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Panorama escolar con almitas rotas

Por Mempo Giardinelli

La escuelita, a metros del Paraná, se inunda cada dos o tres años como todo el pueblo. Después se seca y todo recomienza, pero con la gente más pobre que antes del agua. Modesta, típica de cuando la esperanza no era algo ridículo y el peronismo construía una tras otra, la escuelita tiene un jol de entrada, galerías que dan a un patio, una docena de aulas con ventanas a la calle y un jardincito delantero que alguna vez tuvo flores y hoy es un basural. Las tejas rotas subrayan la decadencia. En un altarcito, a un costado de la entrada, hay una Virgen de Itatí de yeso del tamaño de un zapato, y a su lado un Gauchito Gil de plástico y con el poncho colorado ennegrecido como si de hacer tantos favores se le hubiera acabado el brillo. El cuadro se completa con los restos de un cartel de la Alianza en el que De la Rúa y Chacho todavía sonríen y, sobre ellos, y a modo de frontispicio burlón, unos cartelitos azules mantienen la vieja amenaza: “Menem 99”.
A mitad de cuadra, un hombre está sentado a la puerta de una casa abandonada. En la esquina hay dos tipos más. Otro pesca más allá. O mira el río. Sus expresiones hablan por ellos: están vacíos. En las miradas de esos hombres no hay luz y es como si llevaran semanas, meses, mirando a lo lejos, puntos indefinidos en los lapachos, en el lomo del río o en quién sabe qué galaxias. Son desocupados que habitan esta tierra en la que se dejaron de cosechar naranjas porque ahora se importan de California; en la que ahora se come choclo francés y en la que los pollos mueren desplazados por pollos brasileros a precio de dumping. Realismo puro: hasta escasea el queso criollo de a cuatro pesos el kilo porque las vacas están exhaustas.
Anoche vino Marta, una maestra que vive en la otra cuadra: me invitó a visitar la escuelita. Me habló del Plan Nacional de Lectura y me contó que, como no tienen libros, entre cinco colegas juntaron unos pesos y compraron dos en Corrientes: “La sirenita” y otro que no recuerdo. Ocho pesos cada uno, para sortearlos entre todos los grados. Que por favor vaya a la hora del sorteo, como para alentar a los chicos. Después de todo se supone que soy el tipo famoso del pueblo, si salgo de vez en cuando en la tele, ¿no?
Me dejó fumigado: dos libritos. Menos de 40 páginas para quince grados y unos cuatrocientos chicos de 6 a 13 años en dos turnos. Dieciséis pesos juntados entre cinco docentes. Me costó dormir.
Y hoy, bajo un sol rajante que anticipa el verano, estoy ante ellos, paralizado. Los miro uno por uno y ellos me miran. Centenares de caritas sucias, a muchos se les nota la desnutrición, y, lo peor, esa tristeza infinita en los ojos. Mi casa queda a cuatro cuadras de la escuelita y a muchos los veo pasar cada día. A veces me enojo cuando destruyen los arbolitos con cuyas horquetas hacen sus ondas (gomeras, en porteño). Ahora me parecen adultos de escaso tamaño. Son chicos heridos, almitas rotas. Desolados retazos sobrantes de un país en liquidación. Me crece una rabia profunda mientras miro a estos doscientos pibes formaditos y repitiendo el “Padrenuestro” que reza la directora. No sé qué voy a decirles.
El último intendente del pueblo está prófugo por ladrón, pero el clientelismo político aquí es realismo mágico: los mismos padres de estos chiquitos acaban de votar al partido de ese mismo intendente en otro acto de suicidio colectivo. ¿Será eterno el desconcierto actual de la sociedad argentina? Mientras tanto, la intervención federal prepara sus valijas dejando tras de sí otra oportunidad perdida de modernización. Jamás entendieron a los correntinos y gobernaron haciendo la plancha a ritmo de siesta cordobesa. Acá uno de cada dos adultos no tiene trabajo; los muchachos se van y las chicas también, todos con destino incierto, marginal. De pronto evoco la despreciable sonrisa de Menem en los diarios, esperanzado en que los jueces amigos lo excarcelen. Y evoco la sonrisa de plástico de Fernando de la Rúa cuando Bush o Schroeder le dan una palmadita en la espalda. ¿Serán conscientes del daño inferido? ¿Es posible que no se den cuenta de estos resultados de sus genuflexiones? ¿Qué clase de gente son, en esencia, los que conducen este país?
Las maestras, de ropas raídas y zapatos gastados, tienen en los ojos una rara mezcla de abnegación y resentimiento. Sé que hacen lo que pueden, y a veces pueden mucho. Entre otras cosas rezar a coro con los chicos, como ahora, aunque ésta es una escuela pública. Pero esto es Corrientes, damas y caballeros, y además, ¿quién se atreve a cuestionar un rezo en estas circunstancias? Evoco aquella idea de Proust sobre el sentimentalismo de los creyentes: los hechos no penetran en el mundo de sus creencias; los hechos desmienten lo que creen, pero ellos siguen creyendo. Padecimientos y desgracias destrozan sus vidas, sus familias, sus ilusiones, pero ellos creen cada vez más en la bondad de Dios. Una ironía ejemplar.
Tras el sorteo debo hablar, pero se me quiebra la voz. Agrego unos libros que tomé de mi biblioteca, les prometo más y les pido disculpas, en nombre de nadie, por el país indigno en el que sobreviven. Siento –valga el lugar común– un nudo en la garganta. Y también vergüenza, desesperación, rabia. Todo junto. Regreso pensando que debo escribir lo siguiente: que el que no se siente un hijo de puta ante esto, es porque es, nomás, un hijo de puta.

 

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