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El que gana juega bien

Por Ricardo Plazaola

Hay frases que han hecho olvidar a sus autores: Pienso, luego existo, Ser o no ser..., Dadme una palanca..., Mi reino por un caballo..., Ladran, Sancho, son algunas de esas frases que ya no requieren comillas ni explicación.

Entre los argentinos (Serás lo que debas ser, o no serás nada) también tenemos nuestros numerosos autores, algunos anónimos y otros innombrables: Síganme, La casa está en orden, No hay que robar dos años.

Pero además hay un autor no olvidado sino escondido. Se llama Reinaldo Merlo, y es creador de esta frase tan redonda y perfecta como la pelota que la motiva: El que gana, juega bien. A Merlo se lo conoce por la exquisita habilidad que lució cuando era jugador, por su voz de miel, por la suave mostaza de su melena, pero nadie le ha reconocido esta fina calidad para dar vuelta un lugar común (El que juega bien gana) y sintetizar así, en cinco palabras, toda una ideología.

Quizá ni él mismo recuerde la frase ni en qué ocasión la dijo. Fue hace muchos años. Pasó inadvertida y silenciosa, pero no tan silenciosa como para que nadie la escuchara. Y aquí está, recuperada: El que gana, juega bien. La frase es la cara teórica de una moneda que tiene del otro lado una cara práctica: aquel alfiler de Zubeldía. Es decir, Si con alfiler ganamos, juguemos con alfiler.

El vale todo en el fútbol comienza mucho antes que el alfiler, comienza en el patio del jardín de infantes, cuando uno de los chicos se apropia de la pelota y se la lleva (por supuesto, la trampa existe más allá del fútbol, por ejemplo, cuando en las escondidas, el chico que está contando juna de reojo dónde se esconden los otros). La cosa se va complicando tanto que en algún momento hay que poner reglas. Primero, una que es esencial: mientras jugamos, la pelota es de todos. Segunda regla: sancionemos al menos las faltas evidentes, porque si no, no podemos jugar. Tercera regla (ya para adolescentes, en torneos): si no ponemos un árbitro nos matamos todos. Cuarta regla: si no hay árbitro mejor no juguemos con offside.
No ha jugado al fútbol quien nunca ha protestado que la pelota se fue, que fue penal, que no hubo foul o que lo agarraron del pantalón. No quiso ganar nunca quien nunca le fajó una buena murra a un contrario.

Es decir, la competencia y el triunfo son el agua y la humedad: inseparables. A eso apuntan Merlo y Zubeldía: en toda batalla, la ley de hierro es la victoria... a toda costa. Si no hay reglas, gana el mejor (el más habilidoso, el más fuerte). Si debe haber reglas, gana quien las impone o quien, si es necesario, sabe violarlas mejor.

El fútbol no es un concierto de jazz. El Toto Lorenzo decía: El que quiere espectáculo que vaya al Colón (el Toto era uno de los muchos desesperados por el resultado pero uno de los pocos que admitía serlo). El fútbol es competencia. Y esta competencia, como muchas otras, es la continuación –acotada, civilizada– de la guerra ancestral de la humanidad.
Al realismo de Zubeldía y Merlo se le opone la idea de que el fin no debe justificar los medios. Para esta idea, el alfiler simboliza el fin de la civilización, la vuelta al salvajismo (¿a la etapa prearbitral?). El alfiler y la bomba atómica son distintos grados de una misma barbarie (por cierto, contesta Zubeldía, si la FIFA es asimilable a las Naciones Unidas, nunca vamos a ganar un mundial).

Zubeldía y Merlo dirían que los conflictos políticos no terminan con bombas atómicas sólo por conveniencia, como por conveniencia los partidos no terminan en salvajes bataholas. Por conveniencia, los futboleros se han dado reglamentos, han designado árbitros, veedores, tribunales de disciplina (y por las dudas contratan policías).

El jugador sólo tiene que ser astuto, no ético. Su dilema no es moral, es más bien técnico: cómo hacer caer en la trampa del offside al rival, cómo reventar la pelota lejos cuando hay que hacer tiempo, cómo simular que la patada ha sido terrible para que al contrario lo rajen.

En basket, ante la red de tropelías que pueden tejer los jugadores usando las manos, se han impuesto paso a paso normas precisas y severas para hacerlo viable y atractivo: tiempo neto de juego, tiempo de posesión de pelota, tiempo para cruzar la mitad de la cancha, máximo de faltas, dos jueces, planilleros, etc. El problema del fútbol no es el jugador sino el árbitro.

A esta doctrina aportaba, quizá sin saberlo, este Mostaza pensador. Sus seguidores académicos, que son muchos hoy, reformulan su apotegma: el que gana juega bien... si sale campeón.

 

 

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