Por
Diego Fischerman
Martha
Argerich es una pianista única. No sólo porque toca de una
manera diferente a la de cualquier otro músico. También
y sobre todo por una especie de abandono extremo, de inconsciencia
genial, de un pianismo motor que parece formar parte, tanto como la respiración
o esos gestos que la pianista suele hacer con la cara mientras toca, de
la propia esencia de la artista. En el ensayo del concierto que culminó
el festival que lleva su nombre y que se realizó por primera vez
en Buenos Aires, Argerich charlaba, tomaba una gaseosa y, en el momento
de empezar a tocar, sin que mediara ningún preparativo especial,
comenzaba a tocar con el mismo grado de fuerza y concentración
que el que podría suponerse lógico después de alguna
clase de precalentamiento.
La pianista toca
de la misma manera que el resto de las personas del universo se despereza,
pestañea o tamborilea con los dedos sobre una mesa. Precisamente,
tocar el piano le resulta mucho más natural que otras actividades
mundanas. Ella puede tener en la cabeza las notas del Tercero de
Rachmaninov señala como ejemplo su segunda hija, Annie
pero ignora por completo lo que hay dentro de su cartera. Y, es
claro, más allá de la anécdota, todo eso es lo que
construye el Sonido Argerich. Lo que convierte a esta intérprete
en un fenómeno irrepetible.
El final de esta semana en que su figura se instaló en el escenario
del Colón, junto a la de un grupo de amigos músicos a los
que ella convocó y, en el caso del violinista Ivry Gitlis, a los
que quiso ayudar (compartió con él su cachet para que esta
leyenda de 82 años de edad pudiera tocar en público), tuvo
a Piotr Illich Tchaikovsky como coprotagonista. Después de una
apertura en la que la Orquesta Estable del Teatro Colón ejecutó
el Huapango del mexicano José Pablo Moncayo, Gitlis tocó
el Concierto para violín Op. 35 de Tchaikovsky. Aquí la
verdadera estrella fue el director Pedro Ignacio Calderón, que
hizo milagros para seguir al violinista a lo largo de su errático
sentido del tiempo. El solista israelí parece estar más
allá del bien y del mal; su versión del Concierto se sitúa
por afuera de las convenciones musicales. Más bien da la sensación
de mirar y escuchar hacia adentro. Y que la orquesta lo siga, si puede.
Su sonido no es el que podría esperarse de un violinista profesional
ni tampoco su afinación. Ya en la parte del megaconcierto del jueves
que lo tuvo como coprotagonista (hizo la maravillosa Sonata de César
Franck junto a Martha Argerich) había sucedido algo similar. Más
bien se trata de una suerte de ritual más habitual en el mundo
de la música de tradición popular: la celebración
del pasado, y, en este caso, de la simpatía del personaje.
La segunda parte de la noche estuvo dedicada al Concierto Nº 1 para
piano y orquesta, Op. 23, también de Tchaikovsky. Un teatro Colón
lleno hasta el tope, con gente de pie hasta en los más mínimos
resquicios (todavía sin cifras oficiales se aseguraba que se trataba
del récord absoluto de asistencia al teatro, con casi 3500 espectadores)
presenció una interpretación ejemplar de una de las piezas
clave del repertorio. La orquesta, a pesar de algunas fallas en los bronces,
hizo valer su experiencia operística (es la habitual acompañante
de las funciones líricas del teatro) y cantó magníficamente,
resaltando ese aspecto vocal de la música de Tchaikovsky que muchas
veces pasa desapercibido. Calderón fue preciso y Argerich arrolladora.
El teatro, de pie, festejó el acontecimiento y la notable pianista
premió a la asistencia con dos joyas: la misma Sonata de Domenico
Scarlatti que había hecho como bis en uno de sus conciertos de
1999 y una de las Escenas Infantiles de Robert Schumann.
Después de salir infinitas veces a saludar le dio espacio a Gitlis,
que hizo una especie de chiste acerca de la similitud entre las palabras
Argerich y Argentina y tocó en su violín
una musiquita para instar al público a corear el nombre de la pianista,
mientras ella, sentada en el taburete del piano, como distraída,
daba vuelta una flor entre sus manos.
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