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NAJIBA KASRAEE, PERIODISTA AFGANA EN EL EXILIO
�Espero que la presión mundial modere a la Alianza del Norte�

La persecución y la guerra la expulsaron de su país. Hoy está a cargo del servicio de la BBC de Londres en idioma pashtún, una de las fuentes de noticias más seguidas en Afganistán. Lúcida, comprometida, recuerda el país de su infancia, que se modernizaba a pasos rápidos, explica la difícil fragmentación de los afganos, que le hace desconfiar de la Alianza del Norte, y cuenta con pasión personal qué significa un régimen puritano para las mujeres.

Por Marcelo Justo

–¿Qué sintió cuando vio las imágenes de la gente que celebraba la caída de los talibanes en su ciudad, Kabul?
–Algo muy raro. Por un lado me alegró mucho ver el fin del gobierno talibán, porque fue el gobierno más oscurantista de la historia moderna de mi país. Me alegró saber que una mujer volvía a presentar las noticias en la radio, que se podía escuchar otra vez música, que los hombres podían afeitarse la barba. Era como ver una ciudad que anunciaba su libertad. Pero al mismo tiempo soy muy escéptica respecto de la Alianza del Norte, porque cuando estuvieron en el poder fueron unos tiranos implacables. Supongo que la presión internacional moderará a la Alianza, pero uno debe recordar que los soldados han estado en guerra durante más de 25 años: ¿quién va a controlarlos? En mi país la guerra se ha convertido en una especie de industria y de oficio. Hay gente que vive de eso y que no sabe hacer otra cosa. Es uno de los graves problemas que tenemos. Un punto a favor es que Afganistán está en el centro de la agenda internacional y que hay un consenso de que se necesita hallar una solución para que no se convierta en un centro de propagación del terrorismo y del narcotráfico. Es decir, para no volver a Nueva York y el 11 de setiembre. Creo que hay que aprovechar este consenso actual para hallar un comienzo de solución a los problemas de mi país.
–¿Entonces, la solución de los problemas afganos pasa por la comunidad internacional?
–Los problemas de Afganistán se deben a una larga historia de intervención extranjera en la que no ha faltado nadie: desde la ex Unión Soviética hasta Estados Unidos, pasando por países vecinos como Pakistán e Irán. Es casi un sino de nuestro país. De Alejandro Magno y Gengis Khan a la actualidad, siempre hemos tenido este problema. Por eso hay gente que teme una balcanización del país, con distintas zonas absorbidas por los países vecinos, Pakistán dominando el sur, Irán el oeste, Turkmenistán, Tajikistán y Uzbekistán el norte. Me parece que no va a pasar eso porque en Afganistán nadie quiere la división del país. La gente del sur o del norte no se definen por su etnia sino por su nacionalidad, se llaman a sí mismos afganos. Cuando se menciona la posibilidad de dividir al país, los afganos siempre añadimos que “Dios no lo permita”. De modo que creo que es posible tener un gobierno central con una representación de todos los grupos. Pero después de más de 20 años de conflicto, necesitamos la asistencia de Naciones Unidas para hacerlo.
–Si hay este sentimiento de identidad nacional, ¿por qué existe al mismo tiempo una fragmentación total en el país?
–Por la presencia de esos grandes señores de la guerra que dominan militarmente zonas enteras del país. Si usted habla con la gente de la calle es diferente. Nadie quiere la guerra o la división nacional, todos quieren la paz y la unidad. Creo que por esta razón hay una cierta identificación con el ex monarca Mohamed Zahir Shah. Porque la gente piensa ahora en los 40 años de su reinado como una época de unidad nacional y paz.
–La década del 70 marcó para Afganistán el paso de la monarquía a la república y a una influencia cada vez más importante de la Unión Soviética que culminó con el golpe procomunista de 1978. En esa época usted era una niña. ¿Qué recuerda de aquel Afganistán?
