Por
Marcelo Justo
¿Qué
sintió cuando vio las imágenes de la gente que celebraba
la caída de los talibanes en su ciudad, Kabul?
Algo muy raro. Por un lado me alegró mucho ver el fin del
gobierno talibán, porque fue el gobierno más oscurantista
de la historia moderna de mi país. Me alegró saber que una
mujer volvía a presentar las noticias en la radio, que se podía
escuchar otra vez música, que los hombres podían afeitarse
la barba. Era como ver una ciudad que anunciaba su libertad. Pero al mismo
tiempo soy muy escéptica respecto de la Alianza del Norte, porque
cuando estuvieron en el poder fueron unos tiranos implacables. Supongo
que la presión internacional moderará a la Alianza, pero
uno debe recordar que los soldados han estado en guerra durante más
de 25 años: ¿quién va a controlarlos? En mi país
la guerra se ha convertido en una especie de industria y de oficio. Hay
gente que vive de eso y que no sabe hacer otra cosa. Es uno de los graves
problemas que tenemos. Un punto a favor es que Afganistán está
en el centro de la agenda internacional y que hay un consenso de que se
necesita hallar una solución para que no se convierta en un centro
de propagación del terrorismo y del narcotráfico. Es decir,
para no volver a Nueva York y el 11 de setiembre. Creo que hay que aprovechar
este consenso actual para hallar un comienzo de solución a los
problemas de mi país.
¿Entonces, la solución de los problemas afganos pasa
por la comunidad internacional?
Los problemas de Afganistán se deben a una larga historia
de intervención extranjera en la que no ha faltado nadie: desde
la ex Unión Soviética hasta Estados Unidos, pasando por
países vecinos como Pakistán e Irán. Es casi un sino
de nuestro país. De Alejandro Magno y Gengis Khan a la actualidad,
siempre hemos tenido este problema. Por eso hay gente que teme una balcanización
del país, con distintas zonas absorbidas por los países
vecinos, Pakistán dominando el sur, Irán el oeste, Turkmenistán,
Tajikistán y Uzbekistán el norte. Me parece que no va a
pasar eso porque en Afganistán nadie quiere la división
del país. La gente del sur o del norte no se definen por su etnia
sino por su nacionalidad, se llaman a sí mismos afganos. Cuando
se menciona la posibilidad de dividir al país, los afganos siempre
añadimos que Dios no lo permita. De modo que creo que
es posible tener un gobierno central con una representación de
todos los grupos. Pero después de más de 20 años
de conflicto, necesitamos la asistencia de Naciones Unidas para hacerlo.
Si hay este sentimiento de identidad nacional, ¿por qué
existe al mismo tiempo una fragmentación total en el país?
Por la presencia de esos grandes señores de la guerra que
dominan militarmente zonas enteras del país. Si usted habla con
la gente de la calle es diferente. Nadie quiere la guerra o la división
nacional, todos quieren la paz y la unidad. Creo que por esta razón
hay una cierta identificación con el ex monarca Mohamed Zahir Shah.
Porque la gente piensa ahora en los 40 años de su reinado como
una época de unidad nacional y paz.
La década del 70 marcó para Afganistán el paso
de la monarquía a la república y a una influencia cada vez
más importante de la Unión Soviética que culminó
con el golpe procomunista de 1978. En esa época usted era una niña.
¿Qué recuerda de aquel Afganistán?
En esa década el país estaba embarcado en un proceso
de rapidísima modernización. Me acuerdo que en Kabul se
veía a mujeres con burkas y otras en vaqueros o polleras, manejando
coches. El jardín de infantes al que iba cuando tenía tres
años tenía las mismas actividades que al que fue mi hija
en Londres: música, natación, ballet. La educación
primaria era conjunta, en la secundaria había segregación
de sexos y en la universitaria hombres y mujeres volvían a estar
juntos. Por supuesto,Kabul era diferente al resto del país, pero
había muchas zonas rurales que eran conscientes de la importancia
de la educación de las mujeres. Todo este proceso se profundizó
con el golpe comunista de 1978, y se aceleró aún más
con la invasión soviética. Muchas mujeres fueron enviadas
a países de Europa del Este. Hubo un fuerte intento de eliminar
el analfabetismo, como se hizo en Cuba. Pero curiosamente, sobre todo
a partir de la invasión soviética, la modernización
empezó a ser percibida como propaganda de infieles, enemigos del
Islam. La bandera roja pasó a ser símbolo de invasión
extranjera. Mi padre, que era parte de la revolución, pensó
después que quizás habían ido demasiado rápido,
que ése fue el error. Soy crítica respecto de muchas cosas
que se hicieron en esa época, pero no estoy de acuerdo con ese
cuestionamiento. Pienso que lo que se hizo estaba bien, que era necesario
avanzar todo lo posible en el campo de la educación. El problema
fue la interferencia extranjera. Una cosa que a mí siempre me ha
parecido una ironía terrible es que Occidente fue muy crítico
hacia el gobierno comunista de Najibullah que estaba peleando contra los
mujaidines, es decir contra los combatientes que dieron origen a los talibanes.
