Por Horacio Bernades
El cine vuelve a llenarse de
fantasmas, y no es una mala noticia. La cualidad inmaterial del aparecido,
su imposibilidad de manifestarse en carne propia obligan a cineastas y
espectadores a un esfuerzo de la imaginación, cerrando el camino
a efectos especiales y restituyendo una figura estilística esencial
del cine fantástico: el fuera de campo. Allí están
Sexto sentido y Los otros para demostrar las ventajas de tener un buen
fantasma a mano, y ahora El espinazo del diablo viene a ratificarlo.
Curiosamente, luego de la película con Nicole Kidman otra vez el
cine español le da nueva vida a estos espectros de origen anglosajón,
con una pequeña ayudita latinoamericana. Así como Alejandro
Amenábar, creador de Los otros, nació en Santiago de Chile,
Guillermo del Toro, director y coguionista de El espinazo del diablo,
es mexicano de pura cepa. Todo un especialista en el género, Del
Toro debutó en 1993 con Cronos, donde Federico Luppi se estrenaba
como vampiro. Desde ese momento, Del Toro va y viene entre México,
España y Hollywood, donde ya realizó Mimic (1997) y acaba
de hacerse cargo de la secuela de Blade. El espinazo del diablo es un
viejo proyecto, destinado a tener como fondo la revolución zapatista.
Con producción de El Deseo la compañía de los
hermanos Almodóvar el México de los años 10
viró a la España de los 30, cuando la guerra civil desangraba
el país. En medio de la planicie castellana se yergue un orfanato
donde van a parar los hijos de los republicanos, que empiezan a dejar
la vida allá afuera. En medio de bombas y obuses, al orfanato llega
un nuevo interno, a quien su tutor deja al cuidado de las autoridades.
Por más que se trate de un universo cerrado, el internado no permanecerá
ajeno a lo que ocurre más allá de sus muros. Carmen, su
enjuta directora (la almodovariana Marisa Paredes) es viuda de un republicano,
se pone y se saca una buñueliana pierna ortopédica y guarda
cierto tesoro que pertenece a la causa.
El brazo derecho de doña Carmen es Casares (Federico Luppi), argentino
que llegó como voluntario de las brigadas internacionales y ahora
intenta transmitir a los internos algunas ideas sobre la libertad de pensamiento,
mientras escucha a Gardel en un viejo fonógrafo. El internado está
lleno de secretos. No sólo por los lingotes que doña Carmen
guarda bajo siete llaves, sino también por las relaciones que la
directora mantiene a dos puntas, tal vez como una metáfora viviente
de España toda. Con Casares la une una relación obligadamente
platónica: hace rato que el viejo profesor se despidió de
su sexualidad. Para eso está Jacinto (Eduardo Noriega), joven y
brutal portero que mientras la sirve por las noches, espera la ocasión
para echar mano a su tesoro.
Ya hubo una muerte. Acuchillado, el cadáver de un niño fue
a parar a un estanque del sótano. El problema es que ese alma en
pena tiende a reaparecer, correteando por los pasillos entre brumas acuosas
y espantando a los internos con una herida de la que no deja de manar
sangre. Lo llaman El que susurra, como cierto personaje de
Lovecraft, el que susurra en el umbral. Como todo fantasma, esconde un
secreto. Cuando éste sea finalmentedevelado, quedará claro
que las tensiones que recorren el orfanato son las mismas que desangran
la nación: de un lado, la fuerza bruta, el resentimiento y la codicia;
del otro, los más débiles, con el profesor librepensador
como líder natural.
Además de algún momento de rara poesía, como ese
en el que una bomba se clava sobre el patio del orfanato, el gran mérito
de Del Toro es haber logrado fusionar, con éxito, dos géneros
que parecerían el agua y el aceite. Por un lado, la típica
película de Guerra Civil Española, tan propensa al naturalismo
puro y duro. Por otro, el film de fantasmas, fantástico por naturaleza.