–En esa década el país estaba embarcado en un proceso de rapidísima modernización. Me acuerdo que en Kabul se veía a mujeres con burkas y otras en vaqueros o polleras, manejando coches. El jardín de infantes al que iba cuando tenía tres años tenía las mismas actividades que al que fue mi hija en Londres: música, natación, ballet. La educación primaria era conjunta, en la secundaria había segregación de sexos y en la universitaria hombres y mujeres volvían a estar juntos. Por supuesto,Kabul era diferente al resto del país, pero había muchas zonas rurales que eran conscientes de la importancia de la educación de las mujeres. Todo este proceso se profundizó con el golpe comunista de 1978, y se aceleró aún más con la invasión soviética. Muchas mujeres fueron enviadas a países de Europa del Este. Hubo un fuerte intento de eliminar el analfabetismo, como se hizo en Cuba. Pero curiosamente, sobre todo a partir de la invasión soviética, la modernización empezó a ser percibida como propaganda de infieles, enemigos del Islam. La bandera roja pasó a ser símbolo de invasión extranjera. Mi padre, que era parte de la revolución, pensó después que quizás habían ido demasiado rápido, que ése fue el error. Soy crítica respecto de muchas cosas que se hicieron en esa época, pero no estoy de acuerdo con ese cuestionamiento. Pienso que lo que se hizo estaba bien, que era necesario avanzar todo lo posible en el campo de la educación. El problema fue la interferencia extranjera. Una cosa que a mí siempre me ha parecido una ironía terrible es que Occidente fue muy crítico hacia el gobierno comunista de Najibullah que estaba peleando contra los mujaidines, es decir contra los combatientes que dieron origen a los talibanes.
–¿Tuvo problemas políticos por la militancia de su padre?
–Mi padre apoyó la revolución, pero después tuvo problemas con el gobierno comunista y terminó preso. En esa época había muchos problemas internos y cualquier crítica o propuesta de cambio era percibida como una amenaza. Mi padre estaba preso cuando yo dejé Kabul, unos tres meses antes de la caída de Najibullah. Fue una época muy difícil para mí, porque yo no quería irme, pero mi madre estaba muy preocupada porque pensaba que si los mujaidines tomaban el poder sería el caos. Cuando los mujaidines tomaron Kabul, abrieron las puertas de la prisión y mi padre pudo salir. Pero después empezaron las persecuciones. Mi padre se vio obligado a abandonar el país. El pensaba que si se iba por un tiempo pondría a salvo a su familia. Mi padre creía en la tradición afgana que sólo se persigue al hombre, pero se deja en paz a la familia. Es decir, un mundo de pactos caballerescos que ya no existía. En vez de eso, hubo una rapiña continua. Creo que cuando me fui yo también intuía todo esto, porque miraba la ciudad desde el avión y pensaba que nunca más volvería y que no vería nuevamente a mi madre. Fue lo que pasó. Mi madre, mi hermana de ocho años y mi hermano de 12 perdieron la vida durante el bombardeo de Kabul. Todavía tengo familia en Kabul, mis tíos, mis mejores amigos, y cuando veo lo que está pasando, me aterroriza que les pueda suceder algo. Por eso me enfurece pensar que cuando se planeó esta campaña militar, no se puso el mismo esfuerzo en planificar la salida política y diplomática.
–Usted fue la primera periodista afgana en entrevistar a Tony Blair al comienzo del conflicto. ¿Cree que él es consciente de este problema?
–Creo que sí. Durante la entrevista él insistió varias veces en que Occidente no podía dejar a Afganistán nuevamente, que nos habían fallado varias veces y que no volverían a hacerlo. Insistió también en que, cuando los mujaidines tomaron el poder, Occidente debería haber usado su influencia para formar un gobierno de coalición amplia. Creo que el hecho que haya enviado fuerzas de paz británicas muestra que este compromiso es genuino. En cambio Estados Unidos se ha mostrado durante toda la crisis mucho más cauteloso y casi amedrentado de intervenir. Como afgana, ha sido muy doloroso para mí escuchar a los generales estadounidenses cuando decían que los bombardeos eran necesarios para que la intervención terrestre estadounidense fuera más segura. Yo entiendo que se quiera proteger a las tropas propias, pero me parece escandalosa la indiferencia por el impacto de los bombardeos donde murió mucha gente inocente, generalmente la más pobre, los que no pudieron irse de Afganistán.
–Uno de los resortes del intento de modernización comunista de Afganistán fue la liberación de las mujeres. Esto fue seguido por eloscurantismo mujaidín y, sobre todo, talibán. ¿Qué va a pasar con la situación de las mujeres en Afganistán?