¿Tuvo problemas políticos por la militancia de su
padre?
Mi padre apoyó la revolución, pero después
tuvo problemas con el gobierno comunista y terminó preso. En esa
época había muchos problemas internos y cualquier crítica
o propuesta de cambio era percibida como una amenaza. Mi padre estaba
preso cuando yo dejé Kabul, unos tres meses antes de la caída
de Najibullah. Fue una época muy difícil para mí,
porque yo no quería irme, pero mi madre estaba muy preocupada porque
pensaba que si los mujaidines tomaban el poder sería el caos. Cuando
los mujaidines tomaron Kabul, abrieron las puertas de la prisión
y mi padre pudo salir. Pero después empezaron las persecuciones.
Mi padre se vio obligado a abandonar el país. El pensaba que si
se iba por un tiempo pondría a salvo a su familia. Mi padre creía
en la tradición afgana que sólo se persigue al hombre, pero
se deja en paz a la familia. Es decir, un mundo de pactos caballerescos
que ya no existía. En vez de eso, hubo una rapiña continua.
Creo que cuando me fui yo también intuía todo esto, porque
miraba la ciudad desde el avión y pensaba que nunca más
volvería y que no vería nuevamente a mi madre. Fue lo que
pasó. Mi madre, mi hermana de ocho años y mi hermano de
12 perdieron la vida durante el bombardeo de Kabul. Todavía tengo
familia en Kabul, mis tíos, mis mejores amigos, y cuando veo lo
que está pasando, me aterroriza que les pueda suceder algo. Por
eso me enfurece pensar que cuando se planeó esta campaña
militar, no se puso el mismo esfuerzo en planificar la salida política
y diplomática.
Usted fue la primera periodista afgana en entrevistar a Tony Blair
al comienzo del conflicto. ¿Cree que él es consciente de
este problema?
Creo que sí. Durante la entrevista él insistió
varias veces en que Occidente no podía dejar a Afganistán
nuevamente, que nos habían fallado varias veces y que no volverían
a hacerlo. Insistió también en que, cuando los mujaidines
tomaron el poder, Occidente debería haber usado su influencia para
formar un gobierno de coalición amplia. Creo que el hecho que haya
enviado fuerzas de paz británicas muestra que este compromiso es
genuino. En cambio Estados Unidos se ha mostrado durante toda la crisis
mucho más cauteloso y casi amedrentado de intervenir. Como afgana,
ha sido muy doloroso para mí escuchar a los generales estadounidenses
cuando decían que los bombardeos eran necesarios para que la intervención
terrestre estadounidense fuera más segura. Yo entiendo que se quiera
proteger a las tropas propias, pero me parece escandalosa la indiferencia
por el impacto de los bombardeos donde murió mucha gente inocente,
generalmente la más pobre, los que no pudieron irse de Afganistán.
Uno de los resortes del intento de modernización comunista
de Afganistán fue la liberación de las mujeres. Esto fue
seguido por eloscurantismo mujaidín y, sobre todo, talibán.
¿Qué va a pasar con la situación de las mujeres en
Afganistán?
No habrá cambios drásticos en los próximos
dos años. Por el momento, hasta que no se restaure la calma, predominará
la cautela. Ahora las mujeres pueden andar sin la burka pero, por el momento,
muy pocas se animaron a sacárselo. No hay que olvidar que la misma
gente que recibió ahora a la Alianza del Norte como liberadores,
saludó hace cinco años la llegada de los talibanes que en
aquel momento eran percibidos como salvadores del caos y la brutalidad
de la Alianza. Para muchas mujeres, sobre todo si pertenecen a una familia
conservadora, la burka es parte de su vida cotidiana. Sin la burka se
sentirían expuestas, vulnerables. Como si las privaran de sus derechos
civiles. Pero es terrible poner la burka a mujeres que han estudiado.