Todo cuaja al final, cuando El espinazo del diablo recupera, en clave
metafórica, toda su dimensión política. Allí,
los débiles harán sentir, del modo más cruel, la
fuerza del número, dando caza al monstruo. El verdadero monstruo,
uno de carne y hueso; no el pobre fantasma. Lo harán del mismo
modo que los antiguos cazaban mamuts, bestia primitiva por excelencia.
Esa ejecución es llamativamente parecida a la que cerraba Novecento,
donde los instrumentos de labranza servían también, como
aquí unas lanzas talladas a mano, para ponerle fin a la bestia
fascista.
PUNTOS
El
Bola, una crónica muy dura del maltrato infantil
Por
Luciano Monteagudo
Se llama Pablo,
pero le dicen El Bola por un amuleto del cual nunca se desprende.
Se diría que en esa pequeña esfera de cobre, que pasa de
una mano a la otra como si acariciara un relicario, este chico de apenas
11 años descarga todas las tensiones acumuladas en su entorno familiar.
Desde la temprana muerte de su hermano (al que nunca llegó a conocer),
su casa está marcada por el dolor. Y esas marcas son más
evidentes en El Bola, que las lleva a flor de piel: moretones
y cicatrices, producto de las golpizas sistemáticas a las que lo
somete su padre. Sobre ese árido territorio trabaja El Bola, la
opera prima del joven director español Achero Mañas (34
años), que viene de ganar los principales premios de su país,
entre ellos el Goya a la mejor película, al mejor director novel,
mejor actor revelación (el niño Juan José Ballesta)
y mejor guión original (el propio Mañas).
Tantas distinciones pueden parecer quizás un poco exageradas para
una película digna, correcta, sin duda bien intencionada, pero
que no es mucho más que una crónica de corte casi periodístico
sobre un típico caso de maltrato infantil. Se diría que
lo mejor del film de Mañas está en la casa de El Bola,
entre las estrechas paredes del apartamento madrileño de clase
media que comparte esa familia en crisis: el padre, sumido en un resentimiento
mudo, inexpresable; la madre sometida, que transfiere su ira maltratando
a su suegra, una anciana enferma; y El Bola, que hace todo
lo posible por escapar de esa tumba y encuentra un dudoso refugio entre
un grupo de compañeros de colegio, que todas las tardes desafían
a la muerte jugando a cruzar corriendo las vías un instante antes
de que pase el tren.
Hay un pequeño momento cuando la cámara de Mañas
aprovecha la ausencia de toda la familia y registra en un puñado
de tomas ese apartamento vacío, pulcro, oscuro, agobiante
en el que el cine se hace presente y se sugiere muy bien la cotidianidad
de ese infierno. Lo mismo las dos o tres escenas con la abuela enferma
(particularmente la humillante ducha que le propina su nuera), que van
en la misma dirección de sentido: asomarse al abismo desde la rutina
diaria.
Toda la relación de El Bola con su nuevo amigo Alfredo,
que ocupa un lugar central en el relato, parece en cambio menos lograda.
Para conseguir un efecto de contraste con la familia de El Bola,
los padres de Alfredo son más jóvenes y tienen ante la vida
una actitud alegre y desprejuiciada, que los hace un poco estereotipados.
El hecho de que el padre de Alfredo sea un maestro del tatuaje, a su vez,
tiene una funcionalidad demasiado programática: hacer que él
también le deje a su propio hijo unas marcas en el cuerpo, que
no pueden conseguirse sino a partir del dolor.
Lo que no puede ponerse en duda es la capacidad de Mañas (que antes
de pasarse a la dirección también fue actor) para manejar
a sus pequeños intérpretes. Consigue de ellos, pero muy
particularmente de El Bola Ballestas, una sinceridad y una
expresión seca, austera, alejada de cualquier afectación.
PUNTOS
Fellini,
revisado por un Greenaway falocéntrico
En �8 1/2 mujeres�, el director de �El vientre
de un arquitecto� toma como excusa un clásico del italiano para
volver sobre sus obsesiones: simetrías, enumeraciones y cuerpos
desnudos despojados de todo erotismo.
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|
Por
H. B.
Taxonomías,
numeraciones, cuerpos desnudos pero despojados de todo erotismo, encuadres
pictóricos, imágenes de video, multitud de referencias culturales.
