz. Acaba de salir de una casa en Conde y Avenida de Los Incas, y asegura que todo el mundo lo trató de maravillas. “Una señora mayor que estaba sola me dio unos papelitos, cosas que había bajado de Internet o escrito. Hablaban de cómo a ella le gustaría que fuese el mundo. Después me regaló un chocolate. Antes de irme, le pregunté si podía darle un beso.”
Casi a la misma hora, en una casa de Virrey Olaguer y Feliú, una mujer respondía a través de una puerta de rejas. A su lado, había un gran danés, contenido por la correa. La censista, una docente de guardapolvo y cara de tía buena, hacía equilibrio apoyando el formulario en su propio brazo. El perro la miraba, desconfiado.

 

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