Pienso en una amiga mía que estudió medicina en la República
Checa y se convirtió en la mejor cirujana de Kabul. Una mujer que
hablaba varios idiomas, que cuidaba su cuerpo y utilizaba tacos altos.
De golpe vienen los talibanes y la encierran debajo de la burka, le prohíben
salir de casa salvo que sea acompañada por un hombre de la familia,
y en caso de que salga no puede usar tacos, porque eso puede alterar a
los hombres. Mucha gente me decía que esto era un asunto secundario
porque sólo afectaba a un uno por ciento de la población
femenina afgana. Pero para mí se trataba del sector más
avanzado de la población. Tengo dos hijas y es terrible pensar
que un poder tiránico puede prohibirles que vayan a la escuela
porque son mujeres. Hubo mujeres heroicas que resistieron organizando
escuelas clandestinas. Imagínese. Escuelas clandestinas para que
las niñas pudiesen recibir instrucción. Esto me pone los
pelos de punta. Más aún pensando que Estados Unidos y la
CIA sabían que esto estaba pasando y apoyaban al régimen
culpable de hacerlo. Como se sabe, los talibanes son producto del Servicio
de Inteligencia Paquistaní y de la CIA. La CIA quería asegurarse
un lugar en Afganistán, que es clave para el petróleo y
el gas de Asia Central. Cuando entrevisté al vicepresidente estadounidense
Dick Cheney, el jueves pasado, se lo planteé claramente. Le pregunté
cómo Afganistán podía confiar en Estados Unidos,
que usó a los mujaidines para combatir a los rusos, que ayudó,
por intermedio de la CIA, a crear los talibanes, y que ahora apoya a la
Alianza del Norte.
No se anduvo con vueltas. ¿Qué le contestó
Cheney?
(Risas.) No negó lo que le dije. El sabe perfectamente bien
que la CIA estuvo metida en todo esto. Lo que dijo es que ahora estaban
ayudando todo lo que podían a Afganistán y que seguirían
haciéndolo.
Volviendo a la situación de las mujeres en Afganistán.
¿En qué medida hay conciencia entre las mujeres y los hombres
de Afganistán de que es necesario cambiar? ¿Por qué
es tan difícil hacerlo?
Creo que la resistencia proviene sobre todo del pensamiento religioso.
Pero igual esto tiene matices. Por ejemplo, con la excepción de
Kabul, las ciudades afganas son más conservadoras que el campo.
En las ciudades se ven los extremos. O universitarias o mujeres muy conservadoras.
En el campo es diferente. Yo me acuerdo de chica, cuando iba a Patkia,
en el este del país, que las mujeres trabajaban a la par de los
hombres, a cara descubierta, con sus hermosísimos trajes de colores.
Creo que tras toda esta guerra hay una voluntad de cambio y que la gente,
apenas sienta que la paz tiene algo permanente, se atreverá a hacer
cosas. Ya será un gran avance si esta primavera las niñas
pueden ir a la escuela. Pero necesitamos unos seis meses de estabilidad
para que empiecen a ocurrir cambios más profundos que, cuando se
den, van a tener algo de efecto dominó: empezarán en un
lugar y se propagarán al resto.
¿Volvería a Afganistán?
Me encantaría volver. Es difícil, por supuesto. Cuando
uno vive en el exilio, siempre tiene una nostalgia especial precisamente
porque no sepuede volver. Pero además, el exilio es una cosa que
una vez que sucede, ocurre por el resto de la vida. Es algo que hablé
con muchos amigos iraníes, a los que les pasa algo similar, que
vuelven a Irán y dicen que ya no pueden encontrar el Irán
que buscaban. Uno termina relacionándose con la propia memoria.
La Kabul que yo dejé ya no existe. No voy a volver a encontrarla.
Nunca. A esto se suma, por supuesto, mis dos hijas. Mi hija mayor tiene
siete años y me pregunta mucho sobre la guerra. Cuando veíamos
televisión y me veía llorando por los bombardeos, me preguntaba
quiénes eran buenos o malos. ¿Qué le podía
decir? ¿Que los malos bombardeaban a los malos? Pero en fin, creo
que un día volveré. No quiero envejecer en Inglaterra. No
quiero morirme acá. Quiero que mi tumba reciba un poco de sol.
