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ESTRENOS DE LA SEMANA
“EL ESPINAZO DEL DIABLO”, UN CRUCE DE GENEROS DE GUILLERMO DEL TORO
Los fantasmas de la Guerra Civil

El film producido por los hermanos Almodóvar retoma la temática �de aparecidos�, pero ambientándola en la particular y dura atmósfera de los años 30 en España. La cartelera se renueva con la española �El bola�, un Peter Greenaway algo fallido y el documental argentino �Rerum novarum�.

Por Horacio Bernades

El cine vuelve a llenarse de fantasmas, y no es una mala noticia. La cualidad inmaterial del aparecido, su imposibilidad de manifestarse en carne propia obligan a cineastas y espectadores a un esfuerzo de la imaginación, cerrando el camino a efectos especiales y restituyendo una figura estilística esencial del cine fantástico: el fuera de campo. Allí están Sexto sentido y Los otros para demostrar las ventajas de tener un buen fantasma a mano, y ahora El espinazo del diablo viene a ratificarlo.
Curiosamente, luego de la película con Nicole Kidman otra vez el cine español le da nueva vida a estos espectros de origen anglosajón, con una pequeña ayudita latinoamericana. Así como Alejandro Amenábar, creador de Los otros, nació en Santiago de Chile, Guillermo del Toro, director y coguionista de El espinazo del diablo, es mexicano de pura cepa. Todo un especialista en el género, Del Toro debutó en 1993 con Cronos, donde Federico Luppi se estrenaba como vampiro. Desde ese momento, Del Toro va y viene entre México, España y Hollywood, donde ya realizó Mimic (1997) y acaba de hacerse cargo de la secuela de Blade. El espinazo del diablo es un viejo proyecto, destinado a tener como fondo la revolución zapatista.
Con producción de El Deseo –la compañía de los hermanos Almodóvar– el México de los años 10 viró a la España de los 30, cuando la guerra civil desangraba el país. En medio de la planicie castellana se yergue un orfanato donde van a parar los hijos de los republicanos, que empiezan a dejar la vida allá afuera. En medio de bombas y obuses, al orfanato llega un nuevo interno, a quien su tutor deja al cuidado de las autoridades. Por más que se trate de un universo cerrado, el internado no permanecerá ajeno a lo que ocurre más allá de sus muros. Carmen, su enjuta directora (la almodovariana Marisa Paredes) es viuda de un republicano, se pone y se saca una buñueliana pierna ortopédica y guarda cierto tesoro que pertenece a la causa.
El brazo derecho de doña Carmen es Casares (Federico Luppi), argentino que llegó como voluntario de las brigadas internacionales y ahora intenta transmitir a los internos algunas ideas sobre la libertad de pensamiento, mientras escucha a Gardel en un viejo fonógrafo. El internado está lleno de secretos. No sólo por los lingotes que doña Carmen guarda bajo siete llaves, sino también por las relaciones que la directora mantiene a dos puntas, tal vez como una metáfora viviente de España toda. Con Casares la une una relación obligadamente platónica: hace rato que el viejo profesor se despidió de su sexualidad. Para eso está Jacinto (Eduardo Noriega), joven y brutal portero que mientras la sirve por las noches, espera la ocasión para echar mano a su tesoro.
Ya hubo una muerte. Acuchillado, el cadáver de un niño fue a parar a un estanque del sótano. El problema es que ese alma en pena tiende a reaparecer, correteando por los pasillos entre brumas acuosas y espantando a los internos con una herida de la que no deja de manar sangre. Lo llaman “El que susurra”, como cierto personaje de Lovecraft, el que susurra en el umbral. Como todo fantasma, esconde un secreto. Cuando éste sea finalmentedevelado, quedará claro que las tensiones que recorren el orfanato son las mismas que desangran la nación: de un lado, la fuerza bruta, el resentimiento y la codicia; del otro, los más débiles, con el profesor librepensador como líder natural.
Además de algún momento de rara poesía, como ese en el que una bomba se clava sobre el patio del orfanato, el gran mérito de Del Toro es haber logrado fusionar, con éxito, dos géneros que parecerían el agua y el aceite. Por un lado, la típica película de Guerra Civil Española, tan propensa al naturalismo puro y duro. Por otro, el film de fantasmas, fantástico por naturaleza. Todo cuaja al final, cuando El espinazo del diablo recupera, en clave metafórica, toda su dimensión política. Allí, los débiles harán sentir, del modo más cruel, la fuerza del número, dando caza al monstruo. El verdadero monstruo, uno de carne y hueso; no el pobre fantasma. Lo harán del mismo modo que los antiguos cazaban mamuts, bestia primitiva por excelencia. Esa ejecución es llamativamente parecida a la que cerraba Novecento, donde los instrumentos de labranza servían también, como aquí unas lanzas talladas a mano, para ponerle fin a la bestia fascista.