Peter Greenaway está de vuelta con su opus más reciente,
el que presentó en Cannes el año pasado. Un nuevo referente
aparece ahora desde el propio título, 8 1/2 Women, traducida localmente
como 8 1/2 mujeres. ¿Greenaway reescribiendo a Fellini? Sí,
pero sólo en lo que hace a su esqueleto más desnudo: aquí
también se trata, como en 8 y 1/2, de un hombre (o dos) confrontando
arquetipos femeninos. Y allí terminan los puntos de contacto entre
una y otra.
El cineasta británico había dado rienda suelta a su devoción
por la cultura japonesa (las máscaras, los rituales, la fascinación
por la muerte) en su película anterior, Escrito en el cuerpo, y
ahora la retoma en 8 1/2 mujeres, que transcurre un poco en Tokio y otro
poco en Ginebra. En Tokio, el empresario Philip Emmenthal (John Standing)
y su hijo Storey (Matthew Delamere) compran una cadena de pachinko, nombre
que allí reciben las máquinas tragamonedas. En Ginebra,
la esposa de Emmenthal muere. Este cae en depresión. Su hijo, que
en Tokio cultiva el gusto por el juego de azar y los terremotos, acude
a consolarlo. Greenaway aprovecha el velorio para remedar a Vermeer, el
entierro para un chiste más o menos surrealista, y padre e hijo
rápidamente se olvidan de la finada, ocupados como están
en dormir juntos y comparar sus cuerpos desnudos frente al espejo. Sobre
todo sus penes, toda una obsesión para ambos.
¿Será que los cineastas hacen películas para
satisfacer sus fantasías sexuales?, pregunta alguien por
allí, en el colmo de la autorreferencia. Cuestión de satisfacer
su falocentrismo (el de él y el de Greenaway) el hijo convence
al padre de instalar un burdel en la enorme casa vacía. Si en Tokio
habían adquirido ocho salones de pachinko y medio, el nuevo acto
de coleccionismo consistirá en reclutar igual número de
pupilas. A falta de efusiones, el realizador de El vientre del arquitecto
expresa sus pasiones en términos numéricos: cuatro de las
mujeres serán japonesas. Tres mujeres y media, en verdad, ya que
la cuarta como el personaje de Andrea Ferreol en Zoo carece
de extremidades inferiores. De las restantes, otra (el personaje de Amanda
Plummer) también viene mutilada, consecuencia de un accidente.
Cada una de ellas representa una fantasía distinta: está
la madre que no para de parir, la monja erotizable (Toni Colette), la
máquina sexual, la geisha, y así.
Obsesivo cultor de simetrías, Greenaway construye ese paraíso
masculino para luego deconstruirlo. Lo que jamás asomará
en ese sitio de placer es justamente el placer, tal vez porque es difícil
obtenerlo cuando las mujeres están de adorno. Salvo que se acuda
a la autosatisfacción, una de cuyas variantes es filmar películas
a las que sólo un guión de hierro puede mantener erguidas.
Hasta tal punto el guión manda aquí, que cada tanto sus
páginas aparecen sobreimpresas, con indicaciones de diálogos
y escenas. Como era de esperar, ese libreto es tan pulcro e impoluto como
una guía telefónica. Difícil que de un original así
salga algo vivo.
PUNTOS
RERUM
NOVARUM, UN DOCUMENTAL ATIPICO
La banda siguió tocando
El film dirigido por Nicolás Batlle, Fernando Molnar y Sebastián
Schindel cuenta la historia de una banda que se empeña en seguir
tocando.
La
banda, formada en 1937, todavía mantiene a muchos de sus integrantes
originales.
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Por Ana Bianco
Nicolás Batlle, Fernando
Molnar y Sebastián Schindel son egresados de la ENERC y en 1997
formaron la productora Magoya, con la intención de producir cine
independiente, con aspiraciones que excedan el tradicional circuito comercial.
