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Intermedio
Por Rodrigo Fresán

UNO Me acuerdo que películas con intermedio habían pocas. Me acuerdo de My Fair Lady, Lawrence de Arabia, Guerra y paz, Doctor Zhivago y alguna más –siempre tirando a Cinemascope– y por algún extraño motivo asocio a esos intermedios con el invierno, con el frío. Me acuerdo de que el intermedio era una zona crepuscular donde las luces se encendían para que nos preguntásemos cómo iba a seguir la historia cuando las luces volvieran a apagarse. Me acuerdo que íbamos al baño y las Madres Aleluya pasaban con sus alcancías porque “a este hora exactamente hay un niño en la calle” y me acuerdo también de la tristeza de que la segunda parte de la película siempre fuera más corta que la primera. Eramos chicos, teníamos nuestros sobretodos cerrados hasta el cuello y nos costaba entender ciertas actitudes de nuestros padres pero ya sabíamos que el intermedio de la película –el tiempo suele ser desprolijo en su trato para con los hombres– nunca estaba exactamente en el centro de la película.

DOS Todo esto para pedir intermedio, tregua, gancho, lo que sea. Hace unas cuantas semanas que vengo llevando –o dejándome llevar– por este diario de guerra y lo cierto es que comienzo a sentir fatiga de materiales. Esa enfermedad que los aviones contagian a sus pasajeros. Stress en las turbinas. La idea, entonces, es irme lejos de la retaguardia de mi frente de batalla frente a un televisor. Y salir un poco. Hablar y escribir de otras cosas que no tengan que ver con que el cine y la televisión volvieron a Afganistán, que el maduro Donald Rumsfeld ha sido elegido como hombre mega-sexy por las norteamericanas o que el país que hoy se erige en salvador de la humanidad meses atrás fue el único que se negó a firmar un acuerdo para la mejor y más eficiente protección del medio ambiente y del planeta. Tampoco trazar fáciles analogías entre el Riesgo País y un país riesgoso. Nada de eso. Olvidarse de la película. Ir en busca de caramelo/maníes/bombón-helado. Aunque cuesten tres veces más caro de lo que te los cobran afuera del cine.

TRES Dejar de mirar al cielo y mirar al piso. Están cambiando las baldosas grandes del Paseo de Gracia que diseñó Gaudí por las baldosas pequeñas que diseño Gaudí. Panots, se llaman en catalán. Y parece que éste es el tamaño verdadero. En cualquier caso, casi un siglo más tarde, la elegante avenida de Barcelona parece una postal de Kabul (¡ah, no puedo evitarlo!) y cuesta caminar entre tanto escombro. La idea, en realidad, era ir a visitar a Copito de Nieve, el gorila albino del zoo de Barcelona. Se cumplen los 35 años de su llegada aquí. Fue lo primero que yo supe de esta ciudad –a través de una postal recibida hace tanto tanto tiempo– y ahora Copito cumple 38 años. Mi edad, pero casi 80 si se los traduce a escala y decadencia humana. No le queda mucho a Copito. Acaba de reponerse de operación complicada y, claro, poco y nada tiene que ver con el Copito de aquella postal. Ahí estaba, tirado en su jaula, enorme, más gris que blanco, más parecido a Hank Bukowski después de una juerga que a un tierno muñeco de peluche. Copito te mira con esa triste mirada de barrote y yo pienso... pienso en que no tengo que pensar en otras miradas tristes que he estado mirando en las últimas semanas. Aquí y allá. En ambos bandos. No hay mirada más triste que la del que no entiende qué es lo que le está pasando y cómo llegó allí.

CUATRO Pero en realidad, lo que me decidió a tomarme este intermedio/tregua fue lo del asesinato de los periodistas días atrás, en Afganistán, en un lugar de ninguna parte, a quemarropa. Si bien toda muerte es obscena, hay algo todavía más repugnante en la muerte de alguien que va a cubrir una mala noticia y, de golpe, esa mala noticia lo cubre aél para darle la peor noticia de todas. Ahí fue cuando, la verdad, me cansé y recé porque las luces se encendieran y la película se interrumpiera al menos por unos minutos. En el baño alguien gritaba que el fin del mundo estaba cerca. Salí al hall y me puse a ver las fotos de los próximos estrenos y la verdad que no vi nada que me interesara demasiado salvo, uh, la inminente llegada de Apocalypse Now Redux, aquella obra maestra de Coppola que ya era larga pero que no tenía intermedio. Me pregunto si ahora, con cincuenta minutos más, quién sabe... Una película que transcurría en Vietnam pero que en realidad narraba la misteriosa condición de toda guerra y el eterno enigma de que Estados Unidos invente sus propios monstruos para así poder luchar, cada tanto, contra la figura de un Mal que está afuera pero que, de algún modo u otro, no deja de ser Made in U.S.A.
El acomodador de uniforme, casi militar, gritó que “adentro que sigue”, volvimos marchando hacia adentro y yo me acordé –el intermedio había terminado– que esa mañana había leído en el diario que durante la Primera Guerra Mundial murieron siete militares por cada civil y que a la altura de esta Vaya A Saber Uno Que Número Guerra Mundial mueren siete civiles por cada militar. No estamos ganando, está claro, y me hundí en la oscuridad de mi butaca para volver a oír cómo latía, como seguía latiendo, el corazón en las tinieblas de esta película que –sombra, cámara, acción- sigue así...

 

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