–No habrá cambios drásticos en los próximos dos años. Por el momento, hasta que no se restaure la calma, predominará la cautela. Ahora las mujeres pueden andar sin la burka pero, por el momento, muy pocas se animaron a sacárselo. No hay que olvidar que la misma gente que recibió ahora a la Alianza del Norte como liberadores, saludó hace cinco años la llegada de los talibanes que en aquel momento eran percibidos como salvadores del caos y la brutalidad de la Alianza. Para muchas mujeres, sobre todo si pertenecen a una familia conservadora, la burka es parte de su vida cotidiana. Sin la burka se sentirían expuestas, vulnerables. Como si las privaran de sus derechos civiles. Pero es terrible poner la burka a mujeres que han estudiado. Pienso en una amiga mía que estudió medicina en la República Checa y se convirtió en la mejor cirujana de Kabul. Una mujer que hablaba varios idiomas, que cuidaba su cuerpo y utilizaba tacos altos. De golpe vienen los talibanes y la encierran debajo de la burka, le prohíben salir de casa salvo que sea acompañada por un hombre de la familia, y en caso de que salga no puede usar tacos, porque eso puede alterar a los hombres. Mucha gente me decía que esto era un asunto secundario porque sólo afectaba a un uno por ciento de la población femenina afgana. Pero para mí se trataba del sector más avanzado de la población. Tengo dos hijas y es terrible pensar que un poder tiránico puede prohibirles que vayan a la escuela porque son mujeres. Hubo mujeres heroicas que resistieron organizando escuelas clandestinas. Imagínese. Escuelas clandestinas para que las niñas pudiesen recibir instrucción. Esto me pone los pelos de punta. Más aún pensando que Estados Unidos y la CIA sabían que esto estaba pasando y apoyaban al régimen culpable de hacerlo. Como se sabe, los talibanes son producto del Servicio de Inteligencia Paquistaní y de la CIA. La CIA quería asegurarse un lugar en Afganistán, que es clave para el petróleo y el gas de Asia Central. Cuando entrevisté al vicepresidente estadounidense Dick Cheney, el jueves pasado, se lo planteé claramente. Le pregunté cómo Afganistán podía confiar en Estados Unidos, que usó a los mujaidines para combatir a los rusos, que ayudó, por intermedio de la CIA, a crear los talibanes, y que ahora apoya a la Alianza del Norte.
–No se anduvo con vueltas. ¿Qué le contestó Cheney?
–(Risas.) No negó lo que le dije. El sabe perfectamente bien que la CIA estuvo metida en todo esto. Lo que dijo es que ahora estaban ayudando todo lo que podían a Afganistán y que seguirían haciéndolo.
–Volviendo a la situación de las mujeres en Afganistán. ¿En qué medida hay conciencia entre las mujeres y los hombres de Afganistán de que es necesario cambiar? ¿Por qué es tan difícil hacerlo?
–Creo que la resistencia proviene sobre todo del pensamiento religioso. Pero igual esto tiene matices. Por ejemplo, con la excepción de Kabul, las ciudades afganas son más conservadoras que el campo. En las ciudades se ven los extremos. O universitarias o mujeres muy conservadoras. En el campo es diferente. Yo me acuerdo de chica, cuando iba a Patkia, en el este del país, que las mujeres trabajaban a la par de los hombres, a cara descubierta, con sus hermosísimos trajes de colores. Creo que tras toda esta guerra hay una voluntad de cambio y que la gente, apenas sienta que la paz tiene algo permanente, se atreverá a hacer cosas. Ya será un gran avance si esta primavera las niñas pueden ir a la escuela. Pero necesitamos unos seis meses de estabilidad para que empiecen a ocurrir cambios más profundos que, cuando se den, van a tener algo de efecto dominó: empezarán en un lugar y se propagarán al resto.
–¿Volvería a Afganistán?
–Me encantaría volver. Es difícil, por supuesto. Cuando uno vive en el exilio, siempre tiene una nostalgia especial precisamente porque no sepuede volver. Pero además, el exilio es una cosa que una vez que sucede, ocurre por el resto de la vida. Es algo que hablé con muchos amigos iraníes, a los que les pasa algo similar, que vuelven a Irán y dicen que ya no pueden encontrar el Irán que buscaban. Uno termina relacionándose con la propia memoria. La Kabul que yo dejé ya no existe. No voy a volver a encontrarla. Nunca. A esto se suma, por supuesto, mis dos hijas. Mi hija mayor tiene siete años y me pregunta mucho sobre la guerra. Cuando veíamos televisión y me veía llorando por los bombardeos, me preguntaba quiénes eran buenos o malos. ¿Qué le podía decir? ¿Que los malos bombardeaban a los malos? Pero en fin, creo que un día volveré. No quiero envejecer en Inglaterra. No quiero morirme acá. Quiero que mi tumba reciba un poco de sol. No la eterna lluvia inglesa.