Con Rerum Novarum, su primer largo documental, narran una historia sencilla
que tiene por protagonistas a octogenarios ex obreros de la algodonera
Flandria que integran la banda Rerum Novarum, inspirada en la encíclica
papal de León XIII y fundada por iniciativa del belga Julio Steverlynck
en 1937. El documental recorre la historia del pueblo de Jáuregui,
cercano a Luján, y refleja el pasado reciente que Américo,
José y Coco evocan: la época de esplendor de la fábrica
hasta su cierre definitivo en 1996, cuando quedó convertida en
galpones vacíos, fantasmas de una industria pujante. El film, que
pasó por los festivales de Mar del Plata y Buenos Aires, rescata
a esos músicos como parte de una comunidad que sigue luchando por
mantener su identidad.
En charla con Página/12, uno de sus directores, Sebastián
Schindel intenta dar una explicación a la elección de la
historia, pero no la encuentra: Fue cincuenta por ciento obra de
la casualidad y otro cincuenta por ciento del destino. Como grupo, queríamos
incursionar en el género documental. Así empezamos con un
proyecto sobre el fútbol infantil y, en la recorrida por los clubes
de barrio de la provincia de Buenos Aires, alguien nos comentó:
tendrían que hacer una película sobre una banda de música
de Luján, que es igual a la película Tocando el viento.
Fuimos a Luján y, preguntando por ahí, llegamos a ese patio
hermoso, dónde ensaya la banda. Nos topamos con gente saliendo
a la calle con sus instrumentos en un pueblo muy tranquilo y el sonido
de la música nos fue guiando. La historia real de la banda y sus
protagonistas que son gente adorable nos cautivó.
Para los realizadores, la banda es el único vestigio que queda
de un momento de esplendor: El deterioro de la fábrica refleja
la destrucción de la industria argentina y lo que fue un país
muy industrializado en relación al resto de Latinoamérica.
Todo eso hoy está convertido en ruinas, en galpones vacíos.
El resultado es una enorme masa de desempleados. El pueblo Jáuregui,
también llamado Villa Flandria, tiene cinco mil habitantes y en
la fábrica trabajaban, en su momento de mayor auge, cerca de tres
mil obreros. Esto hoy día es impensable. La fábrica producía
sábanas, camisas, telas y terciopelos. Yo tengo 25 años,
nací durante la dictadura militar, viví la etapa de destrucción
del país y la curva hacia abajo. Los protagonistas de la historia
tienen tanta energía porque en su juventud crecieron y vivieron
con un proyecto de construcción de país, de pueblo y de
comunidad. Ellos subsisten con sus jubilaciones de miseria y le dan alegría
al pueblo con su música los fines de semana. Tocan por amor a la
música ni siquiera pasan la gorra y eso es lo que los
mantiene vivos y les da identidad.
UNA
VISION IDILICA DEL PASADO
Aquellos tiempos idos
Por L.M.
Aunque ustedes no lo quieran
creer yo alguna vez tuve 16 años. A los 16 entré a la banda;
ahora tengo 79 y sigo tocando. Quien habla es Américo, baterista
y líder de Rerum Novarum, la banda de vientos formada
en 1937 con trabajadores de la Algodonera Flandria. Desde 1996, esta fábrica
de un pueblo cercano a Luján cerró definitivamente sus puertas,
pero la banda sigue en pie, como testigo de toda una época. El
documental realizado a seis manos por Molnar, Schindel y Batlle se propone
precisamente eso: testimoniar no solamente la vitalidad de los veteranos
de esta agrupación (que ha seguido renovando sus filas con hijos
y nietos) sino también, a través de ellos, el nacimiento,
auge y decadencia de la industria argentina. Fundada por un belga que
trajo al país no sólo su experiencia familiar en la industria
textil sino también un espíritu social-cristiano, la Flandria
fue según se desprende de los recuerdos y anécdotas
de los músicos un establecimiento modelo. Un obrero
tenía el sueldo de un gerente de banco, vestíamos trajes
de casimir inglés. Esa visión idílica del pasado
es quizás el flanco débil de Rerum novarum, que prescinde
de toda mirada crítica para ofrecer en cambio una evocación
teñida de nostalgia del tiempos idos. Por lo demás, el film
fluye con naturalidad y deja que sean los protagonistas quienes cuenten
su propia historia.
PUNTOS
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