No la eterna lluvia inglesa.
¿Por
que Najiba Kasraee?
Por
M.J.
La
mitad del cielo
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Ni
la tragedia nacional y personal le quitaron la sonrisa. En 1995 Najiba
Kasraee perdió a su madre y sus hermanos durante el feroz bombardeo
que sufrió Kabul, como parte del conflicto entre la oposición
talibán y el gobierno de Burhanuddin Rabbani, presidente hoy
por la Alianza del Norte. Ella lo supo desde el exilio en Londres:
ya hacía unos años que había perdido su patria
para salvar la vida, pidiendo asilo político en Inglaterra.
Periodista senior del Servicio Pashtún de la BBC,
fue la primera afgana que entrevistó al primer ministro británico
Tony Blair al comienzo del conflicto. En diálogo con Página/12
no dejó punto sin tocar: la guerra, el futuro de su país,
la situación de las mujeres afganas, la intervención
estadounidense y las preguntas que el vicepresidente estadounidense
Dick Cheney no le supo contestar.
Cuando todavía no había dado ese fatídico paso
de liberador a opresor que marcó el fracaso de tantos proyectos
revolucionarios en el siglo XX, Mao Tse Tung dijo que las mujeres
sostenían la mitad del cielo. Quería decir que eran
tan importantes como los hombres, aunque prejuicios ancestrales las
hubiesen sometido durante siglos a la servidumbre. En el caso de Afganistán,
después de 20 años de sangrientos conflictos, las mujeres
seguramente sostienen mucho más que la mitad del cielo nacional.
Aunque en estas dos décadas no ha habido estadísticas
demográficas confiables, es lícito suponer que constituyen
una proporción bastante mayor de la población que los
hombres, diezmados en absurdas guerras fraticidas.
A pesar de ello, durante el gobierno talibán, las mujeres dejaron
de existir. La lista de prohibiciones del régimen del Mullah
Omar es tan extensa que parece la parodia de un misógino ultrapuritano.
Las mujeres no podían ir a la escuela, trabajar o salir de
su casa (salvo acompañadas por un mahram, hombre de la familia
inmediata: padre, esposo o hermano). No sólo debían
estar cubiertas de pies a cabeza con la burqa, que apenas permite
intuir la presencia del mundo mediante una rendija de tela, sino que
les estaba prohibido llevar zapatos de tacos altos el taconeo
podía perturbar a los hombres, reír demasiado
alto podía suscitar pensamientos perversos en el sexo
opuesto, cantar. ¿Picnics exclusivamente femeninos en
un parque?: ni pensarlo. Practicar deportes: otra osadía. ¿Ir
al médico?: imposible si era varón. En la Corte, el
testimonio femenino valía la mitad que el masculino y tenía
que ser dado mediante un familiar hombre. Para que no quedara duda
de la voluntad de aniquilación de la mujer, la misma palabra
debía desaparecer: el Jardín de las Mujeres
fue rebautizado Jardín de la Primavera. Estados
Unidos recordó estas delicias del régimen talibán
a partir del 11 de setiembre. La situación era familiar. Otros
aliados o subordinados como Sadam Hussein o el panameño Manuel
Noriega sufrieron esa metamorfosis durante la presidencia del padre
de George W. Bush, George a secas Bush. Los gobiernos amigos pasaron
a ser los perversos tiranos que había que voltear a toda costa
porque representaban un peligro para la humanidad. La demonización
del enemigo no era difícil: bastaba recordar lo que antes se
había ocultado. En ambos casos se desconoce el número
total de víctimas. En el caso de Panamá se estima que
cientos habrían perdido la vida. En el de Irak, la cuenta ascendería
a unas 200 mil.
Como con Irak y Panamá, Afganistán plantea un familiar
dilema al pensamiento progresista. ¿Se apoya a un régimen
abominable para oponerse a una nueva aventura imperial o se respalda
a ésta para deshacerse de gobiernos indeseables? ¿Hay
alguna alternativa a estas dos posibilidades? La periodista afgana
Najiba Kasraee sufrió estas preguntas en carne propia. Su historia
es también la de un país destrozado por las contradicciones
entre modernización y oscurantismo religioso, un conflicto
aprovechado por descarnados intereses coloniales y tribales. Sus respuestas
y perplejidades son una advertencia para el futuro de esta nueva aventura
imperial. |
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