¿Por que Najiba Kasraee?

Por M.J.

La mitad del cielo

Ni la tragedia nacional y personal le quitaron la sonrisa. En 1995 Najiba Kasraee perdió a su madre y sus hermanos durante el feroz bombardeo que sufrió Kabul, como parte del conflicto entre la oposición talibán y el gobierno de Burhanuddin Rabbani, presidente hoy por la Alianza del Norte. Ella lo supo desde el exilio en Londres: ya hacía unos años que había perdido su patria para salvar la vida, pidiendo asilo político en Inglaterra. Periodista “senior” del Servicio Pashtún de la BBC, fue la primera afgana que entrevistó al primer ministro británico Tony Blair al comienzo del conflicto. En diálogo con Página/12 no dejó punto sin tocar: la guerra, el futuro de su país, la situación de las mujeres afganas, la intervención estadounidense y las preguntas que el vicepresidente estadounidense Dick Cheney no le supo contestar.
Cuando todavía no había dado ese fatídico paso de liberador a opresor que marcó el fracaso de tantos proyectos revolucionarios en el siglo XX, Mao Tse Tung dijo que las mujeres sostenían la mitad del cielo. Quería decir que eran tan importantes como los hombres, aunque prejuicios ancestrales las hubiesen sometido durante siglos a la servidumbre. En el caso de Afganistán, después de 20 años de sangrientos conflictos, las mujeres seguramente sostienen mucho más que la mitad del cielo nacional. Aunque en estas dos décadas no ha habido estadísticas demográficas confiables, es lícito suponer que constituyen una proporción bastante mayor de la población que los hombres, diezmados en absurdas guerras fraticidas.
A pesar de ello, durante el gobierno talibán, las mujeres dejaron de existir. La lista de prohibiciones del régimen del Mullah Omar es tan extensa que parece la parodia de un misógino ultrapuritano. Las mujeres no podían ir a la escuela, trabajar o salir de su casa (salvo acompañadas por un mahram, hombre de la familia inmediata: padre, esposo o hermano). No sólo debían estar cubiertas de pies a cabeza con la burqa, que apenas permite intuir la presencia del mundo mediante una rendija de tela, sino que les estaba prohibido llevar zapatos de tacos altos –el taconeo podía perturbar a los hombres–, reír demasiado alto –podía suscitar pensamientos perversos en el sexo opuesto–, cantar. ¿Picnics exclusivamente femeninos en un parque?: ni pensarlo. Practicar deportes: otra osadía. ¿Ir al médico?: imposible si era varón. En la Corte, el testimonio femenino valía la mitad que el masculino y tenía que ser dado mediante un familiar hombre. Para que no quedara duda de la voluntad de aniquilación de la mujer, la misma palabra debía desaparecer: el “Jardín de las Mujeres” fue rebautizado “Jardín de la Primavera”. Estados Unidos recordó estas delicias del régimen talibán a partir del 11 de setiembre. La situación era familiar. Otros aliados o subordinados como Sadam Hussein o el panameño Manuel Noriega sufrieron esa metamorfosis durante la presidencia del padre de George W. Bush, George a secas Bush. Los gobiernos amigos pasaron a ser los perversos tiranos que había que voltear a toda costa porque representaban un peligro para la humanidad. La demonización del enemigo no era difícil: bastaba recordar lo que antes se había ocultado. En ambos casos se desconoce el número total de víctimas. En el caso de Panamá se estima que cientos habrían perdido la vida. En el de Irak, la cuenta ascendería a unas 200 mil.
Como con Irak y Panamá, Afganistán plantea un familiar dilema al pensamiento progresista. ¿Se apoya a un régimen abominable para oponerse a una nueva aventura imperial o se respalda a ésta para deshacerse de gobiernos indeseables? ¿Hay alguna alternativa a estas dos posibilidades? La periodista afgana Najiba Kasraee sufrió estas preguntas en carne propia. Su historia es también la de un país destrozado por las contradicciones entre modernización y oscurantismo religioso, un conflicto aprovechado por descarnados intereses coloniales y tribales. Sus respuestas y perplejidades son una advertencia para el futuro de esta nueva aventura imperial.

 

 

 

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