PUNTOS

 


 

“El Bola”, una crónica muy dura del maltrato infantil

Por Luciano Monteagudo

Se llama Pablo, pero le dicen “El Bola” por un amuleto del cual nunca se desprende. Se diría que en esa pequeña esfera de cobre, que pasa de una mano a la otra como si acariciara un relicario, este chico de apenas 11 años descarga todas las tensiones acumuladas en su entorno familiar. Desde la temprana muerte de su hermano (al que nunca llegó a conocer), su casa está marcada por el dolor. Y esas marcas son más evidentes en “El Bola”, que las lleva a flor de piel: moretones y cicatrices, producto de las golpizas sistemáticas a las que lo somete su padre. Sobre ese árido territorio trabaja El Bola, la opera prima del joven director español Achero Mañas (34 años), que viene de ganar los principales premios de su país, entre ellos el Goya a la mejor película, al mejor director novel, mejor actor revelación (el niño Juan José Ballesta) y mejor guión original (el propio Mañas).
Tantas distinciones pueden parecer quizás un poco exageradas para una película digna, correcta, sin duda bien intencionada, pero que no es mucho más que una crónica de corte casi periodístico sobre un típico caso de maltrato infantil. Se diría que lo mejor del film de Mañas está en la casa de “El Bola”, entre las estrechas paredes del apartamento madrileño de clase media que comparte esa familia en crisis: el padre, sumido en un resentimiento mudo, inexpresable; la madre sometida, que transfiere su ira maltratando a su suegra, una anciana enferma; y “El Bola”, que hace todo lo posible por escapar de esa tumba y encuentra un dudoso refugio entre un grupo de compañeros de colegio, que todas las tardes desafían a la muerte jugando a cruzar corriendo las vías un instante antes de que pase el tren.
Hay un pequeño momento –cuando la cámara de Mañas aprovecha la ausencia de toda la familia y registra en un puñado de tomas ese apartamento vacío, pulcro, oscuro, agobiante– en el que el cine se hace presente y se sugiere muy bien la cotidianidad de ese infierno. Lo mismo las dos o tres escenas con la abuela enferma (particularmente la humillante ducha que le propina su nuera), que van en la misma dirección de sentido: asomarse al abismo desde la rutina diaria.
Toda la relación de “El Bola” con su nuevo amigo Alfredo, que ocupa un lugar central en el relato, parece en cambio menos lograda. Para conseguir un efecto de contraste con la familia de “El Bola”, los padres de Alfredo son más jóvenes y tienen ante la vida una actitud alegre y desprejuiciada, que los hace un poco estereotipados. El hecho de que el padre de Alfredo sea un maestro del tatuaje, a su vez, tiene una funcionalidad demasiado programática: hacer que él también le deje a su propio hijo unas marcas en el cuerpo, que no pueden conseguirse sino a partir del dolor.
Lo que no puede ponerse en duda es la capacidad de Mañas (que antes de pasarse a la dirección también fue actor) para manejar a sus pequeños intérpretes. Consigue de ellos, pero muy particularmente de “El Bola” Ballestas, una sinceridad y una expresión seca, austera, alejada de cualquier afectación.

PUNTOS

 


 

Fellini, revisado por un Greenaway falocéntrico

En �8 1/2 mujeres�, el director de �El vientre de un arquitecto� toma como excusa un clásico del italiano para volver sobre sus obsesiones: simetrías, enumeraciones y cuerpos desnudos despojados de todo erotismo.

Por H. B.

Taxonomías, numeraciones, cuerpos desnudos pero despojados de todo erotismo, encuadres pictóricos, imágenes de video, multitud de referencias culturales. Peter Greenaway está de vuelta con su opus más reciente, el que presentó en Cannes el año pasado. Un nuevo referente aparece ahora desde el propio título, 8 1/2 Women, traducida localmente como 8 1/2 mujeres. ¿Greenaway reescribiendo a Fellini? Sí, pero sólo en lo que hace a su esqueleto más desnudo: aquí también se trata, como en 8 y 1/2, de un hombre (o dos) confrontando arquetipos femeninos. Y allí terminan los puntos de contacto entre una y otra.
El cineasta británico había dado rienda suelta a su devoción por la cultura japonesa (las máscaras, los rituales, la fascinación por la muerte) en su película anterior, Escrito en el cuerpo, y ahora la retoma en 8 1/2 mujeres, que transcurre un poco en Tokio y otro poco en Ginebra. En Tokio, el empresario Philip Emmenthal (John Standing) y su hijo Storey (Matthew Delamere) compran una cadena de pachinko, nombre que allí reciben las máquinas tragamonedas. En Ginebra, la esposa de Emmenthal muere. Este cae en depresión. Su hijo, que en Tokio cultiva el gusto por el juego de azar y los terremotos, acude a consolarlo. Greenaway aprovecha el velorio para remedar a Vermeer, el entierro para un chiste más o menos surrealista, y padre e hijo rápidamente se olvidan de la finada, ocupados como están en dormir juntos y comparar sus cuerpos desnudos frente al espejo. Sobre todo sus penes, toda una obsesión para ambos.
“¿Será que los cineastas hacen películas para satisfacer sus fantasías sexuales?”, pregunta alguien por allí, en el colmo de la autorreferencia. Cuestión de satisfacer su falocentrismo (el de él y el de Greenaway) el hijo convence al padre de instalar un burdel en la enorme casa vacía. Si en Tokio habían adquirido ocho salones de pachinko y medio, el nuevo acto de coleccionismo consistirá en reclutar igual número de pupilas. A falta de efusiones, el realizador de El vientre del arquitecto expresa sus pasiones en términos numéricos: cuatro de las mujeres serán japonesas. Tres mujeres y media, en verdad, ya que la cuarta –como el personaje de Andrea Ferreol en Zoo– carece de extremidades inferiores. De las restantes, otra (el personaje de Amanda Plummer) también viene mutilada, consecuencia de un accidente. Cada una de ellas representa una fantasía distinta: está la madre que no para de parir, la monja erotizable (Toni Colette), la máquina sexual, la geisha, y así.
Obsesivo cultor de simetrías, Greenaway construye ese paraíso masculino para luego deconstruirlo. Lo que jamás asomará en ese sitio de placer es justamente el placer, tal vez porque es difícil obtenerlo cuando las mujeres están de adorno. Salvo que se acuda a la autosatisfacción, una de cuyas variantes es filmar películas a las que sólo un guión de hierro puede mantener erguidas. Hasta tal punto el guión manda aquí, que cada tanto sus páginas aparecen sobreimpresas, con indicaciones de diálogos y escenas. Como era de esperar, ese libreto es tan pulcro e impoluto como una guía telefónica. Difícil que de un original así salga algo vivo.

PUNTOS

 


 

“RERUM NOVARUM”, UN DOCUMENTAL ATIPICO
La banda siguió tocando

El film dirigido por Nicolás Batlle, Fernando Molnar y Sebastián Schindel cuenta la historia de una banda que se empeña en seguir tocando.

La banda, formada en 1937, todavía mantiene a muchos de sus integrantes originales.

Por Ana Bianco

Nicolás Batlle, Fernando Molnar y Sebastián Schindel son egresados de la ENERC y en 1997 formaron la productora Magoya, con la intención de producir cine independiente, con aspiraciones que excedan el tradicional circuito comercial. Con Rerum Novarum, su primer largo documental, narran una historia sencilla que tiene por protagonistas a octogenarios ex obreros de la algodonera Flandria que integran la banda Rerum Novarum, inspirada en la encíclica papal de León XIII y fundada por iniciativa del belga Julio Steverlynck en 1937. El documental recorre la historia del pueblo de Jáuregui, cercano a Luján, y refleja el pasado reciente que Américo, José y Coco evocan: la época de esplendor de la fábrica hasta su cierre definitivo en 1996, cuando quedó convertida en galpones vacíos, fantasmas de una industria pujante. El film, que pasó por los festivales de Mar del Plata y Buenos Aires, rescata a esos músicos como parte de una comunidad que sigue luchando por mantener su identidad.
En charla con Página/12, uno de sus directores, Sebastián Schindel intenta dar una explicación a la elección de la historia, pero no la encuentra: “Fue cincuenta por ciento obra de la casualidad y otro cincuenta por ciento del destino. Como grupo, queríamos incursionar en el género documental. Así empezamos con un proyecto sobre el fútbol infantil y, en la recorrida por los clubes de barrio de la provincia de Buenos Aires, alguien nos comentó: tendrían que hacer una película sobre una banda de música de Luján, que es igual a la película Tocando el viento. Fuimos a Luján y, preguntando por ahí, llegamos a ese patio hermoso, dónde ensaya la banda. Nos topamos con gente saliendo a la calle con sus instrumentos en un pueblo muy tranquilo y el sonido de la música nos fue guiando. La historia real de la banda y sus protagonistas –que son gente adorable– nos cautivó”.
Para los realizadores, la banda es el único vestigio que queda de un momento de esplendor: “El deterioro de la fábrica refleja la destrucción de la industria argentina y lo que fue un país muy industrializado en relación al resto de Latinoamérica. Todo eso hoy está convertido en ruinas, en galpones vacíos. El resultado es una enorme masa de desempleados. El pueblo Jáuregui, también llamado Villa Flandria, tiene cinco mil habitantes y en la fábrica trabajaban, en su momento de mayor auge, cerca de tres mil obreros. Esto hoy día es impensable. La fábrica producía sábanas, camisas, telas y terciopelos. Yo tengo 25 años, nací durante la dictadura militar, viví la etapa de destrucción del país y la curva hacia abajo. Los protagonistas de la historia tienen tanta energía porque en su juventud crecieron y vivieron con un proyecto de construcción de país, de pueblo y de comunidad. Ellos subsisten con sus jubilaciones de miseria y le dan alegría al pueblo con su música los fines de semana. Tocan por amor a la música –ni siquiera pasan la gorra– y eso es lo que los mantiene vivos y les da identidad”.

 


 

UNA VISION IDILICA DEL PASADO
Aquellos tiempos idos

Por L.M.

“Aunque ustedes no lo quieran creer yo alguna vez tuve 16 años. A los 16 entré a la banda; ahora tengo 79 y sigo tocando.” Quien habla es Américo, baterista y líder de “Rerum Novarum”, la banda de vientos formada en 1937 con trabajadores de la Algodonera Flandria. Desde 1996, esta fábrica de un pueblo cercano a Luján cerró definitivamente sus puertas, pero la banda sigue en pie, como testigo de toda una época. El documental realizado a seis manos por Molnar, Schindel y Batlle se propone precisamente eso: testimoniar no solamente la vitalidad de los veteranos de esta agrupación (que ha seguido renovando sus filas con hijos y nietos) sino también, a través de ellos, el nacimiento, auge y decadencia de la industria argentina. Fundada por un belga que trajo al país no sólo su experiencia familiar en la industria textil sino también un espíritu social-cristiano, la “Flandria” fue –según se desprende de los recuerdos y anécdotas de los músicos– un establecimiento modelo. “Un obrero tenía el sueldo de un gerente de banco, vestíamos trajes de casimir inglés.” Esa visión idílica del pasado es quizás el flanco débil de Rerum novarum, que prescinde de toda mirada crítica para ofrecer en cambio una evocación teñida de nostalgia del tiempos idos. Por lo demás, el film fluye con naturalidad y deja que sean los protagonistas quienes cuenten su propia historia.

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